viernes, 27 de enero de 2012

185. Instinto

Dedicado a todos esos hijos de mil zorras que se pasan la vida violentando las de los demás:

Habían peleado duro hasta poder reunir el dinero suficiente para comprar aquella casa. Muchas horas de trabajo, muchas renuncias, demasiadas privaciones. Sin embargo, había merecido la pena porque allí estaban finalmente. Era su gran sueño consumado y nadie tiene derecho a profanar los sueños de los demás. Estaban todos durmiendo cuando ella escuchó romperse un vaso. Tenía el sueño ligero después de haber sido mamá por segunda vez. Su marido en cambio estaba entregado a los ronquidos cuando lo zarandeó. "Me ha parecido oír ruidos en la cocina". Él acertó a desperezarse e hizo ademán de agarrar algún objeto contundente. No le dio tiempo. Dos tipos encapuchados irrumpieron violentamente en la habitación empuñando sendas barras metálicas. "Vamos, rápido, al salón, y ojito con hacer alguna tontería que os arranco la cabeza", amenazó el más menudo de los dos. "Tú, zorra, ¿hay críos?", preguntó el más corpulento. "Sí, están en su habitación". Apenas acababa de pronunciar aquellas palabras asomaron los dos niños por el pasillo. Habrían estado celebrando una guerra de almohadas, porque lo cierto es que no parecían somnolientos. Instintivamente el padre se abalanzó sobre sus hijos para echárselos a los brazos. "Llévense lo que quieran, pero por favor, no nos hagan daño". "Venga, salid de la habitación y cerrad la puta boca de una vez". El trayecto hasta el salón se convirtió en un viaje interminable en el que desfilaron decenas de pensamientos: "¿Qué quieren?", "¿Nos harán daño?", "¿Saldremos de esta?". Los chiquillos gimoteaban confundidos hasta que el que parecía llevar la voz cantante amenazó: "¡¿O se callan los niños o los callo yo?!". Ella pidió calma al tiempo que cubría a besos a sus dos criaturas. "No pasa nada, cariño, ahora mismo se van estos señores, no pasa nada". Bajando las escaleras uno de los asaltantes se trastabilló con un escalón. Estuvo a punto de caerse rodando, aunque finalmente consiguió reconducir su paso. Se le notaba tenso, inexperto. Tal vez fuese su primera vez. Maldijo a voces: "Puta escalera, siempre en medio". Llegados al salón, el que hasta entonces parecía más tranquilo y confiado propinó un empujón al más pequeño de los niños. "Muévete, cojones". El padre hizo entonces propósito de intervenir, pero fue interrumpido por un fuerte golpe en la cabeza que alcanzó a dejarlo inconsciente. La escena comenzaba a ponerse fea de verdad. "La caja, ¿dónde está la caja fuerte?", preguntaron casi al unísono. Por la cabeza de ella atravesó entonces el consejo del operario que les había instalado la alarma de seguridad tres meses atrás: "Les recomiendo que compren una caja fuerte y metan algo de valor por si les entran en casa. A los ladrones no les suele gustar irse con la manos vacías". Recordó también las contundentes palabras de su marido en forma de respuesta: "Yo no trabajo como una mula para abastecer delincuentes". En aquel momento le hubiese gustado retroceder en el tiempo y comprar la maldita caja. Sin embargo, tuvo que balbucear un resignado: "No tenemos caja fuerte. Hay algo de dinero en metálico en el primer cajón de aquella cómoda y apenas 3 ó 4 joyas familiares en mi mesita de noche". La aclaración cayó como un jarro de agua fría sobre los dos asaltantes, que mostraron síntomas de ponerse verdaderamente nerviosos. "Mientes, zorra, y como no nos digas dónde guardáis todo lo de valor le abro la cabeza ahora mismo a tu hija". La amenaza iba acompañada de un amago de movimiento de manos que le hizo temer lo peor. Su marido seguía tumbado en el piso sin un solo atisbo de reaccionar. Entonces todo aconteció muy rápido. De repente el tipo que lideraba la operación pareció perder el conocimiento unos instantes. Sin llegar a desmoronarse se tambaleó ligeramente y perdió el contacto visual con sus víctimas. En ese momento ella, instintivamente, decidió lanzarse a su yugular. No pensó su acción, ni en sus posibles consecuencias, simplemente actuó invadida por un anhelo feroz de protección de su prole. Abrió la boca todo lo que pudo y sintió cómo sus dientes se clavaban en el cuello de aquel tipo que casi la doblaba en estatura. La presa intentó zafarse, pero solo encontró mayor presión por parte de los incisivos de su atacante. Sintió cómo la sangre del cuello penetraba por sus encías fría, viscosa, abundante. Eso le dio ánimos para seguir apretando en busca de zonas más profundas. El tipo se retorcía como una culebra mientras ella percibió el sabor de su carne fresca. Se asustó al percatarse de que no le desagradaba, pero no suavizó un ápice la mordida. Entonces reparó en el otro asaltante. Contemplaba la carnicería despavorido y con rastros de orín en su entrepierna. Cuando su compañero comenzaba a lanzar sus primeros estertores no soportó la escena ni un instante más. Dejó escapar una arcada antes de echar a correr para salir de allí cuanto antes. El peor parado en cambio había dejado de convulsionar. Solo entonces ella aflojó ligeramente su ímpetu carnívoro y liberó parte del cuello de su captura, no sin antes cerciorarse de que a esta no le restaba un solo aliento de vida. Entretanto sus hijos no habían mutado palabra, simplemente habían dejado hacer a mamá loba. Cuando su marido comenzó a recobrar el conocimiento ella cedió definitivamente y permitió que su víctima cayese inerte. Atinó a limpiarse la sangre con la manga y respiró aliviada. La manada estaba sana y salva.

Almasy©

DÚO KIE: ¿Quién se apunta?


2 comentarios:

Gea dijo...

La violencia siempre produce miedo. Y el miedo puede llegar a ser la más poderosa de las emociones. Cuando se trata de defender la prole aflora el instinto más básico y de ahí a lo otro…¡un paso! ¡qué miedo!

Y ahora toca disfrutar de esa dulce espera con alegría.

Maribel dijo...

Que todo se produzca felízmente tanto para la madre como para la criatura (no te pongas así, también para ti); y que pronto nos cuentes que eres nuevamente padre. Un abrazo y paciencia, que cada cosa llega a su tiempo.

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