Es frecuente que un buen amigo con el que suelo compartir vacaciones se pronuncie en algún momento de nuestras visitas en los siguientes términos: “¡Qué dura es la vida del turista!” Y no le falta razón. Verán por qué:
El turista tipo suele engañarse a sí mismo incluso antes de salir de viaje. Es así recurrente que indique a su círculo de amistades que va a realizar una escapadita para relajarse. Mentira, si algo no se hace cuando uno se va de viaje es precisamente descansar. En primer término es habitual madrugar por eso de aprovechar el día y evitar las copiosas colas que se encontrará en cuantos monumentos haya decidido visitar. Por lo tanto el día suele comenzar a eso de las 8, para lo cual ha tenido que echar mano del tradicional despertador de todos los días o en su defecto ha solicitado al recepcionista del hotel que le llame por teléfono antes de que cante el gallo a fin de iniciar la dura jornada que le espera. Baja entonces al salón-comedor a desayunar y se comporta como un desnutrido que llevara 15 días sin comer. Tal es así que el que habitualmente se conforma con un triste café recalentado, de vacaciones inaugura su actividad estomacal mañanera engullendo dos o tres croissants, tostadas, café, zumo, cereales, huevos revueltos, algo de fiambre y la pertinente fruta. Además, no es extraño que antes de abandonar el local pertreche su bolso de mano o riñonera con un par de frutas y dos o tres magdalenas con las que saciar el apetito de mediodía. “¡Es para amortizar lo caro que es el hotel!”, suele exclamar para justificar que acaba de zampar como si fuese la última vez. Tras el desayuno sube nuevamente a la habitación y prepara el material que va a precisar en su odisea: cámara, trípode, cartera, móvil, gorra por si azota Lorenzo, pañuelo protege collejas, crema protectora que evite el tradicional moreno cangrejo, gafas de sol, una botellita de agua que sacie la sed en las más que posibles esperas, tiritas y algún que otro complemento que sugieren que tal vez se trate de un soldado mercenario en lugar de un afable viajero.
Previa a la salida del hotel suele hacer una última visita al baño para descargar lastre. Normal, con el desayuno que se acaba de meter su cuerpo no puede sino solicitarle que libere equipaje. Finalmente aborda la calle y antes de llegar al primer monumento ya ha tirado 25 fotos digitales ridículas: a un semáforo, a una tienda, a una señal de tráfico y a un quiosco de prensa, entre otras. Esto con los tradicionales carretes de 12, 24 ó 36 no pasaba. Cada foto era una aventura que no se completaba hasta el regreso, cuando el revelado te confirmaba que no eras especialmente agraciado. Ahora sales un fin de semana y tiras 300 fotos para finalmente revelar las 3 en las que saliste decentemente y eso no tiene mérito. Además, estadísticamente resulta muy triste: significa que solo eres bien parecido un 9 % de tu tiempo.
Llegado a la primera de las paradas el turista tipo observa estupefacto que cientos de personas pueblan ya las colas de acceso a los monumentos. Entonces se lamenta por no haberse levantado a las 6 de la mañana. No obstante, no puede ni debe rendirse, pues la mejor foto es siempre la que se toma en todo lo alto del edificio. Además será la prueba inequívoca que exhiba en el trabajo para demostrar cuán viajero es junto con la retahíla de souvenirs inútiles que adquiera. Finalmente, tras dos horas de espera accede al monumento en cuestión. La normativa establece únicamente 15 minutos de estancia en el mismo, así que en lugar de admirarlo al natural, emplea el tiempo en fusilar de instantáneas la vista. Los más profesionales incluso graban un vídeo con el que luego torturan a las visitas que reciben en su casa. Los vídeos de vacaciones y los de las bodas deberían estar prohibidos, ¿no creen?
Se precipita la hora de la comida y empieza otro nuevo reto: elegir restaurante. En apenas un radio de200 metros se suceden un sinfín de locales con menú del día que hacen ciertamente difícil la elección. El turista estudia minuciosamente las cartas y precios escritos sobre pizarras con frecuentes faltas de ortografía. Personalmente considero que lo mejor es siempre meterse en el primero que pilles, porque al final el rancho suele ser igual de infame en todos los sitios y al menos no perdiste tiempo. Si el turismo es en territorio nacional recomiendo además dejarse guiar por nombres sin ambages tales como Casa Petri, Taberna Juanito o Venta Carmen. Concluido el almuerzo se avecina la jornada vespertina, o lo que es lo mismo: la segunda etapa del día, en la que toca continuar el maratón de visitas iniciado al alba. Más colas y más fotos serán protagonistas indefectibles hasta que llegue la cena, que en no pocas ocasiones suele saldarse con el embutido y la barra de pan adquirida en el supermercado de turno. Esto último no suele contarse ni sale en las fotos. Finalmente, tras 16 horas de dura jornada, el turista se llega nuevamente al hotel totalmente aniquilado y confirmando la tesis de ese buen amigo que les mentaba el principio de este relato: “¡qué dura es la vida del turista!”
El turista tipo suele engañarse a sí mismo incluso antes de salir de viaje. Es así recurrente que indique a su círculo de amistades que va a realizar una escapadita para relajarse. Mentira, si algo no se hace cuando uno se va de viaje es precisamente descansar. En primer término es habitual madrugar por eso de aprovechar el día y evitar las copiosas colas que se encontrará en cuantos monumentos haya decidido visitar. Por lo tanto el día suele comenzar a eso de las 8, para lo cual ha tenido que echar mano del tradicional despertador de todos los días o en su defecto ha solicitado al recepcionista del hotel que le llame por teléfono antes de que cante el gallo a fin de iniciar la dura jornada que le espera. Baja entonces al salón-comedor a desayunar y se comporta como un desnutrido que llevara 15 días sin comer. Tal es así que el que habitualmente se conforma con un triste café recalentado, de vacaciones inaugura su actividad estomacal mañanera engullendo dos o tres croissants, tostadas, café, zumo, cereales, huevos revueltos, algo de fiambre y la pertinente fruta. Además, no es extraño que antes de abandonar el local pertreche su bolso de mano o riñonera con un par de frutas y dos o tres magdalenas con las que saciar el apetito de mediodía. “¡Es para amortizar lo caro que es el hotel!”, suele exclamar para justificar que acaba de zampar como si fuese la última vez. Tras el desayuno sube nuevamente a la habitación y prepara el material que va a precisar en su odisea: cámara, trípode, cartera, móvil, gorra por si azota Lorenzo, pañuelo protege collejas, crema protectora que evite el tradicional moreno cangrejo, gafas de sol, una botellita de agua que sacie la sed en las más que posibles esperas, tiritas y algún que otro complemento que sugieren que tal vez se trate de un soldado mercenario en lugar de un afable viajero.
Previa a la salida del hotel suele hacer una última visita al baño para descargar lastre. Normal, con el desayuno que se acaba de meter su cuerpo no puede sino solicitarle que libere equipaje. Finalmente aborda la calle y antes de llegar al primer monumento ya ha tirado 25 fotos digitales ridículas: a un semáforo, a una tienda, a una señal de tráfico y a un quiosco de prensa, entre otras. Esto con los tradicionales carretes de 12, 24 ó 36 no pasaba. Cada foto era una aventura que no se completaba hasta el regreso, cuando el revelado te confirmaba que no eras especialmente agraciado. Ahora sales un fin de semana y tiras 300 fotos para finalmente revelar las 3 en las que saliste decentemente y eso no tiene mérito. Además, estadísticamente resulta muy triste: significa que solo eres bien parecido un 9 % de tu tiempo.
Llegado a la primera de las paradas el turista tipo observa estupefacto que cientos de personas pueblan ya las colas de acceso a los monumentos. Entonces se lamenta por no haberse levantado a las 6 de la mañana. No obstante, no puede ni debe rendirse, pues la mejor foto es siempre la que se toma en todo lo alto del edificio. Además será la prueba inequívoca que exhiba en el trabajo para demostrar cuán viajero es junto con la retahíla de souvenirs inútiles que adquiera. Finalmente, tras dos horas de espera accede al monumento en cuestión. La normativa establece únicamente 15 minutos de estancia en el mismo, así que en lugar de admirarlo al natural, emplea el tiempo en fusilar de instantáneas la vista. Los más profesionales incluso graban un vídeo con el que luego torturan a las visitas que reciben en su casa. Los vídeos de vacaciones y los de las bodas deberían estar prohibidos, ¿no creen?
Se precipita la hora de la comida y empieza otro nuevo reto: elegir restaurante. En apenas un radio de
Almasy©
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