Recuerdo cómo la esperaba en el
parque. Siempre ansioso. Siempre puntual. Quedábamos en el último banco del
paseo principal. Para los jubilados estaba demasiado lejos de la entrada y
jamás lo ocupaban. Un majestuoso sauce llorón nos ofrecía sombra e intimidad.
Recuerdo como si fuese ayer verla enfilar el pasillo de la izquierda, el más
largo pero sin duda alguna el más discreto. Cada domingo con un vestido
distinto. Nunca repetía. Se deslizaba por el empedrado liviana, fugaz. El
cabello siempre al viento, reluciente como ninguno. No puedo quitarme de la
cabeza los nervios que me invadían cuando se acercaba. Jamás cesaron, nunca me
acostumbré con el tiempo. Me sudaban las manos y la garganta se me encogía. Con
voz temblorosa acertaba a saludarla como si nos acabásemos de conocer. Sus
risas transformaban mi torpeza habitual en un don con el que ella parecía
disfrutar. Podría escribir de corrido todas y cada una de las historias que le
conté. Podría detallar el momento exacto de cada una de sus carcajadas. De sus
silencios. ¡Recuerdo tantas cosas pese a que dicen que me falla la memoria!
Caminaba
despistado cuando le llamó la atención un anuncio: “Elevamos sueños”. Estaba
decidido a continuar la marcha pero una extraña fuerza se apoderó de él. La
frase no estaba dispuesta sobre una estructura especialmente grande, tampoco su
iluminación era reseñable y su tipografía era perfectamente normal. No había
nada excepcional en el anuncio y sin embargo había conseguido detener su
azarosa actividad. Reparó por un instante en el local donde lucía e igualmente
no encontró nada fuera de lo corriente. Un azulejado más bien discreto, dos
cristaleras tras las que se extendían sendas cortinillas opacas y una
portezuela de acceso en la que solo destacaba un picaporte con forma de montacargas
antiguo. Nuevamente sintió un desconocido embrujo que parecía invitarle a
ingresar en el establecimiento. Llamó tímidamente hasta que una voz interior
respondió: “Pase, solo tiene que empujar la puerta”. Con cierto vértigo siguió
las instrucciones y encaminó sus pasos hacia un mostrador tras el que parecía
ocultarse un dependiente. La escasa luz apenas dejaba ver su aspecto, aunque la
primera impresión es que se trataba de un hombre parapetado tras unas
gigantescas gafas de pasta. No tenía la menor idea de por qué había entrado en
aquel lugar pero cada vez estaba más seguro de haber hecho lo correcto.
-¿Los
ha traído, verdad?- le preguntó como si hubiese estado esperando su visita toda
una eternidad.
Cuando acabé 8º de EGB nos regalaron encuadernados los poemas que habíamos escrito a lo largo del curso. Utilizamos la páginas para incluir dedicatorias que años después hasta ruborizan. Sin embargo, es hoy cuando entiendo la que me puso el conserje: "recuérdame para leerme, no me leas para recordarme".
Ya ha pasado un mes desde que cerré mis redes sociales y prometí hacer balance de la experiencia. Se contaban hasta 187 los amigos que sumaba en Facebook en el momento de la clausura. Momentos antes de pegar carpetazo conté 26 reacciones de diferente índole. Desde un "me gusta", a un "no me gusta", pasando por un "no te vayas" y sin perder de vista un "vete ya, pesado". Con mis parcas matemáticas deduzco que a los 161 amigos restantes les daba exactamente igual mi marcha.
Tal y como indiqué, mi cierre de redes sociales pretendía analizar diferentes cuestiones que me rondaban la cabeza y en el día de hoy considero que estoy en condiciones de afirmar que:
1. Es insultante que Facebook utilice perversamente el término "amigo" para referirse a las personas con las que te vinculas. En este sentido me parece mucho más honesto Twitter, que solo se atreve a hablar de "seguidores".
2. En este mes, con las personas que no son de mi familia o amigos de diario, el contacto que he mantenido ha sido absolutamente nulo. Ni llamadas, ni mensajes, ni correos electrónicos. Los días buenos pienso que las redes sociales sirven precisamente para agilizar el contacto con aquellas personas con las que tuviste algún tipo de relación, de las que te apetece seguir teniendo noticias, y que si no fuese por las redes sociales sería ciertamente complicado. Los días malos entiendo que es absurdo forzar las relaciones. Que lo que fue, fue, y ya nunca será. Que conviene cerrar episodios y no rescatar recuerdos.
3. He sentido una extraña sensación de ansiedad y alivio a un tiempo. En ocasiones como si me faltase algo. Tentaciones incluso de abandonar el experimento y volver a la senda. Otras muchas como que no había que dar cuentas a nadie. Nada que decir. Nada que responder. Comentaba que últimamente me estaban soliviantando especialmente los comentarios de gente a la que aprecio, o de amigos de gente a la que aprecio. Que vivía en un "morderme la lengua" permanente. Que la contención y el saber estar se estaban tornando en autocensura.
4. Vivimos en un deseo permanente de exhibición, de notoriedad y de reconocimiento. Si no subimos a las redes aquello que hacemos, sencillamente no ha ocurrido. Vivir el momento ha pasado a un segundo plano. Lo que importa es inmortalizarlo con una retrato y una frase para la posteridad. Yo no soy ajeno a ese deseo de reconocimiento de los demás, Dios me libre, pero me estoy empezando a dar cuenta de que nunca es suficiente. De que siempre quiero más. De que no me satisfacía que mi comentario superase la treintena de "me gustas". No era suficiente que mi imagen fuese comentada ni por media centena. ¿Dónde está el límite, entonces? ¿Qué es triunfar? Sencillamente no hay límite y el triunfo siempre es el que uno quiera apuntarse.
5. Pensé que no iba a saber gestionar mi anonimato. Que salir de la pasarela iba a ser insoportable. Pero lo cierto es que según pasaban los días iba creciendo en mí una cierta sensación de liberación. Seguía viviendo al día, pero no tenía que publicarme al día. Estoy empezando a asumir que he transitado a una especie de limbo. Que he dejado de existir para muchos. Que muy pocos se acercarán a leer estas líneas (apuesto que no más de veinte llegarán a esta en la que me encuentro, en la que te encuentras).