miércoles, 8 de octubre de 2014

220. El extremo opuesto


No hace demasiadas entregas, en la 208 de esta bitácora para más señas, me despachaba a gusto con la moñez de los progenitores en todo lo respectivo a sus hijos. Sin embargo, como buena norma ortográfica, existen las pertinentes excepciones que confirman la regla (nunca entendí esta frase o al menos jamás mis profesores de lengua me la explicaron como se merece). Momentos fugaces en los que abandonamos la mojigatería habitual para decantarnos por el extremo opuesto. Circunstancias y escenas en las que pronunciamos frases o ejecutamos actos por los que prácticamente deberían arrebatarnos de un plumazo la custodia de nuestros vástagos y encerrarnos en trenas con gruesos barrotes y férreos candados. No son demasiadas, bien es cierto, pero todos y cada uno de los vivientes las hemos protagonizado primero en calidad de hijos y la mayoría ahora, por mucho que digan eso de que de los errores del pasado se aprende, en calidad de padres.
¿Qué me dicen por ejemplo del tradicional: "No ha sido nada. Sana, sana, culito de rana"? ¿Les suena, verdad? Habitual cuando el niño se ha podido meter una hostia de campeonato del mundo, de vídeo para petarlo en Youtube, o de las dos a la vez. Una hostia que si la sufrimos los adultos nos tendría una semana doloridos sobreviviendo a base de ibuprofenos previo paso por urgencias. Pecando además de manifiesto intrusismo profesional, pues a no ser que seas padre y médico al mismo tiempo, ¿quién cojones te crees que eres para determinar tal diagnóstico? ¡Y qué decir de lo de "sana, sana, culito de rana"!, que parece un hechizo satánico para invocar a Lucifer o los vestigios desordenados de aquellos cuentos en los que príncipes y princesas tornaban en semejante batracio. Si hasta pareciera que estuvieses insultando a la carne de tu carne dotándole de ancas. Eso te lo oyen en "Sálvame" y circulan las denuncias en los juzgados de Plaza Castilla como la pólvora (los famosos, famosillos y famosetes siempre van a Plaza Castilla, ¿verdad?).
¿Y el tradicional azote de después de un susto? Léase por ejemplo al cruzar un paso de cebra sin el pertinente permiso paterno. Llega entonces el fitipaldi de marras al volante, ese que debió aprobar el examen de conducir porque le dieron las respuestas punteadas para que solo tuviese que repasarlas con trazo continuo, y zas, casi se lleva al niño por delante. Este que se asusta por el coche que tras estar a punto de atropellarlo huye despavorido, por el grito que le hemos pegado al ver la que se cernía y finalmente porque nos contempla avanzar furibundos hacia él, con las venas del cuello marcadas, los ojos desorbitados, los dientes apretados, la salivilla asomando y el semblante torcido. El cerebro de la criatura debe de sufrir entonces una especie de colapso gravitacional, pues la lógica le dice: "Me tienen que venir a abrazar y dar besitos porque me acabo de llevar un buen susto", mientras que sus instintos proclaman: "El caso es que mi padre no tiene mucha pinta de querer consolar a nadie, sino que bien pareciera que me viene a dar una ensalada de hostias". Efectivamente la opción B es la correcta, siempre acompañada de un repetitivo mensaje al compás de cada azote: "Menudo susto me has dado", para finalmente, cuando la tensión se aplaca y el río vuelve a su cauce, tirar de nuestra formación psicopedagógica anclada en un Piaget de Wikipedia y aclarar: "Te he pegado para que no lo vuelvas a hacer".

Almasy©



EXTREMODURO: "Jesucristo García"

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