jueves, 20 de septiembre de 2012

200. ¡Vivan los novios!



Hace algunos años, resultar invitado a una boda era sinónimo de distinción, orgullo y satisfacción inequívocos: “Se han acordado de mí”, “Como no podía ser de otra manera”, “Si se les llega a olvidar, les retiro hasta el saludo”. Se afrontaba el evento con tremenda ilusión tanto por contrayentes como por invitados y el gran día no duraba menos de una jornada completa, un fin de semana y, en el caso de los más echados para adelante, hasta varios días con sus correspondientes noches.

Sin embargo, la cosa ha ido cambiando a marchas forzadas. Tanto que según de quiénes sea el compromiso uno hasta casi agradece que se olviden de él. Que su nombre no asome en la confección de la lista de invitados, que ni por un momento va a sentirse ofendido por semejante omisión. Los motivos en este caso son de toda índole y condición, pero ante todo y sobre todo de carácter pecuniario. Vamos, que como seas uno de los elegidos toca rascarse el bolsillo. En primer término para la despedida de solter@, una horterada muy gorda que antes solía resolverse con cena y barra americana –ellos disfrazados de toreros jaleando salidos como macacos a una stripper femenina y ellas ataviadas con pollas de plástico en la cabeza jaleando salidas como macacas a un stripper masculino–. Total, que el suplicio duraba a lo sumo una tarde-noche. Ahora no. Ahora la moda está en reservarse un fin de semana completo en algún remoto lugar de la geografía –lo que se traduce en no menos de 300 aurelios– para embarcarse en alguna mariconada más original, especialmente actividades de multiaventura que no has practicado en tu puta vida. De modo que no queda otra que, pese a lo más parecido al deporte que hayas ejercitado en tu miserable existencia haya sido el levantamiento de vidrio en barra fija, como por arte de birlibirloque te veas embutido en un traje de neopreno reventón descendiendo un barranco o pretendiendo aventurarte sobre una tabla de surf.

A continuación se suceden dos nuevos atentados a tu economía: el regalo y el modelito que se lucirá. En cuanto al regalo hay tres opciones: tirar de lista de bodas –que es como la carta a los Reyes Magos tocándote a ti ejercer de Melchor, de Gaspar o de Baltasar–, comprar tú lo que te salga del cimbel –corriendo en este caso el riesgo de adquirir algún objeto especialmente inútil o repetido, tipo una vajilla que no vayan a usar jamás– u optar por el siempre recurrente sobrecito con dinero en metálico, con respecto al que me pregunto si el gobierno no estará pensando obligar a extender factura con el correspondiente IVA. Su entrega suele ser además uno de los momentos más embarazosos del convite. Por ejemplo, cuando los novios se pasean por las mesas a ver si ha gustado el cubierto con el que han deleitado a los asistentes –a lo que por supuesto siempre dices que “todo estupendo” aunque hayan servido salpicón de sardinillas en lata y mortadela de buey a la piedra–. Así, cuando alcanzan tu mesa, sutilmente, como si estuvieses traficando con papelinas, les largas el correspondiente sobre acompañado del tan tradicional como embustero: “todo genial”. O bien en pleno baile, acercándote felinamente hasta el novio y deslizándoselo con disimulo por el bolsillo de la chaqueta ­–a la novia quedaría feo metérselo entre las tetas–.

En cuanto a la pepla del atuendo he de significar que agradezco a los dioses sobremanera el haberme dotado de aparato reproductor masculino para este asunto. Sencillamente porque los tíos lo tenemos bien fácil y las tías bien jodido –porque quieren, todo hay que decirlo. Así, los varones solo tenemos que desempolvar del armario el único traje que tenemos. El de las bodas. A lo sumo cambiarle la camisa y, si nos ponemos caprichosos, hasta la corbata; pero de ahí no pasa. Las mujeres en cambio afrontan el difícil reto del: “¿qué me compro?”, “¿de corto o de largo?”, “¿vestido, falda y blusa o chaquetapantalón?”, “¿y si llueve?”, “¿y si hace frío?”, “¿y si no hace frío pero ponen el aire acondicionado muy fuerte durante el convite?”, “¿y si después de gastarme una pasta aparece alguna hija de la gran puta con un modelo como el mío y me revienta la exclusiva?”.

Para que finalmente llegue el gran día. Con un poco de suerte la boda es de tarde y no hay que madrugar. Nuevamente aquí acontece una marcada discriminación de género: los hombres a dormir la mañanada y apurar hasta el momento crítico, las mujeres a levantarse al alba para la chapa y pintura que le aplicarán en unos antros de tortura eufemísticamente conocidos como centros de peluquería y estética. Seguidamente camino del Ayuntamiento –para casos de contrayentes que serán condenados a padecer en los Infiernos por el eludir el santo sacramento– o de la Iglesia –para aquellos que anhelan gozar de la vida eterna en los reconfortantes Cielos– con el siempre tradicional “¡vamos tarde!” en la boca y preferiblemente vacunados para recibir el correspondiente tostón civil o religioso. Unos cuantos “en la salud”, “en la enfermedad” y “para toda la vida” después –siempre que no hayas sido lo suficientemente inteligente para pasarte la ceremonia tomando cervezas– llega el tiempo muerto. Ese espacio en el que nadie sabe muy bien qué hacer ni a dónde dirigirse mientras los novios van a echarse las fotos más moñas que uno pueda echarse a la cara. Si el restorán queda alejado no hay duda: toca tirar de GPS para peregrinar hacia el lugar del papeo. Si por el contrario queda cerca lo más recomendable suele ser darle continuidad a las cervezas. Luego ya todo discurre relativamente fluido: cocktail de bienvenida –ese en el que uno nunca sabe si ponerse hasta las trancas por lo que pueda venir o reservarse el buche para el banquete propiamente dicho–, convite y baile. En este último se agradece enormemente la barra libre para poder soportar alcoholizado algunas de las escenas más pintorescas de tu existencia: a tu padre desenfrenado dándolo todo en la pista de baile con el pantalón remangado y la corbata en la cabeza, a tu madre con la faja a media asta meneándose sensualmente al son de “Paquito el Chocolatero”, a tu tía Herminia tirando de ti salvajemente para que te sumes a la “Conga”, a tu tío Julián diciéndote que si no te gusta el pasodoble es que no tienes ni puta idea de música o a tu primo Lucas comiéndote la oreja medio mamado para que le presentes a la rubia del vestido rojo. Que cree que se ha enamorado. Y todo ello ante la atenta mirada de tu abuela, quien sentadita en un tresillo observa sin perder un solo detalle las hazañas de unos y otros. ¡Pobrecita mía, lo que tiene que ver a estas alturas del recorrido!

Almasy©


CAMARÓN DE LA ISLA: "Soy gitano" (tangos)

jueves, 6 de septiembre de 2012

199. Atención al cliente


Justo antes de iniciar mis merecidas vacaciones caniculares se me ocurre llegarme hasta el Carrefour, otrora Continente, para comprarme una máquina barbero con la que rebajarme el vello facial. Primer error. Confiando en que el personal que colocan en cada sección ha sido convenientemente formado en el uso y disfrute de los productos de los que está encargado se me ocurre buscar el asesoramiento de un dependiente. Segundo error. “Buenas tardes, ¿me puede recomendar alguna máquina específica para arreglar mi díscola barba?”. “Llévese esta que es la repera. Crema, cremita, crema. Yo tengo una igualita y me va de cine”. 

En llegando a casa me dispongo presto a la tarea a fin de comenzar mi descanso estival más bonito que un San Luis. Cuando saco el aparato en cuestión de la caja compruebo que no abulta más que un lapicero a medio uso. Me acuerdo del dependiente y frunzo el ceño, mas persisto en mi tarea apurando las últimas gotas de confianza en el género humano que me restan – pocas, créanme, muy pocas –. Sin embargo, mis sospechas se confirman. El achiperre de marras no es capaz de avanzar frente a mi tupida barba. Se queda. Miro el tamaño de las cuchillas y efectivamente resuelvo que el trasto a lo sumo sería capaz de retocar entrecejos, pelos de napias o ingles brasileñas – por cierto, que siempre me ha llamado la atención que a estas se les llame ingles cuando en realidad de lo que falamos es simple y llanamente del parrús femenino; pero bueno, ese es otro tema y estamos en horario infantil –. 

Raudo y veloz regreso el cacharro a su emplazamiento original y me dispongo para ir a cambiarlo. En Atención al Cliente vislumbro a lo lejos un par de jambas con cara de padecer incontinencia urinaria y de haber dejado atrás verbos como “sonreír”. “Hola, mire venía a devolver este producto”. “¿Le pasa algo?”. “Le pasa que no responde a mis expectativas”. “¿Lo ha utilizado usted?”. “Sí claro, para decidir que no responde a mis expectativas he osado utilizarlo. Tengo esa fea costumbre”. Tercer error. En Atención al Cliente no se puede ser sincero. Siempre hay que ir con alguna trola por delante del tipo: “No, es que me la regaló mi abuela y no acaba de gustarme el color de los botones”, o “es que la compré bajo los efectos de algún estupefaciente y fíjese, si yo no la necesito, que no tengo barba, de hecho mi segundo apellido es Barbilampiño”. “No se lo podemos cambiar ni devolverle el dinero, se trata de un artículo de higiene personal”. Lo que en cristiano viene a ser un “te jodes y te lo quedas por los siglos de los siglos, tonto las tres”. Entonces me empiezo a calentar. De menos a más, según contempla el reglamento. “¿Cómo dice?”. “Que se trata de un artículo de higiene personal”. Primera noticia que tengo, máxime teniendo en cuenta que en todas las peluquerías en las que me he rasurado el cráneo nos esquilan a uno detrás de otro con la misma cortapelos sin desinfectar. “Pero oigan, fueron ustedes los que me asesoraron en la compra – pensaba entonces en los exigentes cursos de formación a los que habrían sometido al dependiente que me atendió: “A ver chaval, ¿tú sabes de algo?”. “Bueno, solo soy ingeniero aeronáutico, tengo un máster en navegación aérea y hablo 4 idiomas”. “Muy bien, hale, entonces derechito a la sección de pequeño electrodoméstico, campeón”. – y además, en ningún momento me advirtieron de las condiciones que usted me plantea ahora”. “Venían explicitadas en un letrero junto a la cabecera en la que se encontraba el producto”. “Pero oigan, que soy español. ¿Dónde se ha visto a un español leyendo un cartel, o unas instrucciones? Eso nunca”. “Lo siento, no podemos hacer nada. Le repito que la política de la empresa establece que los productos de higiene personal no se cambian”. Mi calentura entonces alcanzando su punto álgido. “¿Pero qué política de empresa ni qué infante muerto?”. “¿Acaso cuando les vienen a devolver unos zapatos le preguntan al cliente si está aquejado por un papiloma plantar? ¿Y si se trata de un bañador? ¿En ese caso le cuestionan si porta ladillas o algún herpes vaginal juguetón digno de mención?”. “Hay más gente esperando”, me increpa entonces una señora de la cola. “Sí, concretamente son ustedes 9”, respondo. Tensión en el ambiente. Mucha tensión. La operaria recula unos metros hacia atrás y tira de teléfono. Me imagino la conversación. “Sr. Ramírez – el encargado, en España siempre hay un encargado – que tengo aquí a un gilipollas que me está tocando los ovarios. ¿Qué hago?”. “Dile que nones”. “Uy lo que me ha dicho. Ustedes no saben con quién se juegan los cuartos”. No queda otra: “¡Marchando una de hoja de reclamaciones!”.

Almasy©