jueves, 23 de febrero de 2012

187. Soy gilipollas

Me ha costado tiempo, pero al final he concluido cuál es el principal rasgo que me define: soy gilipollas. Así, sin paños calientes; pero no un gilipollas cualquiera, gilipollas de los de verdad. La mera observación empírica de mis múltiples procederes y vivencias cotidianos han hecho posible el hallazgo. A saber:

Pago religiosamente mis impuestos sin pretender defraudar básicamente porque ni sé, ni quiero, ni puedo; mis facturas –de hecho soy de los imbéciles que incluso sueltan la gallina por adelantado– y hasta mis multas de tráfico –esas mismas que muchos presumen de no abonar jamás gracias a milagrosos recursos que siempre dicen ganar–.

Casi nunca he hecho uso de mis pequeñas influencias para conseguir algo y aquellas ocasiones en las que se pudiese afirmar que he recurrido al “enchufe”, he sido tan estúpido como para reprochármelo constantemente: “no lo has conseguido por méritos propios”.

Es hoy el día en que hago cientos de miles de cosas por amor al arte. Pido las cosas por favor, doy las gracias, acostumbro a disfrazarme cada día con una máscara en forma de sonrisa y no me gusta jugar a la lotería porque me considero demasiado afortunado como para aspirar a más.

Me ocupa y me preocupa hacer bien mi trabajo y cuando meto la pata, por este orden: me encabrono, rectifico e intento que no vuelva a ocurrir.

Suelo tratar con respeto al personal, más si cabe cuando va ataviado con algún uniforme que lo identifique y lo distinga. Así por ejemplo, a los médicos les digo “doctor”, a los camareros “jefe” y cuando un miembro de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado me interpela, me dirijo de usted y le doro la píldora: “sí señor agente, lo que usted diga señor agente, ¿alguna cosita más señor agente?, ¿desea empapelarme por algún otro motivo o puedo continuar mi marcha?”.

Creo haber copiado únicamente en dos exámenes en toda mi vida, concretamente en uno de geografía universal y en otro de historia antigua. No estoy orgulloso, de hecho sudé tinta, a pesar de que hoy estoy convencido de que los dos profesores titulares de aquellas materias no se hubiesen percatado ni del estallido de una traca valenciana de las que abren Fallas.

No he robado jamás y en las tres ocasiones en que me llevé algo sin pagar fue de manera involuntaria, al descuido, así que no cuenta –de igual modo que existe eso del homicidio involuntario digo yo que existirá el hurto involuntario–. Es más, soy de los descerebrados a los que si la cajera le devuelve más cambio del que me corresponde, se lo hago saber, no sea que luego cuando cierren caja la pobrecita mía tenga que comerse un marrón.

Cuando alguien se me cuela acostumbro a poner cara de póker y a pensar bien: “seguro que no es más morro que yo lo que tiene, sino más prisa, por eso ha pasado delante de mí aunque no fuese su turno”.

En las pocas oportunidades en las que he discutido con algún trabajador siempre he acabado cediendo porque me acababa sobreviniendo la impresión de que si abundaba en mis quejas y reclamaciones podría ocasionarle algún tipo de fatal perjuicio, como pudiera ser una filípica del gerente de turno o incluso un posible despido que lo pusiese de patitas en la calle. Y no me lo perdonaría.

Al volante, apenas pito, tengo paciencia con los que están haciendo prácticas de autoescuela, me remuerde la conciencia cuando supero los 120 kms/h, me pongo nervioso cuando dejo el coche en doble fila, jamás ocupo una plaza de minusválido y aunque tengo coche familiar, no utilizo los aparcamientos para este tipo de usuarios a no ser que verdaderamente me encuentre acarreando a la prole.

Refuerzo los mensajes que recibe mi hija mayor en el colegio de sus profesoras: “no se pega”, “hay que compartir”; aunque por dentro me muera de ganas de matizar: “no se pega a no ser que te peguen y en ese caso una buena coz en el cielo del hocico suele ser mano de santo” y “sí hija, hay que compartir, preferiblemente las deudas”.

Jamás me he peleado, aunque ganas no me han faltado. En mi caso además del miedo a la violencia se suma que soy profesor y parece que este tipo de profesionales no podemos permitirnos el lujo de cagarnos en Dios de vez en cuando y optar por inflarnos a hostias con algún impresentable. Tenemos que dar ejemplo. Ya saben.

Si un vecino me incomoda, me callo. Si no me atienden bien en algún organismo oficial, me callo. Si el médico se equivoca en el diagnóstico de alguno de mis padecimientos, me callo. Si un compañero de trabajo me toca los cojones, me callo. Si un amigo me hace un feo, me callo. En resumidas cuentas: me callo demasiado.

Me siento mal si dejo caer un papel al suelo. Me siento mal cuando no reciclo correctamente por pereza. Me siento mal cuando en algún transporte público no he cedido el asiento a alguna persona mayor. Me siento mal cuando alguien se siente mal por mi culpa. En resumidas cuentas: me siento mal demasiadas veces.

A tenor de lo expuesto, a buen seguro que alguno estará pensando que me defino como una suerte de Madre de Calcuta en potencia. Nada más lejos de la realidad. Simplemente soy gilipollas.

Almasy©

MOJINOS ESCOZÍOS: "Soy gilipollas"


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