jueves, 3 de junio de 2010

119. Botellón

Es contemplar el estado de parques y aparcamientos los domingos por la mañana y cuestionarse si en la noche de sábado se libró alguna batalla campal. Vasos rotos, de cristal los que tienen un ápice de clase y dinero y de plástico los acólitos del cutrismo y el salario mínimo, restos de botellas de bebidas espirituosas, bolsas de toda índole y condición y alguna que otra papilla humana aderezada con bilis proveniente del mal beber. Ese es el botellón. Mucho se ha escrito sobre esta práctica habitual cuando del ocio de nuestros jóvenes hablamos. Intentaré a continuación ofrecer una opinión ajena a la fácil moralina y a la demagogia de todo a cien que suelen hacer acto de presencia cuando de estos asuntos se trata. Y es que si bien los jóvenes practicantes del botellón no pueden considerarse como criaturas del averno a los que les falta un tiento para convertirse en alcohólicos no anónimos por los siglos de los siglos, tampoco podemos negarnos a considerar que algo anormal pasa. Porque aun cuando admitamos que la juventud se presta a amarrarse alguna que otra pellejada, cuando el asunto se convierte en norma, en práctica habitual, cuando atraviesa la frontera del ocio y se adentra por la senda del vicio, no cabe duda de que tenemos un problema entre manos.

En líneas generales la semana de los asiduos al botellón transcurre dentro de los límites de lo que solemos definir como normalidad, pero es llegar el viernes y el sábado noche y transformarse cual Jekyll en Hyde. La logística para la feliz consecución del evento resulta harto complicada: quedada por el Tuenti, fondo común de inversores y visita al centro comercial, la gasolinera o el local regentado por los chinos de tu barrio con la única y firme intención de adquirir líquido con grados, cuantos más mejor, y algunos refrescos para su acompañamiento. No importan ni la clase social ni la tribu urbana a la que se pertenezca, pues el botellón se ha generalizado y no es raro contemplar a niñitas pijas tuneadas hasta la médula con sus bolsitas de plástico portando la mercancía sobre escalofriantes taconazos. Incluso lo practican seres capaces de construir frases con sujeto y predicado. Un parque, unos soportales, un descampado en el que ubicar el auto con los portones abiertos y la música a toda mecha o la explanada de un aparcamiento al aire libre son los destinos habituales. Desafiando el frío y el calor, la lluvia, el viento e incluso la nieve. Generalmente de pie, pues lo de contar con unas bancadas en las que reposar las nalgas ya son palabras mayores. En Granada los del ayuntamiento hasta han habilitado una zona especialmente diseñada para la ocasión, a fin de que una vez se hayan mamado los fieles, estos depositen la basura generada en el correspondiente contenedor para su reciclaje. Otras veces, la inmensa mayoría, se deja todo tirado por donde caiga, emponzoñando el entorno que al día siguiente pisarán los sujetos mañaneros que acuden a por su periódico y su pan ataviados con el chándal de rigor. Porque lo que tiene privar hasta reventar es eso, que suele provocar la pérdida de la consciencia y de los hábitos cívicos, convirtiendo a esos críos aparentemente normales en cavernícolas con la única pretensión de liberar adrenalina a como dé lugar.

Podríamos preguntarnos si verdaderamente tienen otras alternativas de ocio. Yo creo que sí. Tampoco es baladí cuestionarse por el interés y el control de los progenitores por los usos y costumbres de estos vástagos que, insisto, parecieran aparentemente normales la mayor parte del tiempo. Y no se puede obviar finalmente que los practicantes de esta tendencia tienen también su cuota de responsabilidad. Tengan la edad que tengan. ¿O acaso no son seres humanos dotados de entendimiento? “Es que todos lo hacen”, responderán algunos. No me vale. “Es que tomarse una copa en un bar es excesivamente caro”, comentarán otros. Ya querido, pero no te engañes. Tú no quieres tomarte una copa, tú lo que quieres es hincharte a priva para desinhibirte delante de la tropa que te oye pero no te escucha y acabar cogiéndote el pedo etílico de la centuria. “Es folclore”, se atreverán a sugerir los eruditos. No me toques los cojones, se me ocurre esgrimir en este caso.

Como casi todo, la clave está en la educación, de las escuelas y sobre todo de los padres, quienes podemos y debemos pelear como leones para que nuestros jóvenes no se conviertan en unos auténticos hijos de puta. Y los dioses me libren de demonizar gratuitamente a todos los fans del botellón, pues siempre hubo justos en Sodoma y digo yo que habrá botellónadictos que se comporten como perfectos y cívicos ciudadanos. Que sepan distinguir el ocio del vicio y recurran a este formato lúdico-festivo razonable y comedidamente. Que departirán plácidamente al calor del calimocho sobre lo divino y lo humano y que finalmente abandonarán su lugar de operaciones no sin antes poner el plastiquete en el cajón amarillo, el vidrio en el verde y el cartón en el azulón. Los habrá incluso tan concienciados con la salud medioambiental que echarán la pota en el contenedor verde, por eso de que se trata de restos orgánicos, o que buscarán un frondoso jardín que abonar con su regurgitado. Pero no neguemos que resulta ciertamente triste que lo mejor que se le pueda ocurrir en materia de entretenimiento a un chaval del siglo XXI sea mamarse como un perro, o una perra en caso de tratarse de una hembra, pues la práctica en cuestión no conoce de sexos. Es más, las estadísticas parecen poner sobre la mesa que ellas zumban tanto o más que ellos cuando de empinar el codo se trata. A este paso el primer deporte mixto en el que varones y hembras compitan en igualdad de condiciones va a ser el levantamiento de vidrio o de plástico, según el material elegido para la ingesta.

Si me apuran, al margen de que el alcohol es una de las más peligrosas drogas que existen, no en vano su síndrome de abstinencia es probablemente de los más agresivos, en materia de estilo se me antoja como una afición tremendamente simplona. Cero por ciento de glamour, cero por ciento de señorío. Triste, poco imaginativa y sin componente alguno de encanto ni misterio. ¡Qué tiempos aquellos en los que uno daba con sus huesos en la barra de un bar para contarle las penas a un camarero que hasta se negaba a servirte un doble de malta más! ¡Qué cinematográfico incluso eso de alimentar el emborrachamiento al compás de un piano, luz tenue y el eco de un desengaño amoroso pululando en el ambiente! ¡Que seamos progresistas no quiere decir que seamos unos cutres! Le escuché en cierta ocasión a uno de mis profesores universitarios de historia antigua. Pues eso. A la tarea sin perder un segundo más.

Almasy©

PLATERO Y TÚ: “Tras la barra”


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