jueves, 27 de enero de 2011

145. En el teatro

Suelo ir al teatro todo lo que mi paternidad y convenio regulador del matrimonio me permiten. De lo último que he visto antes de Navidades destacaría Piedras en los bolsillos por su ambiciosa puesta en escena. Con dos únicos actores ventilándose todos los papeles sin abandonar un instante las tablas, lo cual me impresionó sobremanera. Y eso que iba resuelto para no encandilarme, pues parece que tengo especiales reticencias hacia los espectáculos protagonizados por estrellas de la televisión y/o el cine. Prejuicios, creo que se llaman. En este caso para con Fernando Tejero. Pero no aterrizo hoy con intención de hablarles de actores y sus quehaceres, sino de público, en este caso el que me encontré aquel día, que a buen seguro no diferirá en modo alguno del de otras jornadas.

La cosa empezó torcida porque nada más ingresar en el teatro una ola de calor sobrenatural te azotaba con violencia. Me entraron ganas de sugerir en taquilla que con la entrada facilitaran a los espectadores un tanga repintón, chanclas de piscina y para los más pudorosos, no es mi caso, una batita de lino blanco o en su defecto de guatiné, que a buen seguro será más económica. Agradecí, eso sí, que los acomodadores ya no acomoden, sino que simplemente pululen por ahí para orientar a los zotes incapaces de localizar un número de fila y de butaca. A estos sujetos andantes no identificados les preguntaría si se ven capaces de entender una obra de teatro, pues tengo mis dudas. Aunque bien es cierto que nunca llueve a gusto de todos y no me equivoco si aventuro que algún romántico echará de menos la linternita, la pepla de las propinas y el hormigueo de mandarle a alguien que te localice el asiento en el que ubicar tu ojete; pero tampoco es mi caso.

Encontré mi lugar sin complicaciones y me inicié en la tarea de echarle un vistazo al programa de mano. Nunca lo hago en profundidad, no sea me adelante algún entresijo que prefiero descubrir en la propia obra. Como de costumbre, cuando ya estás ubicado llega el latoso de turno instándote a que te levantes para dejarlo pasar. Esta operación se complica a más no poder en invierno, cuando amén de tu cuerpo cargas con abrigo, gorro, bufanda, guantes y mariconera. Aquel día me incomodó un cuarteto no precisamente de cuerda liderado por un tipo orondo, entrado en carnes. Lo que viene siendo un gordo de toda la vida. “¡Mi nieto solo está fuerte, grueso!”, me hubiese corregido su abuela. Para más inri, el muy fanegas ocupó el asiento contiguo al mío y la primera batalla se libró por ganar el reposabrazos que divide tu propiedad de la del vecino, de la cual resulté victorioso. No obstante, el tipo se vengó con creces, pues solo tuvo que abrirse de patas para reducirme a la mínima expresión. Menos mal que iba aseado, porque si la apertura de piernas hubiese ido acompañada de gaseamiento genital no hubiera resistido los 90 minutos del evento.

Me soliviantó también la dificultad para la escucha en ciertos pasajes. En algunos casos motivada por los actores, algunos de los cuales nunca aprendieron el significado del término “proyección”, en otras, por la arquitectura del edificio, que pareciera haberse guiado por criterios como: “el que pague entrada cara, que escuche, y el resto a mamarla” y finalmente por la torpeza y falta de educación de un respetable que en ocasiones no hay Dios que lo respete. El tipo a mi vera, verbigracia, comentando con desdoro la jugada de cada personaje y haciendo ruiditos de desaprobación a cada instante. “¡Valiente petardo!, ¿no te entrará un apretón que te haga correr presto a anidar en la taza del WC lo que resta de espectáculo?”, me tentó espetarle. Luego están los momentos toses y caramelos, otrora patrimonio de los paisanos talluditos aquejados de enfisema; pero ahora se ha sumado hasta el apuntador. Las toses a coro, contagiosas, pues empieza uno y se anima el personal en matemático efecto dominó y los caramelos enfundados en un papel harto ruidoso. Menos mal que a nivel condumio la cosa en el teatro todavía parece quedarse en los citados caramelos y algún traguito de agua, porque lo que es en el cine el asunto se ha ido de las manos. De hecho, ya no sorprende a nadie ver ingresar en la sala tipos con un bidón de coca-cola, un contenedor industrial de palomitas y una bandeja de suculentos, pringosos y crujientes nachos con queso que ejercerán de banda sonora complementaria al filme.

En circunstancias en las que el calor aprieta también suele aflorar el abanico, complemento reservado a señoras con sofocos y fans de “Locomía” que da bastante té cuando de atender un espectáculo se trata.

Para el final me he dejado lo mejor. O lo peor, según se mire. Los tontos de los teléfonos móviles, que curiosamente no suelen ser jóvenes, pues para estos el aparato en cuestión es una prolongación de su cuerpo que jamás descuidan, sino que se trata de poco avezados adultos para los que el móvil fue un descubrimiento del calibre de las Américas. Grosso modo los hay de dos tipos: al que le suena la melodía por tiempo indefinido y no acaba de atinar a apagarlo y el que directamente lo coge y mantiene una conversación a grito tendido con su interlocutor. Sobre todo a estos últimos, como dicen en la Argentina, por el orto les metía yo el celular.

Almasy©

La Lupe: "Puro teatro"

jueves, 20 de enero de 2011

144. Hubo un tiempo en el que...


Cuentan que hubo un tiempo en el que dar la palabra de honor y estrecharse las manos tenían valor e iban a misa, sin necesidad de burocracias, jueces, notarios y leguleyos que dieran fe y certificasen los contratos.

En el que no necesitábamos el móvil para reunirnos, porque se quedaba donde siempre a la hora de siempre y si llegabas tarde sabías dónde encontrar a tu gente. En el que las lágrimas y los perfumes emborronaban las cartas hoy sustituidas por los correos electrónicos. Esas cartas que descubríamos en nuestros buzones al regreso de la faena y leíamos y custodiábamos con fruición. Un tiempo en el que empuñábamos con facilidad una pluma y nos arrancábamos con el apunte de turno en una añeja agenda hoy reconvertida en digital. En la que todos los caracteres son perfectos e iguales. En donde no se distingue al pesimista que baja el trazo del optimista que lo sube. Donde no hay rúbricas que dejen en el aire un soplo de tinta fresca que corra el riesgo de convertirse en borrón si no procedes con cautela.

Parece ser que hubo un tiempo en el que las cuentas se echaban en un cacho de cartón porque no existían las calculadoras y porque sabíamos sumar, restar, multiplicar y dividir, aunque fuese echando mano de los dedos. Les confieso que a mí ya me cuesta dividir y de raíces cuadradas mejor ni hablamos.

Dicen los ancianos del lugar que hubo un tiempo en el que los caballeros portaban sombrero y se descubrían al pasar frente a una dama. De igual modo que le abrían la puerta del coche, le acomodaban la silla antes de almorzar, le prendían el cigarrillo y la acompañaban a casa tras el beso en lo oscuro sin que se les tachara de contumaces machistas.

Casi no tuve oportunidad de vivirlo, pero parece que hubo un tiempo en el que las cosas se llamaban por su nombre, en el que el “sí” significaba “afirmativo” y el “no”, “negativo”, en el que a las “guerras” se les llamaba “guerras” y no “misiones armadas de paz” y a los muertos “cadáveres” y no “desafortunados daños colaterales”. En el que titulares como “un presunto caso más de violencia de género, doméstica y machista” se explicaban con un “esposo mata a esposa en casa”. En el que a los “blancos” se les llamaba “blancos” y a los “negros”, “negros”, y no torpezas del calibre de “morenos” o “de color”. ¿De qué color? Negro. Pues eso. En el que se estudiaban con denuedo el latín y el griego y eso permitía no patear alegremente nuestro idioma y conocerlo de una manera exhaustiva. Ahora estos se han visto reducidos a la categoría de lenguas muertas y así nos va. Para más inri nuestra querida Doña RAE, esa que debería limpiar, fijar y dar esplendor, ahora se ha amariconado y casi que lo asume y permite todo. Retiro lo dicho: se ha homosexualizado.

Un tiempo en el que el viaje en sí mismo no era un trámite, sino parte del viaje. Una aventura en toda regla especialmente romántica por las incomodidades y por las paradas intermedias para apretarte el bocadillo de casa y el café del bar.

Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en el que a los progenitores se les llamaba “padre”, “madre”, “papá” y/o “mamá” y no "Julián" y "Rosa". En el que si el profesor te había dado un soplamocos o una buena hostia, cuando arribabas a casa, la madre que te parió y/o el padre que te engendró te propinaban doble ración, por si te habías quedado con ganas y/o no te había quedado el asunto claro; sin que eso motivara tu temprana frustración ni que peligrase convertirte en un reprimido infantojuvenil carne de psicoanálisis.

Tal vez lo soñé, pero me atrevería a afirmar que hubo un tiempo en el que los políticos regalaban a la posteridad frases lapidarias. Con fatales o fabulosas consecuencias, pero lapidarias al fin y al cabo. En España las últimas que escuché las pronunciaron Alfonso Guerra y Julio Anguita, quienes podían ser mejores o peores políticos, pero al menos amenizaban el cotarro con sus frescas.

Comentan que hubo un tiempo en el que todo esto existió, pero yo no me lo acabo de creer.

Almasy©



Héroes del Silencio: "Hace tiempo"