viernes, 23 de octubre de 2009

87. El Paraíso


Me gustaría creer en Dios. Pero no sé. Les juro que lo he intentado con todas mis fuerzas, pero soy incapaz. Por proximidad e historia igual me daría el de los cristianos, el de los judíos o el de los moros, si bien siempre que me he impuesto volverme un acólito religioso he fracasado estrepitosamente, lo cual me produce una sensación de frustración al tiempo que de malsana envidia para con los que sí son capaces de abrazar una fe.

Estos credos mencionados, como la mayoría, venden una bicoca que es más que digna de tener en cuenta: EL PARAÍSO, cuyo acceso está reservado únicamente a los socios del club de Estira la Pata. Unos lo venden con nubes blancas, angelitos y un tal San Pedro enredando con unas llaves, mientras que otros nos hablan de huríes macanudas pululando en cueros por doquier. Con esto último, la verdad, es que el Islam me tendría ganado para la causa. Sin embargo, yo el Paraíso lo encontré antes de criar malvas. El mío se llama Santorini.

Sita en las Cicladas más meridionales bañadas por el Egeo, también se la conoce como Thera y no es sino el resultado de una enorme explosión volcánica que destruiría los asentamientos iniciales para dejarnos actualmente una isla cuya vida gira en torno a una impresionante caldera geológica.

Yo la conocí una cálida noche cerrada de julio. Arribé exhausto con mi compañera de viajes a su puerto de mar en un gigantesco ferry que despedía olor a gasoil. Inicialmente estaba previsto que llegásemos en un coqueto, raudo y moderno catamarán, pero Eolo quiso ponernos las cosas difíciles agitando la mar lo suficiente como para que fuese conveniente alcanzar la isla en una embarcación más grande y consiguientemente más lenta. Tremendamente más lenta. Cuando atracamos no se veía ni a jurar. Apostado tras una sencilla cinta delimitadora de plástico barato nos recibió un guía mexicano que nos acompañó hasta un arcaico autobús cuya misión era conducirnos a nuestras dependencias. Costó casi una hora alcanzar el destino hotelero contratado. Fuimos los últimos en abandonar aquel trasto, ligeramente mareados tras las numerosas curvas y pendientes que habíamos sorteado. Un tipo de apariencia eslava nos esperaba sonriente. No hablaba ni papa de inglés, así que mis intentos por parecer amable no fructificaron. El sujeto se limitaba a lucir dientes y asentir torpemente. Otra bajada monumental con las maletas a cuestas nos esperaba antes de la habitación. El desasosiego ante tanta incomodidad seguida empezaba a invadirnos, pero el cansancio pudo más aquella noche y simplemente nos abandonamos a los brazos de Morfeo con la esperanza de que el nuevo día aplacara aquel desencanto inicial.

No acierto a recordar la hora a la que amanecimos, pero sí mantengo vivito y coleando el momento en el que abrí la puerta de la habitación para ser invadido por las vistas más sobrecogedoras de cuantas haya contemplado jamás. Azul y blanco aderezados con unos toques de caldera de volcán, podría resumir el cuadro. El Paraíso antes mis ojos sin necesidad de palmarla.

Almasy©

José Feliciano: "Zorba el griego"


2 comentarios:

MARIBEL dijo...

No está mal tu paraíso: para un rato o unos días. Pero yo creo que los paraísos auténticos los encontramos sobre todo, dentro de nosotros mismos ¿no crees?
Cuando por la noche, antes de cerrar los ojos uno hace repaso del día y piensa: HOY HE CUMPLIDO CON MI DEBER(no sólo como profesional sino también como persona), creo que se encuentra un verdadero paraíso.
Otro puede ser el que nosotros creemos con las personas que amamos.
Sin embargo, en los reveses de la vida, en los momentos más difíciles, ayuda mucho creer que el dolor que sufres no es estéril y que "más allá" habrá una compensación.
Un abrazo

Sofi dijo...

Me gusta ese paraíso =) y conozco muy bien esa foto jajaja, cada trazo. Un besazo, cuídate mucho y disfruta.

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