domingo, 19 de octubre de 2014

221. El campo es ciudad


Sentenciaba un profesor mío del doctorado experto en mundo rural durante la etapa franquista que en la actualidad toda diferencia entre pueblos y urbes se había difuminado hasta prácticamente desaparecer. En resumidas cuentas, apuntaba casi ofreciendo un titular periodístico, que hoy el campo es ciudad.

Y razón no le faltaba, pues la mayoría de los signos de identidad de los pueblos han ido perdiéndose a marchas forzadas en un manifiesto proceso de equiparación con la ciudad. Sin ir más lejos pienso en el mío y analizo cada uno de los indicadores que refuerzan esta teoría. Las calles, por ejemplo, ya no huelen a boñiga de vaca. De hecho, los pocos que conservan reses han tenido que convertirse prácticamente en ganaderos profesionales ajenos a la cuadra de antaño y adictos a las naves de explotación. De igual modo que los agricultores, que han tenido que elegir entre vender todas sus tierras o dedicarse cual latifundistas al negocio de la siembra y la cosecha. Y es que el siglo XXI no permite medias tintas. Como diría mi poeta de cabecera, Batania, "aquí se juega a trueno o no se juega a nada".

Evoco también la matanza en las casas, prácticamente extinguida por obra y gracia de las llamadas autoridades sanitarias. Ahora todo pasa por rigurosos controles veterinarios y mataderos debidamente legalizados en los que nos comentan que, a diferencia de los hogares particulares, el animal "no sufre" y "es convenientemente analizado". El caso es que yo fui testigo de matanzas en casa de mis dos parejas de abuelos y jamás me atrevería a afirmar que había saña asesina alguna en aquellos actos. Nadie disfrutaba con el sacrificio en sí mismo, simplemente se celebraba que se tenían viandas para llevarse a la boca durante buena parte del año y que amigos y familiares se reunían para llevar la empresa a buen puerto.

Y qué decir de la juventud, para la que los usos y costumbres populares pasaron a la historia. Los jóvenes de los pueblos visten como los de las ciudades, hablan como los de las ciudades, son adictos al móvil como los de las ciudades y se divierten con el mismo botellón que los de las ciudades. Si me apuran incluso más y mejor que los de las ciudades, pues aún sienten que tienen que demostrar un punto extra de civilización para quitarse el posible complejo de paletos que todavía sobrevuela sus cabezas. Complejo infundado, todo sea dicho, pues si yo he visto paletos de relumbrón ha sido en las urbes.

Sin embargo, a pesar de que las distancias se hayan estrechado hasta prácticamente su desaparición, todavía permanecen algunos vestigios del pasado que lo reconfortan a uno. Adoro por ejemplo seguir escuchando las campanas tocando a misa y que todo acto que se precie continúe rodeándose de algún tipo de ceremonia religiosa que lo oficialice y ampare. Y mira que no soy creyente, no tanto porque no quiera, que quiero, como que no puedo. No me sale.

Me atrapa también cómo se insiste en ir al caño a por agua pese a que se nos jure y perjure que la del grifo es perfectamente potable. Las calles vacías en invierno y concurridas en verano, el calor reconcentrado en las cocinas de las casas, el frío penetrante en cuanto septiembre expira, los humeros de algunos nostálgicos haciendo uso de la chimenea, los anuncios en papel para ser expuestos en la plaza mayor con rotundos "RAZÓN" de los anunciantes y las eternas tertulias a la salida de la iglesia, lugar que en los pueblos sigue siendo mucho más que un lugar de culto. Es también centro de socialización, de pasarela de moda y de aireo de chismes, de previa imprescindible al vermut que anticipa la comida del domingo y de más de uno y más de dos comentarios que deberían pasar a la posteridad: "Pa vender las tierras, las tienes que tener de fuelga, porque como las tengas arrendadas a lo mejor el paisano no quiere marchar y no te las compran".

Almasy©


MARÍA OSTIZ: "Un pueblo es"

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