jueves, 28 de octubre de 2010

136. El Bósforo de Almasy


Aprovechó para mesarle los cabellos mientras dormitaba. A ella no le agradaba que le tocasen el pelo, así que tenía que limitarse a estos momentos presididos por el sueño para eludir sus negativas. La habitación olía todavía a sudor y sonaba a jadeo. Ella acomodó su cuerpo desnudo buscando otra postura y él descubrió su espalda. Decidió conquistar cada parte de ella. Empezó por los hombros y acertó a toparse con lunares desconocidos hasta la fecha. Prosiguió hasta la base de su nuca, desplazando suavemente las manos con todos sus dedos. Uno tras otro, despacito, palpando con pausa cada centímetro de su tersa piel. A continuación prolongó las caricias por cada vértebra de su columna, sorteando el relieve de cada pieza, coronando cada cima con júbilo para inmediatamente abordar otro remonte. De repente ella se sobresaltó como atenazada por una fugaz pesadilla. Un espasmo involuntario se apoderó de su cuerpo para retorcerlo bruscamente y devolverlo casi al instante a su ser. Entonces él retomó su empresa, centrada ahora en el torso que asomaba por encima de la sábana. Se dio de bruces con su ombligo y después de posar sus labios sobre él se aventuró en busca de una trayectoria ascendente. Bordeó sus pechos, apenas rozándolos de soslayo, pues su objetivo no era otro que el cuello. Recolocó con ternura las perlas que lo adornaban innecesariamente, pues solo por sí mismo era una joya de carne y hueso. Lo asió con sendas manos y buscó cavidades ocultas. Se detuvo en cada detalle, sintió el latido de su corazón ahí, tan arriba, insistente, rítmico, dándole vida a cada vena que lo recorría. Seguidamente decidió cambiar el rumbo de su periplo y descender hasta las caderas. Paseó con firmeza las mejillas por ambas, notando cada poro, haciéndose eco de cada rugosidad, percibiendo a lo lejos el tenue olor de su sexo. Ella se estremeció nuevamente y él se encaminó directo a susurrarle al oído un sentido “Tranquila, estoy aquí, no pasa nada. Te quiero”. Inicialmente ella no reaccionó, pero al cabo de unos minutos, aturdida, acertó a preguntarle “¿Qué has dicho?”. “Que te quiero”, repitió él.

Almasy©



MARTA SEBESTYÉN: "Szerelem, szerelem"

jueves, 21 de octubre de 2010

135. Experiencia madre de la ciencia

No hace ni dos semanas que mis huesos fueron a dar a uno de esos bares en los que solo se ingresa para hacer tiempo. Mientras apuraba la espuma de una caña pésimamente tirada por el operario del grifo, acerté a presenciar una escena de las que lo contrarían a uno. El camarero, rematando la colilla de un cigarrillo, se disponía a emplatar un pincho de tortilla a un cliente cuando este le espetó una fresca sencillamente razonable: “¿No irá usted a servirme la demanda sin lavarse las manos previamente?”. “Oiga, llevo 30 años en este negocio y no va usted a enseñarme cómo hacer mi trabajo. Si no está conforme, puerta”. Como era de esperar, el cliente abandonó el local. Sin inmutarse, hasta con cierta clase, dándonos todo un ejemplo a los que hubiésemos zanjado el incidente con un: “Y usted métase el pincho de tortilla por el ojete, cabrón”.

El caso es que el incidente se me quedó grabado porque resulta cansinamente frecuente el hecho de apelar a la experiencia a como dé lugar. Hasta el punto de que para algunos se ha erigido en una especie de aval equivalente con el buen hacer. Algo por otra parte tan incierto como que yo goce de un físico apolíneo.

“La experiencia es un grado”, reza el proverbio; lo cual no deja de ser cierto siempre y cuando en algún momento del proceso nos hayamos preocupado por mejorar. Vamos, que la maña que uno atesore para el desempeño de cualquier tarea no es solo cuestión de cantidad sino de calidad. Así, un escritor puede perfectamente haber firmado 290 pésimas novelas, un albañil levantado 2 millones de tabiques torcidos y una prostituta echado 1 billón de polvos de 3ª regional.

Confieso que este recurso facilón a la experiencia lo padezco más si cabe desde que soy padre, pues otros afortunados con más bagaje que yo en las lides procreadoras me han regalado multitud de sabios consejos que yo no les había pedido: “Esta niña debería ir a la guardería”, “Esta niña tiene que comer sólido ya”, “A esta niña hay que dejarla llorar hasta que reviente para que se duerma”. Como diría el otrora presidente Chema Aznar: “¿Y quién le ha dicho a usted que yo quiero que la niña se duerma?”.

Pero lo que no soporto ya es cuando algún miembro de la cátedra de progenitores que peinan canas recurre gratuitamente al pasado y me viene una vez sí y otra también con eso de: “No os quejéis tanto, que antes…”. Porque la batallita del Abuelo Cebolleta tiene un pase y es hasta cierto punto legítima y respetable; pero ya cuando empiezan a querer darte lecciones por fascículos coleccionables me exaspera un cojón y parte del otro. Aunque, si les soy sincero, en realidad, como me inculcaron valores tan universales como el del respeto a mis mayores, pese a que su boca destile ocasionalmente sandeces varias, suelo sonreír contenido y mascullar entre dientes: “Ya, y antes también viajábamos en burro, se usaban tripas de chorizo como condones, los Reyes Magos te dejaban frutos secos y naranjas y si te salía un crío maricón lo echabas de casa”. Evolución, señores. Evolución.

Almasy©



ENRIQUE IGLESIAS: "Experiencia religiosa"


jueves, 14 de octubre de 2010

134. Ignorancia

Dicen de la Ignorancia que es atrevida. Sin embargo, no es esta la cualidad que yo más le resaltaría. A mí personalmente ante todo me parece peligrosa. En este caso la definición que aporta el diccionario de Doña RAE me resulta incompleta: Falta de ciencia, de letras y noticias, general o particular”, pues deja en el aire el límite a partir del cual cabría calificar a alguien de ignorante, o sea, de portador de ignorancia. No obstante, reconozco que es difícil de precisar tan exigente y cuantitativamente la cuestión, mas insatisfecho empedernido como soy me atrevo a ofrecer mi particular versión del significado de la palabrita en cuestión. Considero a este respecto que la clave radica en algo tan determinante como la intención. Así, el principal pecado del ignorante no es que no sepa, sino que no quiere saber. Y es precisamente en este punto donde radicaría la frontera. Incluso va más allá y cuestiona a los que no se conforman con el pan nuestro de cada día, blasonando por doquier de lo bien que se vive sin saber de nada. “La curiosidad mató al gato”, se atreven a decirte los que manejan al menos un par de refranes. A algunos les da hasta por enfadarse con tu sed de conocimientos: “¿Para qué te vale saber tanto?”.

El ignorante no viaja, pues aunque insolente y orgulloso bravucón, también sabe de su condición de garrulo. Hasta ahí alcanza su limitado entendimiento. De esos garrulos que son carne de mofa allá donde vayan. En cambio, en su reducto, al calor de sus cuatro paredes, se encuentra seguro y confiado, sin fisuras, pertrechado para hablar de cualquier asunto aun cuando no tenga ni pajolera idea del tema objeto de plática. A fin de cuentas, aunque en su hábitat siga siendo el mismo palurdo de siempre, al menos es El Palurdo de su Hábitat.

Maldita la gracia que le hace también a uno si por un caprichoso azar coincidiese que ese ignorante acertase a ser pariente o amigo. Esto último es más complicado porque los amigos, a diferencia de los familiares, se eligen, no vienen dados; si bien todo puede suceder en esta Viña del Señor cuyos caminos son inescrutables y donde cosas más raras se han visto y se verán.

No debe confundirse al ignorante con el tonto del pueblo, pues son estos dos especímenes absolutamente distintos. Para diferenciarlos ni siquiera es preciso mantener una conversación con ellos, sino que basta con prestar atención a su saludo. El del ignorante suele ser firme, con cierto desprecio hacia tu persona, esgrimiendo altivo una sonrisilla de esas que parecen ocultar el masculleo de frases del tipo: “Yo soy primo segundo de Dios y tú eres una puta mierda secando al sol”. Por su parte, el tonto del pueblo, te sorprende empleando alguna onomatopeya y/o sonido gutural que supuestamente equivaldría al tradicional “Hola ¿Qué tal?”. Animalicos. Como decía la sintonía de cabecera de la mítica teleserie El Equipo A: “si tiene usted algún problema y se los encuentra, quizá pueda contratarlos”.

Almasy©

RAPHAEL: “¿Qué sabe nadie?”

jueves, 7 de octubre de 2010

133. Os jodéis


Escribo estas líneas tras soportar estoicamente y apelando a la paciencia que no tengo –los que me conocen saben que esta no se encuentra entre mis virtudes– a cuantos sujetos he tenido que escucharles en los últimos meses comentarios del tipo: “Ya era hora de que os bajasen el sueldo a los funcionarios”, “Vosotros no producís nada y encima os mantenemos”, “Sois unos privilegiados” o “Se os tenía que acabar el chollo alguna vez”.

Paradójicamente, los que se manifiestan en estos términos no son los que están padeciendo la cara más cruda y hostil de la presente crisis. Esos pobrecitos míos no tienen tiempo para desear el mal ajeno. Bastante tienen con emplearse a fondo para llegar a fin de mes y sacar su prole adelante. Concretamente a los que se les ocurren semejantes frescas son los mismos que en tiempos de vacas gordas me decían altivos cosas como “Por lo que tú ganas yo no me levanto ni de la cama” o “¡A los hijos de otros iba yo a aguantar!”. Los mismos que cuando yo me quedaba el fin de semana estudiando a base de echarle cafeína y dioptrías al asunto, presumían los lunes de los cubatas que se habían calzado en su farra de 72 horas sin interrupción. Los que cuando yo tiraba de suela de zapato y abono transporte para desplazarme ya conducían un Golf GTI y le regalaban a la chorba esclavas de oro grabadas.

Otros son los que amasaron pasta a manos llenas durante su etapa de exitosos empresarios autónomos. Aquellos que abrían y cerraban el negocio cuando les salía del cimbel y rechazaban encargos a discreción porque era trabajo lo que les sobraba. Esos que algunos meses no sabían ni en qué gastarse el parné que sumaban a sus cuentas corrientes.

Son también los que, cerriles hasta el infinito, no acaban de entender que joderle la vida a los funcionarios va a salpicarles de una forma que ni se imaginan. Pienso, por ejemplo, en el ámbito educativo, donde les aseguro a estos críticos gratuitos que sus hijos van a recibir a partir de ahora peor instrucción que hace unos años. ¿Por qué? Muy sencillo: a buen seguro se van a encontrar profesionales más cabreados y con ganas de devolver la afrenta al prójimo, pues es hasta cierto punto razonable que uno se enoje cuando en el mismo año te bajan el sueldo y te incrementan el horario laboral. ¿No querías caldo? Pues toma dos cazos. Además, queridos maldicientes, aun cuando los profesionales que les miento decidan no desmotivarse y tomarla con el alumnado, les aseguro que a partir de ahora sus retoños engrosarán aulas cada vez más pobladitas de personal. Donde antes cabían 30 lebreles, ahora metemos 38, que hay que ahorrar en profesores. ¡Sí señor, calidad educativa a diestro y siniestro! A este respecto, siempre que se mientan asuntos como el bilingüismo o la implantación de nuevas tecnologías, se me revuelven las tripas teniendo en cuenta las ratios que manejamos. Atufa a empezar la casa por el tejado, a dotar el inmueble con televisión vía satélite cuando lo que apuran son las goteras, a pedir un préstamo para irse de vacaciones.

A todos estos censores solía contestar inicialmente con la callada por respuesta, insistiéndome en acudir al no siempre reconfortante: “No ofende quien quiere sino quien puede”. Seguidamente, con el tiempo, acumulé la suficiente dosis de enojo y contrariedad para espetarles lo de “haber estudiado, las universidades están abiertas y a las oposiciones se puede presentar quien guste”. Posteriormente opté por tirar de guasa y sarcasmo para que cada vez que me venían con eso de “¡Cómo vives!”, devolverles un ácido “¡Cuatro que podemos!”. Pero todo tiene un límite, amigos, incluso una mente considerablemente formada como la mía a la que se le supone sobrada capacidad para pasar olímpicamente de comentarios con tan alto contenido de ignorancia y bajeza ética. Así, uno se cansa de soportar que otros anhelen tu mal para satisfacer su estúpido y envidioso consuelo. Muy español por otra parte eso de reivindicar el empeoramiento de las condiciones del prójimo en lugar de la mejora de las de uno mismo. Que me bajan el sueldo, pues que te lo bajen a ti también; que tengo pocas vacaciones, entonces que mermen las tuyas. Sí señor, conciencia de clase obrera de las que hacen época. Rematada por muchos cuando se lo increpas cabalmente con el manido “No te ofendas. Es mi opinión. Tú tendrás la tuya y la respeto, aunque no la comparto”. Ante lo que ya solo se me ocurre devolverles sentencias del tipo “Pues yo ni respeto tu opinión y ni te respeto a ti, así que cada uno por su lado y aquí paz y después gloria”. Es más, a partir de ahora se me antoja que a cuantos cuestionen mis condiciones laborales voy a replicarles como se merecen y/o parecen estar reclamando: ¿Qué os parezco un privilegiado? Os jodéis. ¿Qué pensáis que gano mucho y trabajo poco? Os jodéis. ¿Qué opináis que disfruto de muchas vacaciones? Os jodéis. En resumidas cuentas. Os jodéis.

Almasy©

CAMILO SESTO: "Vivir así es morir de amor"