jueves, 12 de enero de 2012

183. Urgencias

Sábado 24 de diciembre, fun, fun, fun. Amanezco con una fiebre del carajo y la garganta hecha unos zorros. Cojonudo, es sábado y mi médico de cabecera a buen seguro que estará en su casita preparando el buey de mar que piensa apretarse por la noche –el muy jodío es de generoso comer, como yo–. ¡Tiembla colega, toca ir a urgencias! Llamo a mi hermano para que me acarree hasta un hospital de cuyo nombre no es que no me acuerde sino que no quiero acordarme. Me recibe con los brazos abiertos una tipa con estampa de desconocer el significado del verbo “sonreír”. De hecho sigo preguntándome si tenía dientes. “¿Qué le pasa?”. “Fiebre, dolor de garganta, vómitos”. “¿Muchos vómitos?”. “Pues no sé qué decirle, no tenía el medidor a mano, no te jode”. En estas llega el vigilante de seguridad, que allá donde haya uno manda más que el gerente. Aterriza perfilándose los mejillones de las manos con un cortaúñas recuerdo de Toledo y entabla conversación con la recepcionista mientras esta teclea con un puto dedo mis síntomas. “Siéntese en la sala de espera que cuando puedan le llaman”. Cuatro sillas incómodas y una mesita de noche con revistas caducadas componen la escena. “A cualquier cosa lo llaman sala de espera”. El “cuando puedan” acontece en torno a la hora después de mi llegada. Estoy en la media. Una enfermera deposita un termómetro en mis manos y ordena con ternura: “Póngaselo en la axila”. “A mandar señorita, lo que usted diga”. Vuelta la burra al trigo: “¿Qué le pasa?”. “Fiebre, dolor de garganta, vómitos”. “Deme el termómetro”. “Sí señorita Escarlata”. “Vuelva a la sala de espera que cuando puedan le llaman”. Otro “cuando puedan” de una hora después me recibe el doctor. “¡Eureka!”. Rápidamente reculo. No ha habido suerte. El tipo habla extraño. Yo creo que es gangoso. No le entiendo una puta palabra de lo que me dice. Me mira la garganta y se pone pálido. Eso sí lo entiendo. Lenguaje universal al fin y al cabo. Me coge del brazo y me acompaña a un reducto de medio metro cuadrado amueblado con camilla y cortina del “Todo a Cien”. Eso sí, gobernado por un lustroso letrero que reza “Box nº 6”. En ese país pones algo en inglés y le das caché. Aparece otra enfermera y me dice que me arremangue. “¿Para qué?”. “Te vamos a hacer unos análisis y a poner una vía con suero, Primperán y Omeprazol”. “No gracias, no bebo”. En estas, y para completar el ambientazo llega un camillero con mi compañero de nicho. El del “Box nº5”. Un abuelete con estampa de quedarle medio telediario al pobrecico mío. Comienza a respirar a base de estertores. De fondo, el personal sanitario a pandereta tendida cantando villancicos y con toda la pinta de estar dándole al cava como mínimo. El doctor gangoso entona “Los peces en el río” o algo que se le parece. Entra nuevamente la enfermera. “Tú si ves que te encuentras mal llamas, que yo a veces me olvido que tengo gente”. “Eso me tranquiliza muchísimo, se lo agradezco en el alma señorita. Solo una cosa: ¿podría entrar mi acompañante para ejercer como tal?”. “Con mayores de edad no se permiten acompañantes”. “Sí señora, la sensibilidad al poder. Como si cumplir 18 años lo liberara a uno automáticamente de necesitar a alguien a su vera cuando las está pasando putas”. De repente un golpe de calor empieza a invadirme. “¿Oigan? ¡Me estoy mareando!”. Otro “cuando puedan” después aparece el doctor de marras con medio polvorón asomándole. “Tranquilo, o se trata de una bajada de tensión o de una crisis de ansiedad”. “Pues nada, lo echamos a suertes y a correr”. Asoma la enfermera: “¿Le aplico un sedante, doctor?”. “¿Y la salud de tu puta madre, qué tal?”, me sobreviene. Llego tarde, la enfermera no preguntaba, afirmaba, y para cuando intento reaccionar la muy lagarta ya me ha enchufado con la mano tonta una pirula milagrosa. Me invade una modorra que complica todavía más mi ya de por sí vago entendimiento. El doctor gangoso vuelve a soltarme una parrafada que no acierto a comprender. “Por favor, que alguien le ponga subtítulos a este tío”. “Hemos valorado ingresarle…”, consigo entender finalmente al tiempo que se me ponen los testículos como los de un ciclán. “… pero finalmente hemos considerado no hacerlo”. “¡Alabado sea Cristo Redentor!”, me dan ganas de proclamar. “Tal vez serían convenientes algunas pruebas más…”. “Claro, claro, yo a su entera disposición. ¿Un tacto rectal les parece bien de postre?”. Vuelvo a no entender nada otro buen rato hasta que oigo entrecortada y a lo lejos la palabra “alta”. Me aferro a ella. “Eso, eso, ¡alta!, ¡alta!, ¡alta!”. Por fin, papelico en la mano prescribiendo un variado surtido de drogas autorizadas y a otra cosa mariposa. Mi hermano a la puerta: “¿Qué tal ahí dentro?”. Entonces rememoro al maestro Sabina y alcanzo a mascullar un “Que no disfruté, que no vuelvo más”.

Almasy©



JOAQUÍN SABINA: "Como te digo una co te digo la o"

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