jueves, 29 de enero de 2009

57. Vida perruna

Reconozco no haber sido de los que entendieran a esos que dan la vida por los animales. Supongo que algo tendrá que ver el hecho de no haberlos tenido de pequeño, pero no hace demasiado los he descubierto. Ya saben, más vale tarde que nunca. Y cuánto me alegro, porque me estaba perdiendo algo muy grande. Concretamente han sido dos perras las responsables del asunto: Brindis y Lola. No tengo muy claro que pertenezcan a una raza concreta, sino que ambas hacen buenas la máxima que ha rezado durante tiempo en el encabezado de esta bitácora: “la pureza está en la mezcla, en la mezcla de lo puro, que antes que puro, fue mezcla”. Cosa de la que me alegro, no se crean, pues los obsesos del pedigrí en el mundo canino, ¿tal vez podrían ser una suerte de racistas en el de los humanos?

Sendas perras me han demostrado cualidades que no les he visto a demasiados hombres. Un perro siempre se alegra de verte, no importa la jeta con la que llegues a casa, pues el animalico siempre te recibe jubiloso y presto para que lo restriegues o le lances la pelotita rodando. Además, le sueltas tu retahíla de problemas y, aunque aparentemente no te entienda, acaba moviendo el rabo complaciente como si estuviera a punto de soltarte un: “relájate joder, que la vida son cuatro días y parece que siempre te veo agobiado”. Y encima no te cobra por el consejo. ¡Habrase visto semejante psicólogo! Asimismo, un perro te hace sentir a diario como el más reconocido de los chefs mundiales, pues le eches en su cuenco esta vianda o la otra, el can las devora ávido para finalmente relamerse demandando un pedacito más.

El perro guía al invidente, facilita la vida del impedido, socorre al desvalido, encuentra al perdido, protege a los que más quieres, acompaña al anciano y enriquece la existencia de propios y extraños. Lo peor, sin duda alguna, cuando intentamos humanizarlos. A este respecto recuerdo estremecido el espectáculo más desolador que he contemplando con los perros como protagonistas: un concurso de belleza canina. Se me encogió el corazón viéndolos padecer secadores de pelo, rulos y lacas que no hacían sino desnaturalizar su salvaje autenticidad. ¡Qué empeño el nuestro por disfrazarlo todo con poses a nuestra imagen y semejanza! El día que seamos capaces de descifrar su ladrido se escuchará entonces un rotundo: “¡Coño, que soy un perro, no un moñas como tú!” Especialmente aberrantes resultan también los terroristas que liquidan canes con incomprensible regocijo y los que los abandonan después de adquirirlos como un capricho cuyo cuidado son incapaces de asumir responsablemente. ¡Habértelo pensado tres veces, imbécil! ¿O acaso desconoces el significado de los términos “ser vivo”? Vamos, que si bien no me cabe duda de que el perro sea con creces el mejor amigo del hombre, lo que no tengo tan claro es que este le corresponda siempre como se merece.


Almasy©



Reservoir Dogs Intro (Little Green Bag)

jueves, 22 de enero de 2009

56. Yes, we can

Llegó el hombre negro a la Casa Blanca, lo cual no significa que el Madrid haya fichado a otro jugador de tez oscura. No, la cuestión es que Barack Obama ha sido coronado como el hombre más poderoso del planeta. ¿Y a partir de ahora qué? Pues que se sucederán decisiones acertadas y desatinos, como cualquier humano que se precie. Bien es cierto que, como mínimo, el nuevo presidente aterriza portando una ilusión mesiánica, aunque conviene no engañarse en exceso: su predecesor en el cargo es difícil que pudiera haberlo hecho peor y su rival en el reciente proceso electoral era de esos candidatos que huelen a perdedor a leguas. Y estarán conmigo que el éxito de un vencedor también ha de medirse por la grandeza de su rival. Obama, sin embargo, no ha tenido rival. Miento, la única opositora seria en su periplo ha sido una miembra de su propio partido: la señora Hillary Clinton, quien ha padecido en carnes cómo nuevamente los negros les han tomado la delantera a las féminas. Me explico para los menos leídos en este asunto: a finales del siglo XIX-principios del XX el varón negro comienza en diferentes estados de la finca del Tío Sam a ver reconocido su derecho al voto. Esta circunstancia coincide a su vez con las primeras movilizaciones de las mujeres sufragistas, las cuales, en no pocas ocasiones, se manifestaron pesarosas en estos términos: “¿¡Cómo es posible que un hombre negro vote antes que una mujer blanca!?” Paradojas de la vida, el feminismo ve la luz con un claro componente racista.

Es innegable que con Obama accede al poder el símbolo, la esperanza y hasta la fe. Solo anhelamos que estos vengan acompañados del suficiente contenido como para que las cosas mejoren un tantito. Sus biógrafos comentan que también se trata de un intelectual, lo cual es de agradecer, pues a Bush le costaba un triunfo articular frases con sujeto y predicado. Lo único que me preocupa es que sería el 2º presidente con esta cualidad del último siglo. El primero fue J.F. Kennedy y ya saben hasta los más profanos cuál fue su triste final. “¡Por listo!”, debieron pronunciar sus asesinos cuando lo abatieron en Dallas. “¡Y por suertudo!”, habría añadido yo, pues no en vano compartió mesa y mantel con Marilyn Monroe. Casi nada.

De lo que no me cabe duda alguna es que deseo al nuevo inquilino de Washington la mejor de las fortunas, aunque simplemente sea pensando en mi propio beneficio. Porque no nos engañemos: si le va mal al jefe del cotarro al empleado ni te cuento. Que se enteren de una vez por todas los paletos antiamericanistas que meten a todo yanqui viviente en el mismo saco. No señores míos, no. Estados Unidos es una gran nación en la que hay de todo, como en botica. Así que ¡buena suerte! señor Obama. La va a necesitar.


Almasy©




Bruce Spingsteen: "Born in the USA"


viernes, 16 de enero de 2009

55. ¿Qué me pasa, doctor?

Perjuro que es mucha y sincera la admiración que siento por los médicos, pero al fin y al cabo no deja de ser un oficio más en el que se dan cita buenos y malos profesionales. Hoy precisamente ardo en deseos de reflexionar sobre la obra y milagros de los matasanos, esos galenos de medio pelo con los que es mejor no toparse ni para que te extiendan una receta de paracetamol. Se me antoja que algunos, en lugar de carrera de Medicina, hicieron un cursillo de primeros auxilios en cierta academia clandestina de los suburbios y luego acudieron a algún país tercermundista para que les convalidaran el título. Buena prueba de ello es que la mayoría de estos doctores de todo a cien solo tienen dos únicos diagnósticos conocidos. En primer término, todo lo que se parezca a dolor de cabeza, garganta o estómago se resuelve achacándolo a un virus fatal que está golpeando a todo el vecindario. En segundo lugar, siempre que no tienen ni la más remota idea de lo que te aqueja, hacen uso de un infalible comodín: “eso van a ser los nervios”. “¿Pero doctor, si por la pierna me corren ríos de sangre agangrenada?” Nada, hijo, estás somatizando, tómate un Valium”. Estos facultativos de pacotilla son, además, muy amigos de lo obvio. Recuerdo a este respecto una ocasión en la que entré por urgencias con la rodilla hecha un Cristo y el interno de turno me recibió con un rotundo: “ese hinchazón va a ser del golpe”. “No te jode”, pensé, “¿y has necesitado nueve años de carrera para semejante conclusión?”. Vamos, que me recordó a ese chiste que cuenta cómo un paciente acudió a su traumatólogo y este resolvió perspicazmente: “señor Martínez, la radiografía confirma mis sospechas: es usted manco”.

Y es que si la consulta del médico de familia a veces ya es particular, lo de las urgencias suele adquirir la condición de surrealista. Pongamos, verbigracia, una consulta tipo de esas que no pueden esperar. Digamos que te partes la pierna por 7 sitios distintos y concluyes que no te queda más remedio que orientarte hacia el hospital. De camino a este, y si el dolor no te lo impide, cancelas todos tus compromisos del día, pues a estos lugares uno sabe la hora en la que ingresa, pero no a la que saldrá. Si sale; pero seamos optimistas y confiemos en que saldremos, aunque sea con los pies por delante. Nada más llegar te suele recibir un ser hostil, gris, un caballero oscuro que no es Batman, con pinta de mandar más que el ministro de hacienda: es el celador. Te recogen tus datos personales por quincuagésima vez, datos que por cierto ya deben estar en manos hasta del frutero del barrio, y empiezas a atravesar una serie de puertas tipo salón del oeste que en no pocas ocasiones están a punto de estamparte en las narices. ¿Dónde está el técnico en prevención de riesgos laborales en estas ocasiones, eh? Además, como seas mayor de edad, te dejan solo como un perro en la sala aledaña a los cuartitos en los que luego te reconocerán. “¿No puede pasar mi madre conmigo, por favor?”Lo siento, adultos solo con menores de 18 años”. “Ya pero es que yo soy muy sensible, coño”. La antesala a tu reconocimiento suele tratarse de una especie de museo de los horrores en el que cada cual expresa su dolor de diversos modos. Estamos los quejicas como yo, de lágrima fácil y notoria agonía, a los que parece que nos estuvieran degollando vivos aunque hayamos ido a consultar unas putas anginas. Luego están los contenidos, que miran al infinito y de vez en cuando aprietan los dientes aguantando el dolor. Esos me dan un miedo. También están los ancianitos, pobrecitos míos, a los que siempre localizas tumbados en una camilla situada en un pasillo y puntualmente cada 30 segundos escuchas su lánguido: “Ay”.

Tras un par de horitas de impaciente espera llega tu turno. Se te acerca un ATS con pinta de acabar de pegarse la siesta del siglo y te vuelve a preguntar: “¿qué te pasa?” “No sé, llevo tanto tiempo esperando que casi se me ha olvidado”, te apetece decirle. Pero en el último segundo te rilas y le vuelves a largar tu historia para que de nuevo se pare el tiempo. En otro par de horas te meten a rayos. Te pase lo que te pase en urgencias siempre te meten a rayos, revolucionaria técnica con la que no se ven más que los huesos partidos por 7 sitios distintos. Pero como es mi caso estoy de suerte. “Súbase a la camilla”. “Ayúdame, hijoputa, ¿no ves que tengo la pierna rota?”, te tienta soltarle. Pero vuelves a callarte, aprietas los dientes y el culo y te subes a la chapa metálica que alguien acertó a bautizar camilla. Otro par de horitas –habrán visto que todo en urgencias va en lotes de dos horas– y a consulta con el médico. “¿Qué te pasa?” “Que curro mucho, que no me toca la lotería, que mi mujer me maltrata, que el calzoncillo que llevo ahora me aprieta porque me lo compré de una talla menos… yo que sé ya lo que me pasa”. “Mira, te vamos a poner una escayola hasta el cuello, te pones hielo y te tomas un antiinflamatorio cada 8 horas”. “Pero oiga, ¿cómo me pongo el hielo con la escayola?” “No sé, pero póngaselo”. Además, suele concluir con otro comodín recurrente: “en ocho días acuda a su traumatólogo habitual y si empeora vuelva a pasarse por aquí”. “¡Y una mierda como un niño de tres años!”, te dan ganas de espetarle; pero de nuevo te callas como un puta por esa especie de miedo escénico que suelen destilar los médicos independientemente de lo infames que sean. Seamos sinceros, ante este panorama que les describo: ¿dan o no dan ganas de automedicarse? Dan.


Almasy©


Veneno, Muchachito, Amador y Peret: "El muerto vivo"