lunes, 15 de octubre de 2012

201. Sin todos mis respetos


Hoy vengo a hablarles de una tercera edad muy particular. Nada que ver con abuelitos entrañables, ni con tiernos ancianos; sino de ese sector de nuestros mayores maleducado, gratuitamente obsceno, picón, metomentodo y hasta inquisidor. Vamos, que hoy me referiré a algunos putos viejos de los cojones. Sin reparos, sin reconcomes, sin remordimiento de conciencia alguno por quebrantar una máxima que me tatuaron a fuego desde mi más tierna infancia: el respeto incondicional por todos aquellos seres humanos que me superasen en edad. Y créanme que durante años he intentado aferrarme a esta enseñanza, enarbolarla como si fuese mía, repetírmela hasta la extenuación con la firme intención de cumplirla incontestablemente; pero resulta superior a mis fuerzas el ser y el estar de determinados especímenes entrados en años a los que no podemos ni debemos excusar su comportamiento apelando a la edad.

Está así por ejemplo el “puto viejo de los cojones” –a partir de este instante PVDLC a fin de que mi madre y alguna que otra seguidora incondicional no me tire de las orejas por ser tan jodidamente deslenguado– que te encuentras sentado en la consulta del médico y se hace el sueco con el tema del turno dispuesto por la cita previa. “Llevo aquí desde las 4”, te suelta nada más verte. “Ya, pero ¿a qué hora tiene usted cita?” “A las 6:30”. “Mire, pues es que yo tengo hora a las 4, así que ahora paso yo”. “¡Pero es que yo llevo aquí desde las 4!”. “¡Por mí como si viene usted la noche anterior con el saco de dormir y acampa en la puerta del ambulatorio! ¡Usted tiene a las 6:30 y ahora entra mi menda!”.

¡Y qué decir del PVDLC que nació para capataz! Ese que madruga un día sí y otro también para apostarse junto a la valla que delimita un espacio en obras con la única pretensión de dar las pertinentes instrucciones a los operarios de turno. “¡Vais muy lento, esto pa´ Navidades no está terminado!”, “¡Los he visto más vivos en el cementerio!”, “¡Menos bocadillo y más ladrillo!”, “¡Animal, ese tabique está mal recibido!”.

Tampoco se pierdan a la PVDLC que te encuentras a media tarde en el autobús cuando regresas del trabajo más cansado que el mecánico de los “Transformers”. Peluquereada hasta la médula, pintada como una puerta, con sus mejores galas, casi con toda seguridad dirigiéndose bien al Corte Inglés, bien al Bingo. Tú sentadito y relajado –tu parada es la última de la ruta y no hay riesgo de pasársela–, dejándote invadir por ese medio sueño que sobreviene después de una dura jornada, hasta que percibes que no te quita ojo. Desvías la mirada, compruebas de refilón que no llevas la bragueta desabrochada, pero ella insiste en contemplarte fijamente. Te inquietas dando a entender que empieza a incomodarte su actitud, intuyes a lo lejos algo parecido a un “¡qué vergüenza esta juventud!”, hasta que tras mucho cavilar descubres el pastel: ¡quiere que le cedas el asiento!

Luego está la parejita de PVDLC que iban para detectives privados y se quedaron en cotillas de pueblo. Un buen lugar para encontrárselas es a la salida de misa, cuando uno puede estar, pongamos, haciendo que limpia el coche. Detectan tu presencia a 500 metros –ríome yo de los radares de los guardacostas– y con una sutilidad fuera de lugar se te aproximan: mueven la cabeza, cuchichean, agudizan los sentidos, hacen aspavientos… ¡Imposible percatarse de su presencia! Eso sí, lo mejor de todo es que deben pensar que estás tan sordo como ellas porque justo cuando te tienen a escasos 2 metros se paran para decirse al oído: “¿Y ese de quién es? ¿De los Cucharetas? ¿El nieto de Rambal? ¿El yerno de Davicín? ¿El mayor de Maruja?”. ¡Coño señoras, pregúntenmelo directamente o espérense a doblar la esquina para que no les escuche!

Y por último y no por ello menos importante, un clásico: el PVDLC más salido que el pico una mesa. Ese que lo mismo le da pelársela en los urinarios públicos en cuanto te descuidas –he tenido el infortunio de contemplar la escena varias veces y créanme que se me ha revuelto el estómago y he tenido pesadillas durante una temporada–, que apostarse en el metro a la hora punta para regalarse algún restregón mañanero con alguna jovencita recurriendo al tradicional método de arrimar la cebolleta, que ponerse burro en el baile de la residencia de ancianos para acabar apretándose fogosamente a su conquista en algún reservado de la estancia. ¡Puritica lujuria, oigan!

Almasy©