sábado, 22 de diciembre de 2007

12. Ante un fotógrafo



     Mi modesta fotogenia es probablemente otro de los complejos que más me aquejan, porque como buen narcisista, siempre anhelo salir con la pose perfecta. Algunos me han sugerido malintencionadamente que de donde no hay no se puede sacar, pero en este apartado soy especialmente cabezota e intento en todo momento figurar lo más favorecido posible para la posteridad o para lo que sea. No obstante, mis esfuerzos hasta la fecha han sido en vano y ni siquiera la fotografía digital ha solucionado mi problema: si me tiran 20 fotos salgo mal en 21.
     Cierto día, un fotógrafo de mi barrio me sugirió que la clave estaba en la naturalidad del gesto y esa indicación me hizo realmente plantearme si mi existencia no sería artificial, pues era incapaz de reunir en las facciones de mi rostro esa proclamada naturalidad a la que mi amigo el fotógrafo se refería.
     Concretamente mis estrategias de pose ante una cámara se reducían básicamente a dos: la opción seria y la opción sonriente. La opción seria era más adecuada para fotos de documentos oficiales y consistía en pretender poner los rasgos faciales sueltos, pero sin esbozar sonrisa alguna, hierático, pero creíble. El problema es que me costaba Dios y ayuda alcanzar este aspecto y las fórmulas para lograrlo eran preocupantemente extrañas. El modus operandi fundamental consistía en cerrar la boca, apretar los dientes por dentro, y pensar en algo lúgubre (también vale recrear mentalmente a la mujer u hombre de tus sueños defecando). Consecuentemente, el producto final de mi pose seria no era habitualmente el esperado, resultando en la mayoría de las ocasiones dos posturas muy características en todo documento oficial que porto: o cara de estreñido que se está muriendo del dolor abdominal, o bien rostro de cantaor flamenco emocionado contrayendo en exceso los pómulos por la “jondura” de la bulería que entona. En el mejor de los casos, simplemente parecía el terrorista más buscado sobre la faz de la tierra.
     Por otra parte, la opción simpática pasaba por esbozar esa quimérica “sonrisa natural” de la que todos hablan, girando unos grados el cuello a fin de parecer más distinguido y con las mejillas ligeramente elevadas como diciéndote mentalmente “si es que no me beso porque no me llego”. Indican los expertos en la materia que la clave radica en parecer sorprendido por el teleobjetivo, sin esperarte la instantánea, con la mirada perdida a lo James Dean (que por cierto de mirada perdida nada, lo que pasa es que era tremendamente miope y veía menos que un pichón por el culo, que decía Pedro Pipas, de tal forma que hacía ademán de apretar los ojos para intentar vislumbrar qué estaba ocurriendo al otro lado de sus dioptrías).
     En busca de la sonrisa perdida era por tanto mi meta final ante el objetivo de una cámara y nuevamente diseñé una calculada estrategia para su feliz consecución. En este caso, la idea era levantar sutilmente los huesos malares abriendo un poquito la boca para que asomaran mis graciosos piños-separados-carne-de-ortodoncia. Los resultados nuevamente no respondían a las expectativas y parecía verdaderamente como que alguien me hubiese atado un par de sogas en cada una de mis mejillas y tirase con insistencia para provocarme la sonrisa. ¡Y qué decirles del cuello, si al final parecía más el de un muñeco de nieve que el de un ser humano, escondiéndose como un resorte ante la presencia del fotógrafo cual tortuga en su caparazón!
     Pero lo peor de todo era cuando alguien sacaba a la luz tu discreta fotogenia, percibiendo la falsedad de tus gestos y tu difusa belleza. Concretamente ante el visionado de la foto de mi orla de licenciatura, por ejemplo, mi amiga Patricia me preguntó inocentemente que si no me habían dado a elegir entre varias. ¡Toma puñalada! Ciertamente sí lo hicieron, concretamente entre cinco. ¡Imaginen mi careto en las otras cuatro!

Almasy©



Fito y Fitipaldis: "Feo"


viernes, 14 de diciembre de 2007

11. El mi pueblín




Supongo que no somos ni más ni menos santos que en otros pueblos. Huelga decir que no tenemos mar y entiendo que los habrá monárquicos y republicanos. El caso es que nos hacemos llamar naturales de Santa Marina del Rey, provincia de León. ¿Quieren descubrirla a través de los sentidos? Pasen y vean:

LA VISTA

Embocando una vasta lengua de asfalto uno se llega a Santa Marina del Rey. La línea de salida, o de meta, según avance el caminante, viene marcada por una frontera natural: el río Órbigo, antaño cosido de esas truchas burlonas que ríen la torpeza de todos los pescadores que se jactan de la grandeza de sus capturas.
Inmediatamente numerosos chopos señoriales, cual lanzas velazqueñas, vigilan el cauce del río al tiempo que abren paso a la civilización.

EL OLFATO

Santa Marina olía a “moñica” de vaca; pero ya no huele. Pudiera parecer repugnante, pero al menos olía a algo y sobre todo sabías que llegabas allí. Ahora las cosas ni saben, ni huelen, ni suenan a prácticamente nada en casi ninguna parte.
En invierno huele también a matanza, a chichas, a humero, a orujo celebrando la grandeza que supone el comer. Y en verano se confunden con el aire los efluvios de los ajos dispuestos mañosamente en ristras para conmemorar una feria que todos los 18 de julio reúne a propios y extraños.

EL OÍDO

En el pueblo suena sobre todo la seca algarabía de sus gentes cotillas, esas a las que apenas se conoce si no es por el mote. Solo se libran curas, maestros y médicos, que siguen ostentando el título de Don. No importa quién esté, pues la distinción se hereda.
Repiquetean a su vez diariamente las campanas de la iglesia, que lo mismo conmemoran actos religiosos que despiertan a esos perezosos a los que todavía se les pegaron las sábanas.
No era tampoco extraño que te recibiera Pedro Pipas, nuestro Groucho particular, al son de sus rancheras cantadas desde una carreta que destilaba ebriedad vinatera y felicidad sincera.

EL TACTO

En Santa Marina las cosas se arreglan a voces o a hostias, como Dios manda, y después de la tempestad, las Polas lo mismo te colocaban una muñeca que te aparataban un tobillo. Desde que faltan ellas nos toca ir al ambulatorio, como a todos.
No nos besamos ni nos abrazamos mucho entre nosotros, somos paisanos del Norte, pero cuando lo hacemos créanme que son besos y abrazos de verdad.

EL GUSTO

El pueblo sabe a embutido y a vino barato con gaseosa. Los vasos de leche con galletas antes de dormir encuentran sustituto en un “cacho pan” con chorizo. Sabe también a agua del caño, a hogaza, a guisos en tartera “perigüela”, a sopas de ajo, a patatas viudas y a garbanzos. ¡Qué quieren que les diga!, hace frío y no entendemos de dieta mediterránea.

En Santa Marina no nos duele nada, nos “manca”; “marchamos” en lugar de irnos; las cosas no las hacemos ahora, sino “luego” y no concebimos solucionarlas despacio, sino “a modín”. Jamás se nos ocurriría coger un autobús teniendo el “coche de línea” y siempre nos escucharán presumir de que en “pendón, truchas y pan de harina, no hay como Santa Marina”.

Almasy©



Joan Manuel Serrat: "Mediterráneo"


domingo, 9 de diciembre de 2007

10. Mundo Viejuno



Amig@s me siento viejo. En fin, no seamos deterministas, me siento mayor. Y numerosos acontecimientos así lo atestiguan. ¿Me permitís que os vomite algunos encima? Esto es lo bueno que tiene internet y las distancias, que aunque me estéis diciendo que no me lo permitís, yo ni sé ni entiendo y procedo al relato que aquí me ocupa. Lo dicho, ya no soy el que era: ese joven vivaracho y a la última que se apuntaba a un bombardeo. Para muestra una ristra de botones:

     1. Encontrábame yo en la casquería de mi mercado favorito la semana pasada dispuesto a hacer acopio de vísceras varias, cuando de repente veo aproximarse hacia mí una chica espectacular. Unos 20 años, mulata, bien vestida hasta decir basta, con clase, glamourosa. Vamos, una diosa de ébano. Era evidente que venía a decirme algo. ¡Necesitaba de mí fijo! Yo me recoloco, me hago el interesante y superviso mentalmente mi zurrón de frases seductoras esperando el gran momento del encuentro. La muchacha articula entonces sus carnosos labios y me espeta:

-Señor, ¿es usted el último?

La vi hasta fea entonces oye. ¿Señor yo? ¿Almasy? Me sonó a caballero, a paraguas de cacha, a gabardina color caqui, a guantes de piel, a viejuno, que decimos los fans chanantes.

     2. Otra certeza del paso del tiempo es que ya hago gracias que solo entienden los mayores de 30 años. Por ejemplo, ante la evidencia de algo es bastante común recurrir a la famosa sentencia de “Blanco y en botella, leche”. Lo cierto es que haciendo gala de mi inagotable originalidad, feo está que yo me piropeé tanto, reconvertí hace tiempo esa frase por un “Blanco y en botella, Calcio 20”. ¿Veis cómo no miento? Ante la lectura de esta mi ocurrencia habrán acontecido dos posibles reacciones:

-Los mayores de 30 seguro que han esbozado una ligera sonrisa y se han confirmado mentalmente algo así como: “Calcio 20, no tomé yo ni nada de pequeño. Jartito me tenía mi madre a cucharadas soperas”.

-Los menores de 30, salvo estudiosos de la Transición y sus hábitos alimentario-vitamínicos, simplemente habrán puesto cara de póquer y necesitarán de un padre, un abuelo o de la World Wide Web si quieren coger el chiste. “Ni puta gracia”, habrán sugerido incluso los más críticos.

Por este y otros motivos que no vienen al caso me veo en la obligación de actualizar la chanza, la mojiganga, la chusca, la chilindrina, la befa (tremenda herramienta la opción sinónimos del Word ¿verdad?). Debo idear gracias atemporales que puedan pasar a la posteridad conservando un tono jocoso que active la sonrisa de todas las edades. ¿Qué tal un “Blanco y en botella, esperma”?

     3. Finalmente me referiré a una última muestra palmaria del devenir de los años: empiezo a contar batallitas de esas en las que siempre fanfarroneas multiplicando el pasado por dos o por tres respecto a la realidad actual:

-¿Frío esto? Vosotros no sabéis lo que es el frío hombre. ¡A menos 20 grados he estado yo con chaquetilla vaquera!

-¿Que llueve mucho? Hasta las rodillas me llegaba a mí el agua algunos días de escuela y salíamos al recreo.

-¿Cansado? 3 partidos me jugaba yo a tu edad.

-¿Mareado con 4 cañas? Hasta 20 me he tomado yo y sin dar positivo en un control de alcoholemia.

¿Veis como sí es preocupante amig@s? Necesito de vuestro consuelo, de vuestra comprensión, de vuestro aliento. Necesito que me recordéis que estoy a tope, como el primer día, que no he pasado todavía la ITV; pero sobre todo necesito que nadie vuelva a llamarme señor nunca más. ¿Acaso es mucho pedir?

Almasy©




PIERO: "Mi viejo"



viernes, 30 de noviembre de 2007

9. Todo sobre su madre



     Corría un viernes cualquiera, de un mes que no viene al caso, de un año que recordar no hubiese querido. Diego se acababa de despertar de la siesta vespertina, todavía absorto en sus sueños adolescentes. Reaccionó con un buen chorro de agua fría y se dispuso a realizar los preparativos correspondientes para salir de fiesta con la cuadrilla. Se atavió con sus mejores galas y atusó su pelo con un enorme puñado de gomina barata. Todo estaba casi listo para marcharse cuando sonó el teléfono. Maldita la hora. Rápidamente reconoció la voz de su tía Carmen, no hicieron falta presentaciones inútiles:

-Oye mira, que he ido a hacerle una visita a tu madre y me la he encontrado muerta. Avisa a tu padre cuando vuelva del trabajo – le espetó sin más la que era hermana de la ya cadáver y tía de Diego.

     Colgó el teléfono con suavidad y no reaccionó a la noticia con prontitud. Al cabo de 5 minutos se obligó a evocar la figura de su madre. La verdad, pensó, que no le tenía demasiada simpatía. Para ser sinceros confirmó que sus sentimientos hacia ella siempre estuvieron cercanos a la indiferencia, algo más terrible que el odio, según dicen las malas lenguas. Recordó sus excesos alcohólicos, el abandono permanente al que le había sometido, las mentiras, las continuas infidelidades a su padre, los golpes que con asiduidad le propinaba tras sus excursiones nocturnas; no obstante, ni siquiera por todas esas traiciones maternas sentía una especial antipatía hacia su figura.
     Sus encuentros tras la retirada de la tutela habían sido siempre fugaces, unos días en verano y algunos fines de semana en el centro de desintoxicación en el que había estado ingresada. Además, todos ellos forzados por su padre, quien se empeñaba en recordarle el tan manido “hijo, sea como fuere, es tu madre y no puedes obviar ese detalle”. Sin embargo, para Diego esas visitas no hacían sino confirmar que su progenitora era simplemente un lastre consanguíneo.
     Mientras dilucidaba mentalmente la mejor forma de dar la buena nueva a su padre repasó un pequeño álbum de fotos en el que apenas conservaba media docena de fotos de ella. Desenterró los momentos más importantes de su vida y confirmó que esa que se decía su madre había faltado en todos ellos. Vino por ejemplo a su memoria el día de su primera comunión. Por supuesto ella no acudió, pero cuando se reencontraron y se lo hizo saber le dio la despreciable cantidad de 50 pesetas como propina. “A diez miserables duros el sacramento”, pensó Diego, y eso a una edad en la que evalúas a tus parientes por las gratificaciones que te dan lo consideró imperdonable. “Buena mierda me das”, llegó a decirle sin rubor al tiempo que confirmando que un niño de nueve años, amén de inocente, ingenuo, indefenso, imberbe y todo lo que ustedes quieran es, ante todo, un pedacito de capitalismo viviente e insultantemente atrevido.
     Después de rememorar brevemente su infeliz trato con ella se puso en la tesitura de si salir de fiesta o guardar el luto que no sentía e intentar sumirse en un llanto que sabía que no iba a fluir por mucho que lo intentara. Estaba exactamente igual que antes de que sonara el teléfono, solo tenía un fragmento de información más que no acababa de procesar; pero sus esquemas anímicos seguían intactos. Decidió finalmente que no se iba a estropear el viernes ni tan siquiera porque su madre se hubiera ido para siempre. Se hizo con lápiz y papel y dejó constancia de la noticia a su padre con una nota. Fue escueto, directo y frío, como el frigorífico en el que la colocó: “Ha llamado tía Carmen para decir que ha encontrado muerta a tu exmujer”. Cogió algo de dinero y se fue sin remordimiento alguno a disfrutar del comienzo de su ansiado fin de semana.
     La verdad es que no fue una noche memorable, una más en la que practicó los dos deportes favoritos del adolescente tipo: malemborracharse e intentar flirtear sin éxito. Durante el tiempo que pasó en los bares no pensó demasiado en lo ocurrido, simplemente se le dispararon algunos flashes que le recordaban que no volvería a verla. Lo peor llegó cuando regresó a casa y empezó a sentirse como una especie de cabrón insensible que no solo no se apenaba por el fallecimiento de su madre, sino que parecía haber estado celebrándolo saliendo de copas.
     Tenía la cabeza un poco aturdida por el alcohol, pero no quería irse a la cama todavía, así que se sentó en el sofá y puso un rato la televisión para acabar de atontarse del todo. Meditó entonces nuevamente sobre su relación con ella. Mejor dicho, sobre su no relación. Lo cierto es que notó cómo le recorría el cuerpo y el alma una especie de envidia asquerosamente intensa hacia todos los parientes o amigos que conocía y que sabía que se llevaban bien con sus madres. Sus pensamientos volvieron a remontarse hasta los albores de su existencia y continuó sin aflorar en su mente imagen alguna en la que compartieran algo juntos. Supo entonces que conocía mejor a Pepa, la mujer a la que le compraba el pan los días lectivos, que a su propia madre. Ciertamente tampoco él había hecho mucho por conocerla, ni siquiera aquella temporada en que parecía rehabilitada; pero seguramente ella debió haber dado el primer paso. Su conciencia estaba tranquila en ese sentido. “Tengo 16 años joder, no soy yo el adulto”. Se consoló.
     Poco antes de acostarse derramó un par de lágrimas. Era un llanto de dolor. Dolor porque no había sentido dolor. Y lo que era aún peor, seguía sin sentirlo. “Descanse en paz madre”. Fue su última consigna antes de caer derrotado por el sueño y la embriaguez.



JOAQUÍN SABINA: "Princesa"


viernes, 23 de noviembre de 2007

8. De compras con “Mon Amour”

     

     Como todo retoño engendrado en una sociedad de signo marcadamente consumista, el ir de compras era una actividad común en mi existencia y en la que frecuentemente había sido asesorado por dos mujeres. Primeramente por mi madre y en segundo término por “Mon Amour”, mi compañera de fatigas. Bien es cierto que en algunas ocasiones me había emancipado de ambas dos y acudido en solitario a las tiendas; pero esto era demasiado aburrido. A mí me iba la marcha y por este motivo me gustaba ir acompañado fundamentalmente por “Mon Amour”, que convertía todo acontecimiento aparentemente cotidiano en una experiencia única.
     Salíamos así dispuestos a adquirir unas prendillas con las que complementar mi ya de por sí imponente figura. Yo simplemente quería una camisa, jersey y pantalón. Vamos, una muda. Y quería que fuese rápido, sin dolor, entrar, comprar y salir. Veni, vidi, vici, como Julio César. No obstante, el acto de compra-venta solía discurrir por senderos más tortuosos y nada más avistar la tienda sonaban ya tambores de guerra. La primera batalla la librábamos en los escaparates, que “Mon Amour” contemplaba como si se trataran de obras de arte expuestas para los transeúntes. “El Corte Inglés” se convertía así por momentos en el Louvre, “Zara” en el Prado... Yo por mi parte, tan solo veía cristal con ropa detrás, pero “Mon Amour” diferenciaba a bote pronto dos términos curiosos: “Es ropa de temporada” o “Son segundas rebajas”. Este comienzo empezaba ya a desestructurar mi mente. “¿Ropa de temporada?” Me preguntaba. “Eso debe ser como pedir fruta del tiempo, ¿no?” Me respondía a mí mismo. “¿Segundas rebajas?” Me cuestionaba. “Vamos, que la primera vez no se lo llevó ni Dios y ahora insisten en una segunda vuelta para ver si se lo colocan a algún inepto como yo”. Concluía.
     Después de que “Mon Amour” analizara sistemáticamente cada prenda expuesta, cruzábamos el umbral de la tienda, aproximadamente 1 hora después de habernos parado delante de su puerta, y con los primeros signos de incipiente barba creciendo ya en mis mejillas tras la larga espera. En ese preciso momento de la entrada a mí me invadían dos impulsos antagónicos: o bien huir o bien liberar mis impulsos consumistas cual niño glotón que quiere empacharse de trapos. Cogía entonces a dos manos pantalones, camisas, jerseys, chalecos, cazadoras y me lanzaba como un poseso hacia el probador. “Mon Amour” me seguía y comenzaba a analizar aquello que yo portaba. “¡Uy, qué bonito es este jersey malva!” Señalaba. “¿Malva? ¿Eso qué e´ lo que e´? Morao, ¿no?” Preguntaba yo en jiennense. “No, malva”. Insistía ella provocando que yo me retorciera ante los escalofríos que me provocaba pensar en muertos y en cría de malvas. “Anda, y al final te decantaste por el pantalón verde pistacho”. Indicaba a continuación. “¿Verde pistacho? Eso no existe, cari”. Le intentaba corregir yo. “¡Cómo que no! ¡Anda hijo, que eres daltónico!” Solía contestarme. “En fin, si tú lo dices. A ver, pásame la camisa amarrillo kiko y ese otro pantalón gris pipa”. Requería yo siguiendo su moda lingüística del fruto seco. “¡Pero qué dices! ¡No tienes ni idea de colores!” Se enfadaba. “¡Cómo que no! ¡Está claro que hay únicamente once colores: rojo, verde, amarillo, azul, naranja, morao, rosa, marrón, blanco, negro y gris. Y todo lo demás es oscuro o claro, pálido o fosforito, mi amor!” Pretendía aclarar yo. “¡Pues no, paleto! A ver, ¿de qué color es esta camisa?”, continuaba el interrogatorio y se sucedían otras muchas preguntas y respuestas del estilo:

- Marrón claro
- No, es camel
- ¿Y este chaleco?
- Rojo puta
- No, es magenta
- ¿Y aquella corbata?
- Amarilla pálida
- ¡No, no y no! ¡Es mostaza!


     Tras las aclaraciones de color llegaban las de tejidos. Yo creo que únicamente distinguía hasta que nos conocimos, la lana, la pana y el vaquero. Sin embargo, “Mon Amour” me hablaba del poliéster, del lino, del algodón mezclado con poliamida, del canalé, de la limpieza en seco, de los lavados a 20 grados, y yo, atónito, me preguntaba si habíamos ido de compras o a construir una fábrica textil con energía nuclear. Todo aquello me sonaba a la cría del berberecho salvaje en Wisconsin. Yo pensaba que había ido por un par de simples trapitos y descubría ante mis pupilas un universo de colores y materiales.
     Nos centrábamos finalmente en el probado mismo de las prendas. “¿Qué tal estos pantalones, cielo?” Le preguntaba con asiduidad. “Te quedan justos de tiro”. Me soltaba tan pancha. Yo, perplejo, analizaba fríamente la respuesta para acabar concluyendo “¡Ah, sí, que me marcan mucho el paquete!, tráeme una talla más porfi”.
     La decisión final sobre el atuendo que adquirir no era sencilla, ya que yo era más bien tirando a fashion (hortera según “Mon Amour”) y ella más bien pijita (conjuntada según “Mon Amour”), así que teníamos discusiones cuando ella pretendía que me llevara el típico uniforme de chico Empresariales con casa en la sierra, dientes perfectos (complicado en mi caso), caballo para montar los fines de semana de nombre Doroteo y que siempre huelen asquerosamente bien. Tras una serie de tiras y aflojas, salía por fin orgulloso con un par de nuevas adquisiciones de vestuario y, de camino a la caja para pagar, “Mon Amour” me descubría otras muchas prendas de vestir. Me enteraba así de que las chaquetas de vestir también se llamaban “bleisers” o “americanas” independientemente de si estaban hechas en Estados Unidos o en Logroño; que había abrigos de “paño”; camisetas para llevar tope prietas que se denominaban “entalladas”; jerseys de “cuello caja”; chupas de aparente cuero molón que no eran sino cazadoras de “ante” y, por encima de todo, que los calzones cortos o gallumbos eran “slips” y los largos “boxers”.
     Ante este cúmulo de datos que adquiría, cuando llegaba la hora del pago no era extraño que el dependiente de turno, en lugar de devolverme el ticket de compra, me hiciera solemne entrega de un diploma acreditativo de mi participación en el “Máster en Corte y Confección” que la dulce “Mon Amour” acababa de impartirme.

Almasy©




RADIO FUTURA: "Enamorado de la moda juvenil"


viernes, 16 de noviembre de 2007

7. "Decálogo de desmentidos razonables"

1. Las apariencias engañan; pero no mucho.
2. Todos somos iguales ante la ley; si bien la ley no es igual ante todos.
3. Hablando se entiende la gente; siempre que se hable el mismo idioma.
4. El racismo y la xenofobia se superan leyendo y viajando; dependiendo en cualquier caso de lo que leas y a donde viajes.
5. Es una niña bien maja; eso es que es fea.
6. Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario; aunque mi abuelo siempre que te veía torcerte, primero te daba una chuleta y luego preguntaba por si acaso.
7. La vida son cuatro días; y teniendo en cuenta que dos tercios te los pasas durmiendo ¡menuda mierda de vida!
8. La belleza está en el interior; de hecho ¡tienes un hígado y unos riñones preciosos!
9. El tamaño no importa; excepto cuando importa.
10. El dinero no da la felicidad; no obstante, me arriesgaré a ser rico.

Almasy© (Dedicado a Groucho Marx y a Ramón Gómez de la Serna)


-Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente. Groucho Marx


-Era tan moral que perseguía las conjunciones copulativas. Ramón Gómez de la Serna




MANO NEGRA: "Mala vida"


domingo, 11 de noviembre de 2007

6. "Matrix"

34.568.914-X se despertó ante el insistente estruendo de su despertador. Lo maldijo como cada día y se levantó. Tras la meadita de rigor, encaminó sus pasos hacia la cocina, donde degustó un bollo con fecha de caducidad desconocida y malbebió un café recalentado de varias semanas. Raudo, se enfundó en el traje de la empresa y ajustó el nudo de su corbata. Al jefe le gustaba que estuviera bien apretado. Se dirigió al garaje y salió a la M-90. Los mismos ruidos de todas las mañanas, los mismos atascos en los mismos sitios, los mismos semáforos en verde y en rojo. Al cabo de 1 hora y 53 minutos alcanzó su puesto de trabajo. “Estupendo”, se dijo, “aún me sobran 7 minutos para tomar un café decente y un donut en el bar de la esquina”. Pasados esos 420 segundos entró finalmente en la oficina, donde el movimiento era ya abrumador. Observó los rostros de sus compañeros, muchos de ellos delante de una pantalla de ordenador que parecía tenerlos hipnotizados. Cuadraban balances, elaboraban presupuestos, calculaban riesgos, evaluaban pérdidas. En fin, trabajos serios y necesarios para la sociedad. Él mismo se enfrascó en su quehacer diario, que consistía en revisar lo que otros habían hecho. La empresa básicamente se dividía en dos grandes grupos: productores y revisores de los productores. En alguna ocasión se había preguntado quién coño revisaba a los revisores, pero pronto se le pasaba esa detestable tendencia a pensar que le sobrevenía de vez en cuando. Estaba así escrito y así era como debía ser. “No tiene sentido protestarle al árbitro cuando ya te ha expulsado”, se decía para autoconvencerse. Al cabo de 9 horas, con una para comer, 914-X, que era como le llamaban sus allegados, apagó la luz de su habitáculo y salió a la calle. Aflojó el nudo de su corbata, había permanecido ajustado exactamente 660 minutos. “¿Acaso esto es vida?”, pensó por un instante; pero inmediatamente corrigió su atrevimiento y volvió a repetirse: “está así escrito y así es como debe ser”.


Almasy©








RADIOHEAD: "Street Spirit (fade out)"


miércoles, 31 de octubre de 2007

5. "¿Cómo no amarte?"

¿Cómo no amarte…?

Cómo no amarte si a diario me regalas sonrisas y me enmudeces a besos;

Cómo no amarte si te deslizas en mis sueños y justificas mis despertares;

Cómo no amarte si arrumbas mis desatinos y multiplicas mis virtudes;

Cómo no amarte si desatas mis alegrías y confinas mis penas;

Cómo no amarte si es aliento lo que me das y zozobra lo que me quitas;

Cómo no amarte si solo amándote siento que soy capaz de amar.

¿Cómo no amarte entonces?

Almasy©




"Si el hombre pudiera decir"

Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

Luis Cernuda Los placeres prohibidos



PASIÓN VEGA: "Lucía" (de J. M. Serrat)


viernes, 26 de octubre de 2007

4. "Tribulaciones de peluquería"

     Mis miedos al peluquero puede que tuvieran su origen ya en mi más tierna infancia, cuando un hito marcó mis cabellos durante una temporada, al menos durante ocho días, porque como todos saben “burro bien o mal esquilado, a los ocho días igualado”. Dicho primer episodio traumático lo viví de manos de mi tía Lucinda, que un buen día (lo de bueno hasta que ella empuñó las tijeras), decidió practicar el noble arte de la esquila con mis cuidados bucles rubios, dignos de un semental escandinavo. Se aburría, o le había visitado una difícil y dolorosa menstruación, o tal vez tenía una tarde artística. El caso es que mi queridísima tía (no tan querida desde entonces, por cierto) sugirió cortarme el pelo “para que me ahorrara unos durillos”. Así, agarró el instrumental podador y se inició con decisión al desarrollo de su “obra”. Desafortunadamente, no contaba yo con un espejo a mano que me fuera reflejando el devenir del proceso y por ende el desenlace fue fatal. Cuando dijo haber terminado, la cantidad de pelo que poblaba mi sesera era ciertamente irregular, por utilizar un eufemismo. “Un poco más largo por delante y más cortito por los lados” fueron mis indicaciones; no obstante, “cara de loco” era lo más amable que se me podía llamar en aquel momento, observando la enorme montera de pelo rubia en la parte delantera de mi cabeza y el “rapunceo” de los laterales, como si hubieran sido las fauces de las Siete Pirañas del Apocalipsis las que me hubiesen rasurado.
     Desde aquel episodio fatídico en mi historia capilar, mi aversión a toda relación con el mundo de la peluquería sería una constante en mi adolescencia. Recuerdo así todas las reticencias y objeciones que le ponía a mi madre cuando esta me instaba a acudir a mi cita con Loli, la peluquera oficial del barrio. Loli era una mujer entrada en años, rubia de botes, ya que con uno solo hubiera sido imposible alcanzar aquel amarillo canario que portaba en la testa, y que, además, desprendía un agudísimo tufo a laca barata. Vamos, una joya la tal Loli. Su casa hacía las veces de hogar y peluquería al unísono, así que era frecuente encontrarla en albornoz o en bata de poliéster taiwanés llena de cotones. Nos hacía pasar a su “maravilloso salón de trabajo”, como ella lo llamaba, que consistía básicamente en una silla harto incómoda, espejito mágico, un secador encineracabellos, unas tijeras y un par de peines que parecían de regalo en alguna promoción de jabones de mano. Nos sentaba y comenzaba entonces a rajar como una desesperada. Eran verdaderas terapias las que nos daba la querida Loli, hasta el punto que mi hermano y yo, ante nuestra capacidad de aguante, nos llegamos a plantear la posibilidad de meternos a curas o a psicólogos, según nos decantáramos por la vía religiosa o laica. Pero lo peor de todo era “su toque final”, que consistía en rociarnos de gomina y achulaparnos el pelo para atrás siguiendo su canon de belleza Espinete. Era entonces cuando no veías el momento de salir de allí y revolverte el pelo para quitarte el look Borja Mari que te plantaba la Loli, y ya en casa, corrías raudo a lavarte el cráneo con el fin de sacarte el fijador, seguramente corrosivo e inflamable, que la hortera profesional del cabello había utilizado para rematar su criatura.
     Eran, como observáis, terribles los momentos vividos en mi relación pelo-corazón-tijeras, plagados de manifestaciones trágicas que no tenían solución alguna, ya que la cita se podía posponer, pero nunca eludir, puesto que tu padre siempre te recordaba la hora de acabar con “tus asquerosas greñas”. Y lo cierto es que en mi caso no se podía hablar de greñas, sino más bien de melena leonina. Sí, sí, tal como suena y como pude comprobar en aquella ocasión en que me decidí con enorme voluntad a dejarme crecer el pelo hasta que me “molestase para descomer”, en palabras de algunos de mi aldea. El lado más salvaje de la naturaleza hizo entonces su aparición en mí, pudiendo entonces constatar que yo no descendía del mono, craso error amigo Darwin, sino de Simba, el rey de la jungla, primo segundo por parte de madre del león de la Metro. Fueron muchos los que entonces me preguntaban con regularidad, a la vista del volumen que iba adquiriendo mi cabeza, que si acaso tenía yo parientes afroamericanos o que si era el doble rubiales de Michael Jackson en alguna película durante su época en los Jackson Five. Al final, opté por acabar con la ilusión de alcanzar un look-pelo largo al más puro estilo Légolas en el Señor de los Anillos, y no tanto por las sugerencias de la gente, sino porque básicamente ya empezaba a pegarme contra los techos debido a la magnitud que la bestia capilar había alcanzado.

Almasy©









BEE GEES: Stayin´ alive


miércoles, 17 de octubre de 2007

3. "Cuento de los odiados odiantes violentos"

     Jadeaban todavía después de asestarse los últimos golpes. El ambiente rezumaba un pastoso olor a odio irracional y sus cuerpos aún desprendían sangre, sudor y lágrimas cuando las fuerzas de seguridad los detuvieron. Fueron conducidos ante el “Juez de los Casos Probablemente Perdidos” y este los interrogó a un tiempo:

-¿De qué región provienen ustedes?

-De la comarca de los “Seres Supuestamente Humanos”.

-¿Se odian?

-Sí.

-¿Deseaban causarse daño?

-Sí.

-¿No aceptan sus diferencias?

-No.

-¿Tienen intención de proseguir la reyerta en el futuro?

-Sí.

     Ambos se desvanecieron entonces en el acto y cuando despertaron yacían desnudos y esposados en el temido “Desierto de las Almas Equivocadas”. Su condena: vagar conjuntamente hasta encontrar la única salida que conducía al “Oasis de los Entes Acertados”.

Almasy©





"Ojo por ojo y el mundo se quedará ciego."

Mahatma Gandhi




BSO LA NARANJA MECÁNICA: "Novena Sinfonía de Beethoven"


jueves, 11 de octubre de 2007

2. "Miscelánea"

“Paradojas del sistema que me aturden”


1. ¿Quién gobierna al gobernador? Se dice el gobernado.

2. ¿Quién recauda al recaudador? Se plantea el recaudado.

3. ¿Quién vigila al vigilante? Se pregunta el vigilado.

4. ¿Quién confiesa al confesor? Se cuestiona el confesado.

5. ¿Quién hostiga al hostigador? Se lamenta el hostigado.

6. ¿Quién castiga al castigador? Se duele el castigado.

Almasy©




“El qué dirán”



Me han dicho que vas diciendo que digo que no dices lo que dijiste que dirías.

Almasy©

"Vida"

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.

José Hierro Cuaderno de Nueva York




JOAQUÍN SABINA: "Nos sobran los motivos"


viernes, 5 de octubre de 2007

1. Intro: “Declaración de Intenciones”



El presente blog nace persiguiendo tres quimeras:

  1. Paliar el adocenamiento que nos invade cuando cesamos de cuestionarnos los porqués y simplemente nos dejamos llevar.
  2. Remedar sin modestia alguna a los eximios rapsodas del pasado, convirtiéndome por unos instantes en el frustrado literato que siempre quise ser.
  3. Ocupar una mente, la mía en este caso, que se resiste a cejar de maquinar cuando el cuerpo ya dijo ¡basta!
  • Su título, “Espiral de historias” rememora dos de mis pasiones: por un lado la “espiral”, un símbolo tal vez celta que podría dotar de sentido a nuestra existencia; por otro las “historias”, esos relatos que hablan de lo que fue, es y será.

  • Mi seudónimo, “Almasy”, no es sino un sincero homenaje a “El paciente inglés”, filme cuyo visionado siempre me convulsiona en el mejor de los sentidos.
  • Se trata, como pueden observar, de un blog audio-visual-literario con pretensiones de ampliarse siempre que la suerte y los ánimos acompañen. El que suscribe aporta la imagen, publica escritos de su cosecha propia y/o reproduce citas célebres y no tan célebres. Mi hermano el melómano colabora en la selección del tema musical con exquisito gusto. ¡Pasen y vean!

Almasy©



MACACO: "Mama Tierra"