jueves, 27 de noviembre de 2008

50. Gilda

La llamaban Gilda porque sus padres se besaron por primera vez una noche de sesión golfa en su filmoteca de barrio durante la seductora interpretación de la pelirroja más cañón que ha dado Hollywood. Siempre agradeció a los dioses que sus progenitores no se conocieran tras visionar o leer La pasión turca de Gala. No habría soportado llamarse Desideria. Oriunda de León, acababa de aprobar las oposiciones de educación secundaria en Madrid y se dirigía a la capital a tomar posesión de su cargo en un instituto de la zona centro. Al llegar a la estación de autobuses el calor era abrumador. Corría un 27 de agosto y comenzó entonces a padecer el abrasador aroma del asfalto capitalino. Los pasajeros bullían por los andenes, y el pavor, unido al ensordecedor ruido de cláxones y voces al teléfono móvil, le produjo una sensación de ahogo. Comprendió entonces la ira misantrópica de Michael Douglas en Un día de furia. Necesitaba relajarse porque estaba a punto de vomitar de ansiedad, así que acudió a los servicios de la estación. Se masturbó unos minutos y salió mucho más relajada. Decidió entonces tomar un refrigerio antes de dirigirse al hotel en que se alojaría hasta encontrar un alquiler razonable. Si es que en Madrid se puede hablar de razón. No buscó demasiado, entró en la primera cafetería que encontró y fue atendida por un camarero apolíneo, con una mirada arrebatadora.

-¿Qué va a tomar?

-Mi niño, con esos ojazos me puedes poner lo que tú quieras, aunque gustosamente me tomaría una cervecita bien fría- sugirió Gilda con un descaro majestuoso.

El barista se sintió incómodo con el cumplido porque si él era lindo, Gilda lo era aún más. Tenía los ojos verdes y el cabello oscuro. Portaba una aparente inocencia tremendamente seductora, casi virginal, y unas curvas que hacían estremecerse de atracción a quien las contemplaba. Su piel era tersa, nacarada, como si la vida no hubiese golpeado jamás sus encantos. En resumidas cuentas, Gilda era un ser asquerosamente perfecto y ella lo sabía y se aprovechaba de ello. De hecho, le agradaba especialmente poner en aprietos a los hombres abusando de su sensual descaro.

-Pobres imbéciles, sólo saben pensar con el miembro.

Salió finalmente del local y puso rumbo al hotel. El taxista que la condujo era un tipo hablador, pero Gilda no entró en el juego de la conversación. No podía quitarse de la cabeza la hermosura del camarero de la cafetería de la estación. Intentó imaginárselo eructando o cagando para poder sacarlo de su mente mediante una visión desagradable de él, pero no fue capaz. Finalmente llegó a su alojamiento e intentó dormir. Apenas pudo conciliar el sueño hasta que volvió a masturbarse. Era la segunda vez en el día.

-Debe ser el cambio de tiempo y los nervios- se justificó a sí misma por tanto toqueteo genital.

A la mañana siguiente se despertó ofuscada, fuera de sitio, preguntándose qué coño le había llevado a aquella voraz ciudad aparentemente repleta de cadáveres vivientes. El dinero, concluyó. Y que en León nadie precisaba que me quedara. Estaba jodidamente sola. Desayunó poco, se aseó ligeramente y decidió acercarse a conocer el que sería su centro de trabajo a partir del mes de septiembre. No tenía la más remota idea de dónde se encontraba así que tomó otro maldito taxi. Los odiaba, sobre todo cuando bajaban la bandera. Le ponía nerviosa observar cómo iban progresando los numeritos del contador al tiempo que disminuía el dinero de su bolsillo. Tras un largo y sinuoso trayecto, el automóvil interrumpió la marcha.

-Aquí es señorita- anunció el taxista.

-¿Está usted seguro?- preguntó Gilda

-Por supuesto: “Instituto Público Ramón Gómez de la Serna”, calle del Abrevadero 57, es aquí- insistió el peseta con un tonito recalcitrantemente orgulloso al tiempo que desafiante.

-¡Pero si esto parecen las putas ruinas de Pompeya!- pensó Gilda para sí.

Efectivamente el Gómez de la Serna era un instituto antiquísimo, probablemente de los más rancios de España. Presentaba un aspecto exterior distinguido, señorial, con una portada a caballo entre el Barroco y el Neoclásico en la que destacaban la profusión de elementos decorativos. Nada más entrar, junto a la portería, dos columnas salomónicas dignas del mismísimo Bernini, alojaban una pequeña caseta que servía de garita para los ordenanzas. A la derecha se abría una soberbia escalera de mármol rematada con algunas tallas de madera simétricamente dispuestas cada intervalo de diez peldaños. La entrada había sido para Gilda sencillamente abrumadora ante tanta grandiosidad; pero no iba a dejarse impresionar fácilmente.

Se percató de la existencia de vida inteligente en la garita y se dirigió hacia ella con la intención de hacer algunas preguntas triviales. Metida debajo de unas gafotas de pasta negras había una mujer de unos 55 años ciertamente monstruosa. Tenía las cuencas de los ojos muy hundidas, nariz aguileña repleta de puntos negros y una boca que lucía unos labios tan prominentes que parecía que se hubiera caído de pequeña en una marmita de colágeno. A Gilda le tentó estrujarle aquellas espinillas negras y brillantes que lucía en su napia la señora, pero se contuvo. Estaba leyendo el ABC y no tenía mucha pinta de tener buen oído porque tenía un transistor sobre la mesa a tal volumen que casi hacía temblar los cristales del cuartucho en que se encontraba.

-Buenos días, soy Gilda Rimón, la nueva profesora de historia del centro.

Confirmó que la ordenanza no oía una mierda, pues no levantó la vista del diario ni un milímetro.

-Buenos días, soy Gilda Rimón, la nueva profesora de historia del centro- repitió.

Entonces el esperpento se percató de que alguien estaba hablando con ella, si bien no alcanzó a descodificar lo que Gilda acababa de decirle.

-Buenos días ¿qué desea?- señaló la ordenanza mirándola desconfiadamente.

-Le decía que soy la nueva profesora de historia. Me incorporó el próximo 1 de septiembre y me gustaría echar un vistazo al edificio- indicó Gilda muy amablemente.

-Lo siento, está cerrado, las matrículas de alumnos de septiembre no se abren hasta después de las recuperaciones- contestó el supuesto ser inteligente.

Gilda dudó unos instantes. No sabía si la ordenanza no la había oído, si no había entendido la pregunta o si era gilipollas y le estaba tomando el pelo. Se serenó e intentó convencerse que había sido la primera de las opciones.

-No, creo que no me ha entendido. Le he dicho que soy la nueva profesora de historia y que me gustaría dar una vuelta por el centro para ir conociéndolo- gritó esta vez.

-Encantada, pero le he dicho que está cerrado- insistió la ordenanza.

Entonces sí que se cabreó. No soportaba a esa clase de personas a las que te diriges amablemente y te responden con grosería. Si estaban enfrentadas con el mundo y vivían una asquerosa existencia no era culpa suya.

-Creo que la que no me ha entendido es usted. No acabo de asimilar cómo he podido entrar por una puerta abierta en la que he encontrado una persona con una ventanilla abierta si todo está tan cerrado como usted dice. Una de dos, o el centro está abierto o está abierto. ¿No cree?

La ordenanza recompuso su enjuta postura y pareció captar el mensaje. Cogió unas llaves harto oxidadas y se las entregó a Gilda de muy malos modos.

-Esta llave larga es la de su departamento. Segundo piso, penúltima puerta del pasillo de la derecha. La corta y dorada es la de la sala de profesores, tercer piso, cuarta puerta del pasillo de la izquierda. En el resto del edificio no puede entrar porque está en obras.

Gilda aceptó la solución final y se dirigió a conocer las dos salas a las que tenía acceso después del incidente aduanero de la entrada. Caminó despacio, observando minuciosamente cada detalle. Primero orientó sus pasos hacia el departamento de Geografía e Historia. Este tenía una mesa larga y ancha en el centro, con sillas de resabio decimonónico a ambos lados. Olía a madera vieja y carcomida pero a Gilda siempre le habían gustado los olores fuertes. En más de una ocasión había pensado incluso en la posibilidad de elaborar un perfume de barniz, gasolina o aguarrás. Le encantaban. Dos fornidas estanterías de roble claro daban cobijo a una multitud ingente de volúmenes aparentemente antiquísimos. Echó un vistazo a los títulos y enseguida percibió que allí no había entrado nada nuevo desde aproximadamente 1960. Pudo apreciar por ejemplo, ojeando las enciclopedias, que estas incluían denominaciones como Caudillo de España por la Gracia de Dios, Vascongadas o Castilla la Vieja.

-Seguramente que en Ciencias Naturales no han llegado ni a Darwin- pensó maliciosamente.

Continuó su revisión y entonces percibió un detalle que le había pasado inadvertido en su primera ojeada. Sobre la mesa había un pequeño portarretratos con una fotografía en la que aparecían tres personajes. Supuso que serían sus compañeros de departamento. Se dispuso a analizarlos concienzudamente. El de la izquierda era un tipo de unos 45 años, trajeado y con tanta gomina en el cabello que hacía daño a la vista por el mero resplandor que desprendía. No era muy alto y sonreía con poco entusiasmo. Su primera impresión es que se trataba de un sujeto vulgar. A la derecha del grupo había otro hombre algo más joven, también con traje y un simpático cabello rizado. Este sí que esbozaba una sonrisa llena de naturalidad, sincera, cándida, cercana. Gilda volvió entonces a pensar en el camarero de la estación. Su compañero tenía un cierto parecido.

-Con este crapulilla me voy a llevar bien- pensó internamente.

Por último, entre ambos hombres, se encontraba una mujer de unos 60 años. Seria, solemne, casi hierática. Recordaba a la estatuaria egipcia. Era muy alta y con una figura bien conservada. Vestía un conjunto chaqueta-pantalón de raya ejecutiva, muy elegante; pero sin duda lo más destacable era su rostro, sobre todo sus ojos. Gilda no podía dejar de contemplar aquellas pupilas intrigantes. Sintió una ambigua sensación que conjugaba miedo, asco y atracción al mismo tiempo. Estuvo descolocada unos instantes hasta que devolvió la foto a su sitio y prosiguió la inspección. Continuó entonces su periplo por el centro visitando la majestuosa sala de profesores, decorada en su mayoría por los retratos de los catedráticos más ilustres que habrían pasado por el instituto desde su apertura. Gilda los examinó detenidamente. Todos hacían gala de unos aires de grandeza casi imperiales, con el gesto firme y seguro. Miraban al frente con decisión, como desafiando al fotógrafo y destilaban una especie de halo de sabiduría que a Gilda le pareció reconfortante. El centro de la sala estaba gobernado por una mesa similar a la de su departamento, aunque cuatro veces mayor y al filo del canto se podían leer en unas minúsculas placas metálicas los nombres de los docentes que habían pasado por el centro. Algún día ella también vería grabado su nombre allí y si bien esto no le pareció un fenómeno extraordinario, al menos engordó ligeramente su ego por unos breves instantes.

Tras finalizar la visita se encaminó nuevamente a la puerta principal. Esta vez en la garita no había nadie, lo que le permitió no toparse de nuevo con la ridícula ordenanza. Salió a la calle, donde corría ahora una suave brisa que alivió su ansiedad y refrescó su piel quemada por el sol estival. Para regresar al hotel optó por el metro. Nuevamente la ansiedad volvió a apoderarse de ella. Sentía ganas de vomitarle a toda aquella muchedumbre con la que compartía vagón y de gritarles:

-¿Por qué no desaparecéis todos, joder?

Finalmente logró abstraerse poniendo su reproductor de música portátil a todo volumen y cerrando los ojos.

Almasy©




"Put the blame on Mame" BSO Gilda, con Rita Hayworth

sábado, 8 de noviembre de 2008

49. Comen una y cuentan veinte

Hacía tiempo que no viajaba en el suburbano. Tanto como que antes lo llamaba el puto metro. Sin embargo, ahora me he aburguesado y llevo el coche hasta para sacar la leña al patio aunque eso implique tragarse atascazos a tutiplén. Tan culpable me sentía la semana pasada por mi recurrente uso del automóvil que decidí recordar viejos tiempos y reencontrarme nuevamente con el transporte público. Me decanté así por el citado suburbano para aventurarme hasta la capital del estado. Los paletos como yo nos atusamos sobremanera cuando viajamos al centro de Madrid, así que como no podía ser de otra manera, me engalané como un repollo y dispuse ingentes cantidades de perfume del caro sobre todos los poros de mi nacarada piel antes de iniciar la travesía.

Nada más traspasar los tornos descubrí un metro más decoroso del que recordaba, más molón, ajeno a aquel tufo intenso a Eau de Alcantarilla con almizcle de Sobaco Revenido. Un metro que vuela, vamos. Sin embargo, cuando pensaba que había ingresado en un universo bien distinto al de mis tiempos universitarios, me topé de bruces con algo que no había cambiado: las conversaciones de la fauna suburbana. Concretamente se sentaron a mi vera tres gachós nacionales veinteañeros que empezaron a largar sus ligoteos de fin de semana. El caso es que empezaron flojito, pero seguramente porque tenían público asistente se fueron calentando hasta el punto de ponerse cargantes. Llevaba la voz cantante uno de esos que portan la gorrita de medio lado a los que te dan ganas de gritarles: “¡Pataliebre, que esto es Móstoles, no Oklahoma!” A medida que el pavo en cuestión narraba sus escarceos iba confirmando mis hipótesis: desde luego que cuán patéticos somos los hombres, o cuán patéticos son algunos hombres, o cuán patéticos hemos sido la mayoría de los hombres en alguna ocasión. El jambo concretamente presumía de haberse calzado dos tipas en una noche y relataba con pelos y señales sus artes amatorias para con ambas mientras sus interlocutores babeaban estupefactos portando insidiosas sonrisas. ¡Vamos a ver subnormal profundo: empieza por asumir que los hombres no nos calzamos nada, son ellas las que deciden cómo, cuándo, dónde y sobre todo a quién se calzan! Pero lo que todavía me enojó más fue cuando se refirió a sendas féminas como un par de zorras calentorras, resucitando entonces algunos complejos que yo ya daba por trasnochados: hombre ligón = machote o cabronazo con suerte; mujer ligona = fresca sinvergüenza más puta que María Martillo. Y que conste en acta que mi cabreo monumental no se basaba única y exclusivamente en cuestiones ético-morales, sino también lógicas. Me explico: puesto que dos no se juntan si uno no quiere, hasta el más contumaz de los machistas debería replantearse esta asociación aunque simplemente fuese por su propio interés, pues sin frescas no habría machotes.

Finalmente, lo único que me consuela es que estadísticamente cinco de cada cuatro machotes son una suerte de fantasmas sin bola ni cadena que suelen pasar a dos velas el 80% de sus miserables existencias. El otro 20% lo emplean en propagar a los cuatro vientos la jugada por excelencia del afamado parchís: comer una y contar veinte.

Almasy©



PARCHÍS: “Parchís”