jueves, 18 de diciembre de 2008

53. Reglamento Navideño



Se aventuran, como saben, fechas festivas, concretamente la Navidad o las Navidades, me da lo mismo que lo mismo me da. Quede dicho de antemano que cada uno es libre de celebrarlas como le dé la real o la republicana gana. De hecho, hasta me parece cojonudo que se opte por no celebrarlas en modo alguno. Sin embargo, normalmente no se suele librar ni el Tato de entrar en un juego que presenta un conjunto de reglas muy marcadas. Como mínimo cinco:

REGLA NÚMERO 1: ASUME QUE ES NAVIDAD: A no ser que te pasaras el conjunto de las fiestas encerrado a cal y canto en tu casa con los cascos y la pertinente música a toda mecha, resulta materialmente imposible aislarse del ambiente navideño. Tanto como esas veces en las que grabamos un partido de Champions y pretendemos no enterarnos del resultado hasta poder visionarlo. Imposible. Pues con la Navidad ocurre algo parecido. Desde las luces en las calles, los temas musicales a base de zambombas, la avalancha de anuncios de juguetes y perfumes en la caja tonta o el subnormal de turno con los petarditos a la vera de tu hogar, te recuerdan a cada instante las fechas en las que te encuentras.

REGLA NÚMERO 2: LOTERÍA Y TURRÓN: Mira que he conocido desde confesos ateos de los que se jactan de ni entonar un villancico en este tiempo a beatones de pro de los de misa y rosario diarios, y todos sin excepción son consumidores en estas fechas de estos dos artículos imprescindibles y con mucho más en común de lo que parece a priori. Ambos, por ejemplo, están concebidos para tu hinchamiento, uno de millones y otro de kilocalorías, pero hinchamiento al fin y al cabo. Además, también comparten que, si bien en principio su consumo estaría indicado en los meses navideños por excelencia, resulta harto frecuente el poder hacerte con ellos hasta en el mismísimo verano, ataviaditos todavía con el pertinente uniforme estival, a saber: camiseta de tirantes, bermudas y chancletas.

REGLA NÚMERO 3: EL RENCUENTRO: Aunque están proliferando los casos que optan por pasar estas fiestas solitos, sigue siendo lo más habitual eso de reunirse la familia y/o los amigos fundamentalmente en esas fechas claves como son la Nochebuena y la Nochevieja. ¡Qué país! ¡Con la de Sol que gastamos y lo que nos embelesa el ocaso! ¡Para vampiros no tendríamos precio! El caso es que esas noches nos rencontramos con aquellos seres queridos a los que tal vez no hayamos visto el pelo en todo el año y a mí con eso me basta. La excusa es indiferente en estos casos.

REGLA NÚMERO 4: CONSUMISMO A TUTIPLÉN: No les falta razón a quienes afirman que la Navidad puede convertirse en una tormenta consumista de la que se recomienda huir como alma que lleva el diablo. Empero, a nadie le amarga un dulce, en este caso un par de regalitos o tres como mínimo, y el que esté libre de culpa que tire la primera bola de nieve. Otra cosa es pulirse lo que no ganaste o empeñar un riñón justificando que siempre te quedará el otro de repuesto; pero a mí personalmente me gusta regalar y que me regalen y no pienso dejar de hacerlo por mucho que me lo indique el Papa de Roma o los de la Congregación Antisistema del Espíritu Pagano.

REGLA NÚMERO 5: CEBARSE A DOLOR: Hasta el más pintado se pone en estas fechas hasta las trancas. Tanto que el que no coja ni una arroba (unos 12 kgs.) durante las mismas solo podría deberse a dos únicas razones: o bien padece de bulimia o bien es poseedor de una constitución privilegiada, como la mía, vamos. Por otra parte, con motivo de la preparación de las viandas navideñas, alcanzas a contemplar escenas inéditas como el ingreso de tu padre en la cocina. Vale que exclusivamente con el fin de cortar el jamón y preparar la bandeja de dulces y cascajo, pero menos da una piedra y da más fuerte.
En definitiva, las Navidades son como las dificultades: puedes esconderte de ellas, mas no evitarlas, así que nada mejor que relajarse y disfrutar, como cuando te van a... (el que se sepa el chiste pillará este atropellado final). Felices Fiestas bitacoreros de mis entretelas.


Almasy©


FRANK SINATRA & BING CROSBY: "Jingle Bells"


viernes, 12 de diciembre de 2008

52. El pack completo

Estaba el otro jueves de cháchara con los amigotes al frescor de una cerveza cuando surgen en la conversación dos temas estrellas de la actualidad nacional: el aborto y la eutanasia. El caso es que todos los presentes expusieron su opinión al respecto y cuando llegó mi turno espeté un rotundo: “ni a favor ni en contra de la eutanasia y con dudas sobre el aborto”. La sentencia generó un silencio rápidamente disuelto por un par de mis interlocutores: “menudo conservador carca estás hecho, querido”. Entonces me encabroné. Y es que en este país en el que vivo y sobre el que me considero con derecho a opinar, sigue vigente de una u otra forma ese mito de las dos Españas que tomara especial cuerpo al hilo de nuestra guerra más incivil de cuantas hemos librado. Tal es así que continúo percibiendo dos grandes grupos de poder y pensamiento que llevan adscritos sendos packs completos e inamovibles de maneras de entender la realidad. Vamos, que no puedes sacar los pies del tiesto y optar por el siempre enriquecedor eclecticismo, pues lo único que se te permite es afiliarte a todos y cada uno de los preceptos cuasi bíblicos que profesan ambos grupos. Y uno que se niega se encuentra con que lo tildan de cínico, advenedizo, tibio, chaquetero, partidario del sol que más calienta y hasta tránsfuga. Ahí queda eso. Pero de lo que no se dan cuenta es que se están perdiendo la complejidad de los fenómenos y obviando que habitualmente las cosas no han sido casi nunca ni blancas ni negras, sino grises. ¡Pobres diablos! ¡Si supieran algo más de historia!

Reconozco, por ejemplo, que sobre el aborto voluntario – ni se me ocurre discutir un ápice los tres casos legales que se contemplan actualmente en España: violación de la mujer, peligro para la madre y riesgo de enfermedad grave para el bebé – no tengo una opinión absolutamente formada por varios motivos. En primer término porque no soy un experto con la capacidad necesaria para diferenciar dónde acaba el cigoto y empieza el feto, o por ponerme aristotélico, en qué momento la criatura deja de estar en potencia para tornarse en acto. Sí tengo más claro mi frontal rechazo a esas feministas de postal que ignoran la opinión de los varones reivindicando para este asunto el aclamado lema: “nosotras parimos, nosotras decidimos”, porque seguramente las que lo berrean son las mismas que luego instan al padre a implicarse en cuerpo y alma al cuidado de la criatura en los mismos términos que la madre. Aquí o jugamos todos o se rompe la baraja.

Lo que parece evidente es que si todos convenimos que tener un hijo debería ser el resultado de una decisión seria y meditada, su interrupción voluntaria, o sea el aborto, también debería cumplir este mínimo requisito. Es por ello que reclamo un estudio pormenorizado de cada caso a fin de minimizar las posibles decisiones equivocadas. En definitiva: que no me niego de plano a que se practique según qué circunstancias, pero tampoco es cuestión de equiparar un legrado con una extracción dentaria como parece que se plantea desde algunos foros, ¿verdad?

Por su parte la eutanasia es harina de otro costal, pues no implica decidir sobre la vida de un tercero, sino sobre la propia, así que si a uno se le pone en los cojones o en los ovarios quitarse de en medio, allá cada cual con su existencia, que para eso es suya. Ahora bien, esto tampoco significa que anhele con especial fruición la aniquilación de enfermos terminales, sino que me inclino porque cada cual resuelva sobre su propia vida como le venga en gana.

Lo dicho, damas y caballeros: ni a favor ni en contra de la eutanasia y con dudas sobre el aborto. Vamos, que no encajo.

Almasy©

Los Delinqüentes: "Nube de pegatina"

domingo, 7 de diciembre de 2008

51. Grandes olvidados

Fue el humorista Luis Piedrahita quien la semana pasada reflexionaba en el programa El Hormiguero sobre una de las grandes olvidadas de la historia de la vida doméstica: la última croqueta, la de la vergüenza, la que nadie se come y margina en el plato alegando el manido “Uf, estoy lleno, ya no puedo más”, desoyendo una y otra vez las invitaciones del anfitrión para que remates el ejemplar que resta solo y desvalido. Y precisamente sobre otros ilustres marginados de nuestra existencia cotidiana quisiera reflexionar en la presente entrega a modo de sincero homenaje que conmemore su labor oscura y frecuentemente poco reconocida.

Reivindico en primer término un lugar más digno en el mundo para las rebanadas del comienzo y del final que porta todo paquete de pan de molde que se precie. Son las ovejitas negras, pobrecitas mías, con lo bien que hacen las veces de tapas y nadie suele comérselas solo por tener una cara diferente al resto. ¡Menudos racistas cerealísticos estamos hechos! En el mejor de los casos uno se las deja para el final y solo en aquellas ocasiones en las que olvidaste comprar un nuevo paquete te las acabas engullendo a regañadientes. “Mierda, solo quedan los culos”, sueles lamentar en cuanto palpas a las dos últimas inquilinas de la bolsa.

Otro marginado de postín no es otro que el culín final de una de nuestras bebidas más ilustres: la sidra asturiana. Desconozco si han tenido la oportunidad de degustarla en algún lagar, pero si no ha sido así les pongo en situación. Ya sea el tabernero de turno o el amiguete solícito con el que acudes, el ritual consiste en escanciar el brebaje para tragarlo presto pero sin apurar hasta la última gota. Es más, la tradición apunta que has de arrojar al suelo del recinto ese culín final antes de proceder al siguiente repostaje. ¡Cuánto desprecio! ¡Qué desaire! ¡Y menuda carita de pena nos pone ese último sorbo que despreciamos tan alegremente! “¡Joer, no valgo ni para que me beban!”, debe pensar el pobre infeliz mientras lo lanzamos displicentes sobre la tarima del garito.

Por último, pero no por ello menos importante, quisiera conmemorar al turuto de cartón sobre el que se enrolla el papel higiénico. Ese turuto que nos ha acompañado pacientemente en todos esos momentos de soledad que hemos pasado en el retrete, soportando estoicamente en no pocas ocasiones escenas ciertamente desagradables y olores a buen seguro próximos a lo inmundo. Sin embargo nosotros, haciendo buena la sentencia que advierte que “de desagradecidos está el mundo lleno”, acabamos por ignorarlo nada más apuramos la última lámina de papel que nuestro turuto ha alojado gentilmente. Es más, en ese preciso instante lo contemplamos hasta con cierto enojo, lamentando la extinción de la celulosa y anhelando su sustitución por un nuevo ejemplar. En definitiva, ¡a Rollo muerto, Rollo puesto!

Almasy©



Marlango: "It´s all right"

jueves, 27 de noviembre de 2008

50. Gilda

La llamaban Gilda porque sus padres se besaron por primera vez una noche de sesión golfa en su filmoteca de barrio durante la seductora interpretación de la pelirroja más cañón que ha dado Hollywood. Siempre agradeció a los dioses que sus progenitores no se conocieran tras visionar o leer La pasión turca de Gala. No habría soportado llamarse Desideria. Oriunda de León, acababa de aprobar las oposiciones de educación secundaria en Madrid y se dirigía a la capital a tomar posesión de su cargo en un instituto de la zona centro. Al llegar a la estación de autobuses el calor era abrumador. Corría un 27 de agosto y comenzó entonces a padecer el abrasador aroma del asfalto capitalino. Los pasajeros bullían por los andenes, y el pavor, unido al ensordecedor ruido de cláxones y voces al teléfono móvil, le produjo una sensación de ahogo. Comprendió entonces la ira misantrópica de Michael Douglas en Un día de furia. Necesitaba relajarse porque estaba a punto de vomitar de ansiedad, así que acudió a los servicios de la estación. Se masturbó unos minutos y salió mucho más relajada. Decidió entonces tomar un refrigerio antes de dirigirse al hotel en que se alojaría hasta encontrar un alquiler razonable. Si es que en Madrid se puede hablar de razón. No buscó demasiado, entró en la primera cafetería que encontró y fue atendida por un camarero apolíneo, con una mirada arrebatadora.

-¿Qué va a tomar?

-Mi niño, con esos ojazos me puedes poner lo que tú quieras, aunque gustosamente me tomaría una cervecita bien fría- sugirió Gilda con un descaro majestuoso.

El barista se sintió incómodo con el cumplido porque si él era lindo, Gilda lo era aún más. Tenía los ojos verdes y el cabello oscuro. Portaba una aparente inocencia tremendamente seductora, casi virginal, y unas curvas que hacían estremecerse de atracción a quien las contemplaba. Su piel era tersa, nacarada, como si la vida no hubiese golpeado jamás sus encantos. En resumidas cuentas, Gilda era un ser asquerosamente perfecto y ella lo sabía y se aprovechaba de ello. De hecho, le agradaba especialmente poner en aprietos a los hombres abusando de su sensual descaro.

-Pobres imbéciles, sólo saben pensar con el miembro.

Salió finalmente del local y puso rumbo al hotel. El taxista que la condujo era un tipo hablador, pero Gilda no entró en el juego de la conversación. No podía quitarse de la cabeza la hermosura del camarero de la cafetería de la estación. Intentó imaginárselo eructando o cagando para poder sacarlo de su mente mediante una visión desagradable de él, pero no fue capaz. Finalmente llegó a su alojamiento e intentó dormir. Apenas pudo conciliar el sueño hasta que volvió a masturbarse. Era la segunda vez en el día.

-Debe ser el cambio de tiempo y los nervios- se justificó a sí misma por tanto toqueteo genital.

A la mañana siguiente se despertó ofuscada, fuera de sitio, preguntándose qué coño le había llevado a aquella voraz ciudad aparentemente repleta de cadáveres vivientes. El dinero, concluyó. Y que en León nadie precisaba que me quedara. Estaba jodidamente sola. Desayunó poco, se aseó ligeramente y decidió acercarse a conocer el que sería su centro de trabajo a partir del mes de septiembre. No tenía la más remota idea de dónde se encontraba así que tomó otro maldito taxi. Los odiaba, sobre todo cuando bajaban la bandera. Le ponía nerviosa observar cómo iban progresando los numeritos del contador al tiempo que disminuía el dinero de su bolsillo. Tras un largo y sinuoso trayecto, el automóvil interrumpió la marcha.

-Aquí es señorita- anunció el taxista.

-¿Está usted seguro?- preguntó Gilda

-Por supuesto: “Instituto Público Ramón Gómez de la Serna”, calle del Abrevadero 57, es aquí- insistió el peseta con un tonito recalcitrantemente orgulloso al tiempo que desafiante.

-¡Pero si esto parecen las putas ruinas de Pompeya!- pensó Gilda para sí.

Efectivamente el Gómez de la Serna era un instituto antiquísimo, probablemente de los más rancios de España. Presentaba un aspecto exterior distinguido, señorial, con una portada a caballo entre el Barroco y el Neoclásico en la que destacaban la profusión de elementos decorativos. Nada más entrar, junto a la portería, dos columnas salomónicas dignas del mismísimo Bernini, alojaban una pequeña caseta que servía de garita para los ordenanzas. A la derecha se abría una soberbia escalera de mármol rematada con algunas tallas de madera simétricamente dispuestas cada intervalo de diez peldaños. La entrada había sido para Gilda sencillamente abrumadora ante tanta grandiosidad; pero no iba a dejarse impresionar fácilmente.

Se percató de la existencia de vida inteligente en la garita y se dirigió hacia ella con la intención de hacer algunas preguntas triviales. Metida debajo de unas gafotas de pasta negras había una mujer de unos 55 años ciertamente monstruosa. Tenía las cuencas de los ojos muy hundidas, nariz aguileña repleta de puntos negros y una boca que lucía unos labios tan prominentes que parecía que se hubiera caído de pequeña en una marmita de colágeno. A Gilda le tentó estrujarle aquellas espinillas negras y brillantes que lucía en su napia la señora, pero se contuvo. Estaba leyendo el ABC y no tenía mucha pinta de tener buen oído porque tenía un transistor sobre la mesa a tal volumen que casi hacía temblar los cristales del cuartucho en que se encontraba.

-Buenos días, soy Gilda Rimón, la nueva profesora de historia del centro.

Confirmó que la ordenanza no oía una mierda, pues no levantó la vista del diario ni un milímetro.

-Buenos días, soy Gilda Rimón, la nueva profesora de historia del centro- repitió.

Entonces el esperpento se percató de que alguien estaba hablando con ella, si bien no alcanzó a descodificar lo que Gilda acababa de decirle.

-Buenos días ¿qué desea?- señaló la ordenanza mirándola desconfiadamente.

-Le decía que soy la nueva profesora de historia. Me incorporó el próximo 1 de septiembre y me gustaría echar un vistazo al edificio- indicó Gilda muy amablemente.

-Lo siento, está cerrado, las matrículas de alumnos de septiembre no se abren hasta después de las recuperaciones- contestó el supuesto ser inteligente.

Gilda dudó unos instantes. No sabía si la ordenanza no la había oído, si no había entendido la pregunta o si era gilipollas y le estaba tomando el pelo. Se serenó e intentó convencerse que había sido la primera de las opciones.

-No, creo que no me ha entendido. Le he dicho que soy la nueva profesora de historia y que me gustaría dar una vuelta por el centro para ir conociéndolo- gritó esta vez.

-Encantada, pero le he dicho que está cerrado- insistió la ordenanza.

Entonces sí que se cabreó. No soportaba a esa clase de personas a las que te diriges amablemente y te responden con grosería. Si estaban enfrentadas con el mundo y vivían una asquerosa existencia no era culpa suya.

-Creo que la que no me ha entendido es usted. No acabo de asimilar cómo he podido entrar por una puerta abierta en la que he encontrado una persona con una ventanilla abierta si todo está tan cerrado como usted dice. Una de dos, o el centro está abierto o está abierto. ¿No cree?

La ordenanza recompuso su enjuta postura y pareció captar el mensaje. Cogió unas llaves harto oxidadas y se las entregó a Gilda de muy malos modos.

-Esta llave larga es la de su departamento. Segundo piso, penúltima puerta del pasillo de la derecha. La corta y dorada es la de la sala de profesores, tercer piso, cuarta puerta del pasillo de la izquierda. En el resto del edificio no puede entrar porque está en obras.

Gilda aceptó la solución final y se dirigió a conocer las dos salas a las que tenía acceso después del incidente aduanero de la entrada. Caminó despacio, observando minuciosamente cada detalle. Primero orientó sus pasos hacia el departamento de Geografía e Historia. Este tenía una mesa larga y ancha en el centro, con sillas de resabio decimonónico a ambos lados. Olía a madera vieja y carcomida pero a Gilda siempre le habían gustado los olores fuertes. En más de una ocasión había pensado incluso en la posibilidad de elaborar un perfume de barniz, gasolina o aguarrás. Le encantaban. Dos fornidas estanterías de roble claro daban cobijo a una multitud ingente de volúmenes aparentemente antiquísimos. Echó un vistazo a los títulos y enseguida percibió que allí no había entrado nada nuevo desde aproximadamente 1960. Pudo apreciar por ejemplo, ojeando las enciclopedias, que estas incluían denominaciones como Caudillo de España por la Gracia de Dios, Vascongadas o Castilla la Vieja.

-Seguramente que en Ciencias Naturales no han llegado ni a Darwin- pensó maliciosamente.

Continuó su revisión y entonces percibió un detalle que le había pasado inadvertido en su primera ojeada. Sobre la mesa había un pequeño portarretratos con una fotografía en la que aparecían tres personajes. Supuso que serían sus compañeros de departamento. Se dispuso a analizarlos concienzudamente. El de la izquierda era un tipo de unos 45 años, trajeado y con tanta gomina en el cabello que hacía daño a la vista por el mero resplandor que desprendía. No era muy alto y sonreía con poco entusiasmo. Su primera impresión es que se trataba de un sujeto vulgar. A la derecha del grupo había otro hombre algo más joven, también con traje y un simpático cabello rizado. Este sí que esbozaba una sonrisa llena de naturalidad, sincera, cándida, cercana. Gilda volvió entonces a pensar en el camarero de la estación. Su compañero tenía un cierto parecido.

-Con este crapulilla me voy a llevar bien- pensó internamente.

Por último, entre ambos hombres, se encontraba una mujer de unos 60 años. Seria, solemne, casi hierática. Recordaba a la estatuaria egipcia. Era muy alta y con una figura bien conservada. Vestía un conjunto chaqueta-pantalón de raya ejecutiva, muy elegante; pero sin duda lo más destacable era su rostro, sobre todo sus ojos. Gilda no podía dejar de contemplar aquellas pupilas intrigantes. Sintió una ambigua sensación que conjugaba miedo, asco y atracción al mismo tiempo. Estuvo descolocada unos instantes hasta que devolvió la foto a su sitio y prosiguió la inspección. Continuó entonces su periplo por el centro visitando la majestuosa sala de profesores, decorada en su mayoría por los retratos de los catedráticos más ilustres que habrían pasado por el instituto desde su apertura. Gilda los examinó detenidamente. Todos hacían gala de unos aires de grandeza casi imperiales, con el gesto firme y seguro. Miraban al frente con decisión, como desafiando al fotógrafo y destilaban una especie de halo de sabiduría que a Gilda le pareció reconfortante. El centro de la sala estaba gobernado por una mesa similar a la de su departamento, aunque cuatro veces mayor y al filo del canto se podían leer en unas minúsculas placas metálicas los nombres de los docentes que habían pasado por el centro. Algún día ella también vería grabado su nombre allí y si bien esto no le pareció un fenómeno extraordinario, al menos engordó ligeramente su ego por unos breves instantes.

Tras finalizar la visita se encaminó nuevamente a la puerta principal. Esta vez en la garita no había nadie, lo que le permitió no toparse de nuevo con la ridícula ordenanza. Salió a la calle, donde corría ahora una suave brisa que alivió su ansiedad y refrescó su piel quemada por el sol estival. Para regresar al hotel optó por el metro. Nuevamente la ansiedad volvió a apoderarse de ella. Sentía ganas de vomitarle a toda aquella muchedumbre con la que compartía vagón y de gritarles:

-¿Por qué no desaparecéis todos, joder?

Finalmente logró abstraerse poniendo su reproductor de música portátil a todo volumen y cerrando los ojos.

Almasy©




"Put the blame on Mame" BSO Gilda, con Rita Hayworth