jueves, 30 de junio de 2011

164. Indignant

Mi deformación profesional me empuja siempre a acercarme a los acontecimientos con ojos de historiador. Y para ello me enseñaron que se precisa una distancia suficiente que permita el análisis y el establecimiento probado de unas causas, desarrollo y consecuencias del fenómeno a partir de fuentes que permitan extraer datos sobre hechos. Por este motivo considero que me falta el margen de espacio y tiempo necesarios para referirme al movimiento popularmente conocido como el “15-M” –al que si me lo permiten yo añadiría una “Y” para que la historia siempre recuerde que fue Tauro y no Aries–, la “Spanish Revolution” –palmaria evidencia de nuestros anhelos bilingües y del complejo de inferioridad del español– o de los “Indignados” –eufemismo del que bien podría haber sido “LQHEPEHLSC”, esto es “Los Que Han Explotado Porque Están Hasta los Santos Cojones”–. Dudo incluso si estoy con su causa, contra ella o me resulta indiferente. Necesito más distancia. Además, el asunto está todavía en manos de los periodistas, con sus flashes, sus reportajes de actualidad y sus conexiones en diferido y en directo. Los historiadores llegamos después. Por establecer un símil relacionado con la criminología, me atrevería a sugerir que los periodistas son el FBI que actúa al pie de la escena del crimen y los historiadores los médicos forenses que pausada y científicamente en la Morgue desmenuzamos las circunstancias en que tuvo lugar el asesinato.

No obstante, sí me sobrevienen algunas reflexiones en calidad de ciudadano y espectador de la realidad cotidiana que en el día de hoy me gustaría compartir con todos. Algunas más en la línea de luces y otras más en la de sombras, pues desde que tuve la oportunidad de leer Rebelión en la Granja, de George Orwell –al que releo periódicamente–, ya no me creo de antemano ninguna revolución. Por la obra en cuestión o porque como apuntan algunos de mis biógrafos no autorizados, de pequeño, cual Obélix, seguramente me caí en una marmita sazonada con un pellizco de desencanto, una miajita de ironía y una chispita de cinismo rebozados con humor negro y misantropía. A veces creo que no nací niño, lo reconozco, si bien algunas de mis admiradoras, que las tengo, se empeñan en retratarme como un Peter Pan de ley y de piel –va a ser que me quieren–.

En primer lugar, en cuanto a las luces, me quedo con la inicial frescura del movimiento, con su tenacidad, con su llamativa organización a base de comisiones –aunque no todos entiendan que este formato sea efectivo: “Si quieres que algo no funcione, crea una comisión" (Napoleón, Perón, Groucho Marx o algún otro)–, con su multitud de acciones y propuestas pacíficas –sobre las que encierro serias dudas desde que leí a Frantz Fanon, a Malcolm X, a Sun Tzu y tantos otros– que a muchos han turbado, pues todavía se conserva en el primer mundo un cierto pudor –solo cierto, sin alardes– a que aparezcan por televisión imágenes de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado calzando surtidos variados de hostias a gente que únicamente esgrime los brazos en alto y el grito en la garganta. Rescato sin duda el haber renovado el modelo de alternativas al sistema, muy limitado hasta la fecha a una okupación trasnochada y frecuentemente poco creíble por culpa de más de uno y más de dos punkies de postal que no entendieron que la anarquía va más allá del aseo “polaco” (cara, culo y sobaco), de la cresta en la testa y los vincos en el naso. Me quedo también con su capacidad para movilizar a parte de un país que las últimas veces que había salido masivamente a la calle había sido exclusivamente para festejar triunfos deportivos o para protestar porque a su equipo lo habían descendido de división por no pagar los impuestos correspondientes –patético, y lo digo yo que soy futbolero–. Nunca para reclamar una hipoteca razonable, un trabajo digno acorde con su preparación o un salario justo.

En segundo término, en cuanto a las sombras, me llama la atención que el fenómeno estalle ahora y no lo haya hecho mucho antes, cuando las prácticas gubernamentales en este país me atrevería a indicar que son idénticas prácticamente desde la 2ª legislatura del PSOE de Felipe González hasta nuestros días; o sea, la friolera de 20 años, 365 días arriba o abajo. Dos décadas en las que podríamos referir una extensa nómina de tropelías a cargo de los dos partidos mayoritarios de este país: corrupción, especulación inmobiliaria, constante aumento de la cuota de poder de los bancos y las multinacionales, incapacidad para resolver el problema del terrorismo, paro… Y una tropelía es siempre una tropelía, independientemente de la fecha que indique el calendario. Y sin embargo lo mismo que antes no se encendió la mecha, ahora sí. ¿Por qué? ¿Necesitamos que nos den por el culo 20 años uno detrás de otro para estallar? Eso en mi idioma se llama sadomasoquismo: Tendencia sexual morbosa de quien goza causando y recibiendo humillación y dolor. Tal vez la diferencia se encuentre ahora en que a algunos no les queda donde agarrarse porque sencillamente ya no conservan nada que puedan perder. Son hombres y mujeres desesperados y consiguientemente peligrosos que han decidido levantarse cuando sus situaciones vitales han alcanzado un límite que se les antoja crítico, agónico, tal vez definitivo. Un límite del que acusan a nuestros gobernantes, a los que hemos elegido, a los que tal vez hayan elegido, sin reparar frecuentemente en la parte de culpa que cada ente individual de esta nación tiene, pues de lo que no cabe duda es de que nuestra nómina de derechos la recitamos de carrerilla, mientras que con la de obligaciones presentamos frecuentes lagunas memorísticas.

Otro asunto interrelacionado sería el resultado de las pasadas elecciones autonómicas y municipales. Curiosamente, y pese a que uno de los lemas estrella del movimiento haya sido “no nos representan”, la abstención, una opción como otra cualquiera a la que confieso que me adherí, no solo no aumentó sino que descendió respecto a los anteriores comicios de un 36 % a un 34 %, décima arriba, décima abajo. Es más, a tenor de los resultados de la última cita con las urnas se podría concluir que el país con el que está indignado es con el PSOE y con el que piensa estar encantado es con el PP. Y píntenlo del color que les plazca pero ese ha sido el mensaje.

Finalmente me queda la duda de quiénes están invitados a participar en el movimiento. ¿Quién expide el salvoconducto oportuno que da acceso al mismo? ¿Quiénes tienen derecho a conformarlo, a quejarse, a gritar en la calle sus ingeniosas consignas? Hace un par de semanas en una de las concentraciones por las que me interesé, entre grito y grito, un antiguo compañero de colegio con el que me rencontré me abordó espetándome: “¿Qué haces tú aquí? Si tienes casa y trabajo fijo”. Inmediatamente recordé que él había dejado de estudiar al término de 8º de EGB y que con 18 años ya conducía un Volkswagen Golf. Afortunadamente me sobrevinieron a la cabeza R, V, N, M, B, J, A y tantos otros a los que, pese a sus esfuerzos, la vida no les ha permitido todavía dedicarse en cuerpo y alma a lo que se formaron, a lo que aman y saben hacer. Y lo harían muy bien si les dejaran. Seguí gritando.

Almasy©

LA POLLA RECORDS: "Muy punk"


jueves, 23 de junio de 2011

163. DDDQP,HMMSNP,ELPYLP

LEYENDA: Decálogo De Diferencias Que Percibo, Habrá Muchas Más Si Nos Ponemos, Entre Lo Público Y Lo Privado

1. En lo privado a buen seguro te harán la pelota e intentarán hacerlo lo mejor que saben y pueden; en lo público a buen seguro no te harán la pelota (todavía, aunque todo se andará) –incluso puede que te toque hacerla a ti­– e intentarán hacerlo lo mejor que saben y pueden.

2. Lo privado rara vez corre el riesgo de hacerse público; mientras que lo público siempre está pendiente de que lo puedan privatizar. En unas comunidades autónomas más que en otras, todo hay que decirlo.

3. En lo privado las esperas, pongamos de 2 horas para ingresar en la consulta del ginecólogo, se radiografían con un: “Hay que ver lo bueno que debe ser este ginecólogo, la de gente que viene”; en lo público la misma espera, incluso con el mismo ginecólogo, se plantea con un: “La Seguridad Social es una puta vergüenza”.

4. En lo privado sueles callarte un mal servicio por pudor, por cobardía o por ambos a un tiempo; en lo público siempre te queda el consuelo de ciscarte en los muertos del funcionario, mentarle la bicha y arremeter con el típico: “Que sepas que tu sueldo lo pago yo con mis impuestos”. Como si el funcionario no pagase impuestos.

5. En lo privado siempre te quedará la duda de si te aman por tu dinero; en lo público los amores son más sinceros y no suelen firmar separación de bienes previa al matrimonio.

6. En lo privado las contrataciones se llaman entrevistas de trabajo; en lo público oposiciones.

7. En lo privado siempre están presentes los incentivos y las promociones que reconozcan el buen hacer; en lo público están tan ausentes que en ocasiones pareciera que diese igual hacerlo bien que hacerlo mal. Incluso que no hacerlo.

8. En lo privado tienen pocas vacaciones y reclaman que las de los que forman parte de lo público se reduzcan. Craso error, pues no es que las gentes de la pública tengan muchas –las vacaciones siempre son insuficientes se mire como se mire– sino que las de la privada tienen pocas.

9. Lo privado es relativamente barato; lo público es escandalosamente caro, aunque a veces pensemos que es al contrario. Y lo caro hay que pagarlo –impuestos creo que lo llaman­–. Y lo caro hay que cuidarlo para que dure.

10. En la gestión de lo privado una minoría opina sobre el qué y el cómo han de hacerse las cosas y una mayoría obedece; en la de lo público la mayoría, por no decir todos, opina sobre el qué y el cómo han de hacerse las cosas y una minoría obedece.

Almasy©

BEN HARPER & PEARL JAM: "Indifference"


jueves, 16 de junio de 2011

162. Yo acuso, yo culpable


Resulta cuando menos paradójico que en Occidente, aparente cuna de las libertades individuales, esas por las que se desataron incontables revoluciones desde finales del siglo XVIII, otorguemos tan poco valor a los actos que como seres humanos únicos e irrepetibles podemos protagonizar. En este sentido resulta obstinadamente habitual que reneguemos de la repercusión que nuestras prácticas personales pueden tener para el conjunto de la humanidad. Tal vez por complejo de inferioridad, tal vez, y me inclino más por esta segunda hipótesis, porque la libertad da tanto miedo que preferimos echar balones fuera y eludir responsabilidades: “¡Total un voto más o menos no va a cambiar nada!”, “¡Poco importa si arrojo este papel al suelo, pues bastante mal está el planeta como para que mi incívico desliz lo empeore!”, “¡Por un tantito que defraude a hacienda, no pasa nada!”, “¡Con lo que roban otros a lo grande, no me ha de preocupar que yo robe a lo chico!”. Consiguientemente, esta actitud, nos permite salir impunes ante el tribunal encargado de juzgar los males que aquejan a la sociedad, procediendo tranquilamente a endilgarle el muerto a cuantos nos rodean y reclamar lo que el Estado nos ha de aportar a nosotros; pero jamás de los jamases lo que nosotros podemos aportarle a él.

Un buen ejemplo que ilustra este panorama es la actual coyuntura de crisis económica en la que nos encontramos. Una crisis que, en boca de todos, es culpa de otros, de los de siempre, de los pocos que mandan sobre muchos, aunque a esos pocos les hayamos elegido nosotros y los sigamos eligiendo. Dioses y diablos me libren de limpiarles el expediente a la manada de inmorales randas que en líneas generales tenemos por gobernantes, pero en el día de hoy sí me gustaría poner de manifiesto que la crisis es culpa de cuantos poblamos la faz de la Tierra. O al menos de casi todos, pues siempre hubo justos en Sodoma.

Y el que esté libre de culpa que tire la primera piedra, que dijo Jesucristo a los fariseos. Porque no conozco a nadie, que no haya entrado alguna vez en un juego donde las excepciones a la regla han contribuido decisivamente a la precipitación de la crisis. Unos directamente negarán los hechos, otros alegarán que si otros lo hicieron, por qué no yo, mientras que no pocos recurrirán al tan triste como manido “que no me hubiesen dejado hacerlo”. Este último alegato es además un reclamo al estado policial que vigile constantemente los usos y costumbres de los ciudadanos al más puro estilo Gran Hermano. Un canto al tutelaje permanente al que bien podrían apelar delincuentes de todo cuño, cayendo entonces en el gravísimo error de justificar lo que solo se puede explicar y en el de convertir en normal lo que solo es habitual.

Ese dinero negro que recibí por una chapuza, esa ocultación de una facturita por aquí y otra por allá –si es que son de un despistado las jodías­ que se pierden con una facilidad–; esa declaración de la renta con cuarto y mitad de información fiscal ficticia; esa escrituración de la vivienda por unos milloncejos menos para ahorrarnos unos impuesticos tanto vendedor como comprador; ese uso y abuso del coche de empresa –si es por su bien, que si no circula acaba por azorrarse el motor–; ese aparente bolsito de diseño para la parienta adquirido con el dinero de las dietas del curso de formación –era tan mono que no pude resistirme–; ese escaqueo del curro con la consiguiente pérdida de productividad –un cigarrito por aquí, una meadita por allá, un pinchito de tortilla a media mañana que si no desfallezco, una llamadita a mi cuqui a ver si tiene preparada la comida, un me voy a comprar el pan no sea que se me acabe­ y ya de paso me acerco al mercadillo a ver si cae alguna ganga–; ese vivir por encima de nuestras posibilidades, entendiendo que la felicidad se compraba a cómodos plazos que finalmente han terminado por resultar incómodos; ese renunciar a seguir formándonos, toda vez que resultaba mucho más apetecible llenarnos los bolsillos con dinero fácil; ese recurrir al enchufe –trifásico para más señas– que nos permitiese alcanzar un chollo de curro independientemente de nuestras aptitudes; ese rechazar un nuevo puesto de trabajo después de nuestro último empleo tras concluir que viviendo con papá y mamá, el paro nos daba para pasarnos plácidamente el día fumando canutos y bebiendo cervezas en el parque una buena temporada; ese participar activamente en la construcción de una sociedad en la que nos mofamos de aquel que devuelve lo que se ha encontrado –por idiota–, del que insta a la cajera del supermercado a corregir las vueltas porque exceden lo que le corresponde –por idiota–; ese entender el funcionariado como un cheque en blanco para no hacer nada, para acomodarse, para adocenarse, para vivir la vida loca; en lugar de como una responsabilidad, un honor, un privilegio. Ese…

Por todo ello: Yo acuso, yo culpable.

Almasy©

JULIO IGLESIAS: "Soy un truhán soy un señor" (Tricicle)



jueves, 9 de junio de 2011

161. El Aconsejador

La presente entrega bien podría haber llevado por título otros algo menos diplomáticos y políticamente correctos del tipo “¿Por qué no te callas?”, que amén de indicado es muy patriótico, o “Si metieses la lengua en el culo cuanto ganaría la humanidad”. Básicamente porque los protagonistas de hoy son todos esos seres que regalan al personal consejos gratuitos o predicciones no necesariamente meteorológicas que nadie les ha pedido.

Empezaré refiriéndome a los lugares donde con frecuencia acaecen los hechos, que no suelen ser otros que emplazamientos donde el azar o la obligación te empujan inexorablemente a toparte con el … (redoble de tambor), llamémoslo así a partir de este instante, … Aconsejador. Un ascensor, el portal de tu urbanización, la parada del autobús, la sala de espera de un consultorio médico, la cola que conduce a la caja donde abonas la compra en el supermercado o la sede de alguna institución en la que se vaya a celebrar un examen. En estas plazas el Aconsejador, me van a permitir que abuse del masculino genérico entendiendo que el personaje en cuestión puede ser “Él” o “Ella” en igualdad de condiciones –faltaría más–, se siente como pez en el agua para acechar a su víctima y regalarle lo que ha venido a decir. El figura en cuestión además da un notable salto de calidad frente al no menos tradicional Comentarista de la realidad a secas, que solo se atreve a pronunciar sentencias del tipo “Vaya día hace hoy, se ha puesto fresco”, “¡Qué vergüenza! Esto con Franco no pasaba” o “Pues han dicho que la cosa se va a poner peor”. No, el Aconsejador va más allá y no se limita a dar el parte de guerra, sino que ofrece su dictamen lapidario para uso y disfrute de quien corresponda acompañado de alguna ingeniosa solución final no exenta de artes adivinatorias.

Presa fácil eres si te ven aparecer con un carrito de bebé. Además, y aunque solo sea porque vas con equipaje de ruedas, tampoco puedes huir raudo de sus zarpas, teniendo que sucumbir entonces a sus sabios consejos sí o también. Habituales son entonces los “¡Qué rica la niña! Disfrútala ahora que puedes, que cuando te quieras dar cuenta te viene con el novio a casa”. Es curiosa la fugaz concepción del tiempo que nos presenta en sociedad el Aconsejador, porque por las mismas te dan ganas de soltarle algo del tipo: “Ya, y para entonces tú a lo mejor estás muerto”. Otros van más allá y precisan interrogarte previamente para seleccionar su veredicto: “¿Te duerme bien? ¿No? Eso es porque la tienes muy mimada. Tú déjala llorar un par de horas ya verás como se calla”. ¡Antológicos estos tipos que mezclan la pedagogía infantil con el adiestramiento canino! Y como además pulula por ahí una publicación con estas tesis titulada Duérmete niño los bocachanclas de turno rematan diciendo: “Que no lo digo yo, que lo he leído en un libro”. “Palabra de Dios, te alabamos Señor. Te digo más, la próxima vez que llore, le meto cuatro coces bien dadas en el cielo de la boca para que llore por algo”, te dan ganas de concluir a fin de zafarte de sus lecciones.

Comunes son también sus laudos en la sala de espera del médico, donde te diagnostican tu padecimiento y te aportan el remedio infalible para su curación sin necesidad de ingresar en consulta con el galeno. “Eso va a ser de los nervios, que se te agarran al duodeno previo paso por la vesícula y te repercuten en la próstata aguijoneándola cual avispas, que a mi primo ya le pasó y era eso, y hasta que no se lo extirparon todo de raíz no hubo tu tía”. ¡Qué gran médico se perdió por el camino! ¡O en su defecto un potencial guionista de House! Y no menos frecuentes aguardando cola en algún comercio o institución oficial. “Esto está muy mal organizado. Habría que poner cajas para cobrar a los que tenemos prisa y cajas para los que no”. ¡Ingeniero de obras públicas fetén y/o Consejero-Jefe de Logísticos Sin Fronteras cuando menos! No muy lejos por otra parte de los que a buen seguro se habrán encontrado en los prolegómenos a la celebración de algún examen, en los que el sujeto en cuestión se habrá dirigido en los siguientes términos: “¿Has estudiado? Yo no me he estudiado más que el tema 47 porque estoy convencido de que va a caer este”; a lo que como poco te apetecería responder: “Anda bonito, entonces dejémonos de exámenes y dile a ese futurólogo que mora en tu interior que te revele la combinación ganadora de la primitiva del jueves o del sábado, me es indiferente el día”.

Todas las profesiones tienen el suyo, así como las comunidades de vecinos, en todos los círculos de amigos habita uno entre nosotros, no hay familia que no cuente entre sus miembros con un personaje como el que les refiero. Si se los encuentra, huya presto. Tal vez esté a tiempo.

Almasy©



VETUSTA MORLA: "Los días raros"

jueves, 2 de junio de 2011

160. Malas cartas

¿No se han parado alguna vez a reflexionar por qué a veces pareciera que a gente buena le ocurren cosas malas? Gente a la que queremos, a la que admiramos, a la que conocemos y reconocemos por sus buenas obras, por mejorar este mundo aparentemente podrido con solo levantarse cada mañana para pisar el suelo. Y a las que, sin embargo, circunstancias terribles, algunas esperadas –que consuelan, pero no aligeran la pena de los que los amamos­– y otras inesperadas, golpean ferozmente. Es entonces cuando nos embarcamos en la inútil tarea de buscar unas explicaciones en las que se confunden a partes iguales rabia, tristeza y enojo ante lo que a todas luces se nos antoja una gran injusticia. Unos apuntan a la Madre Naturaleza como principal responsable del fatal desenlace, en cuyo caso de Madre tendría poco, ya que ninguna auténtica Progenitora se cebaría así con su prole. Otros recurren al Destino, ese ente metafísico que debe copular con la Probabilidad, el Azar y hasta el Caos; mientras que no pocos referirán que la cosa es obra y gracia del Dios de turno, que así lo ha querido, lo cual justificaría el malsonante a la par que popular exabrupto de “Cago en …”, pues ningún Creador que se precie debería conceder semejante padecimiento a sus Criaturas. De lo contrario, las dudas sobre su bondad son absolutamente razonables. O eso, o va a ser que el también conocido como Todopoderoso no manda tanto como nos han contado.

Asimismo, suele activarse casi inmediatamente un puntual victimismo que nos coloca en el ojo del huracán de cuantos posibles males puedan azotarnos. ¿Y por qué a mí? ¿Y por qué a los míos? Solemos preguntarnos. ¿Y por qué no? Le oí contestar a un oncólogo en cierta ocasión a su paciente.

Otros vamos más allá y nos preguntamos si tal vez los astros exijan un cupo de víctimas a las que llevarse por delante con cierta periodicidad, y dando por hecho que nosotros y los nuestros se inscriben entre las gentes de bien, deseamos que los elegidos no sean otros que la manada de hijos de mil zorras que pueblan la faz de la tierra y a los que pareciera no acontecerles mal alguno. Los más rebuscados, entre los que me incluyo, buceamos incluso en hemerotecas a la caza y captura de noticias del tipo “violador padece accidente doméstico en prisión y se amputa fortuitamente las gónadas”; si bien estas no son frecuentes. Y es que como dice hasta la Santa Biblia, la caridad empieza por uno mismo y en el supuesto de que Alguien o Algo precisen cobrarse tributos regulares en carne y en hueso, que al menos no piensen ni en uno ni en los suyos.

Afortunadamente suele haber luz al final del túnel y cuando no la hay, pues eso. No la hay. Afortunadamente la rabia, la tristeza y el enojo gustan de turbar sin llegar a cegar, quedando siempre abierto un resquicio de luz y de esperanza para seguir hacia adelante. Afortunadamente los macabros anhelos que nos sobrevienen no precisan consumarse y simplemente quedarán para engrosar nuestra nómina de pecados de pensamiento –en el caso de un servidor tan vasta que me asegura un privilegiado lugar en el Hades–. Afortunadamente la rutina acostumbra a regresar para gobernar nuestras existencias y devolvernos a la garganta el complaciente sabor de lo cotidiano, de las pequeñas cosas que alegran grandes ratos. Que así sea.

Almasy©



BOB DYLAN: "Blowing in the wind"