sábado, 29 de octubre de 2011

174. Pequeñas cosas que perturban grandemente

Dice un dicho, pues esa es la labor que tienen los dichos: decir, que “las grandes cosas de la vida vienen en frascos pequeños”. “Tal vez porque los grandes son demasiado caros”, apuntaríamos los más incrédulos. Y precisamente de lo grande y de lo chico quiero hablarles hoy, y más específicamente de esas pequeñas cosas que perturban grandemente. Son decenas, centenas, millares incapaces de ser incluidas en las escasas líneas que componen esta entrega, así que me veo en la obligación de hacer una selecta selección, pues no en vano así tienen que ser las selecciones: selectas.

1.) Una antológica es cuando uno se encuentra en el inodoro nalgas al viento tras hacer aguas mayores y se percata de que se ha acabado el papel higiénico y ningún alma caritativa lo ha repuesto. Y el contratiempo tiene un pase si el partido lo juegas de local: incursión a la despensa en búsqueda de cualquier cosa que parezca contener celulosa y apañado. El problema es cuando el encuentro se disputa en campo contrario y te ves solo ante el peligro. Entonces solo resta apelar a San Calcetín, a San Calzoncillo o a Santa Braga –el tanga suele quedarse algo escaso para estos menesteres­– a fin de que ejerzan como improvisados limpiadores. Y es que en tiempos de guerra cualquier agujero es trinchera.

2.) Siguiendo el hilo de los cuartos de baño uno se queda sin palabras cuando de referirse a determinados urinarios se trata. Concretamente me llama negativamente la atención un modelo de pared cada vez más habitual en los aseos masculinos que sobresale por presentar unos alocados sensores de movimiento que expulsan agua mientras orinas cual aspersores, salpicándote molestamente el miembro durante la micción. Desde aquí hago un llamamiento a los fabricantes de estos artefactos del demonio solicitando que confíen en que cada usuario se lava su merienda en casa.

3.) “Majo”, “Rico”, “Mono”, son palabras menudas, bisílabas de tres al cuarto aparentemente inofensivas. Sin embargo, en boca de una mujer son de una contundencia descomunal. De hecho, si una hembra se refiere en estos términos a un macho –“¡Qué mono!”, “¡Qué rico!”, “¡Qué majo!”– sencillamente le está indicando que no está dispuesta a quebrantar el 6º mandamiento con él –el del fornicio, aclaro a fin de ahorrarle a más de uno y más de dos una consulta al Antiguo Testamento para averiguar a cuál me estoy refiriendo–. Una pena.

4.) Especialmente recalcitrantes también son las pequeñas mentiras, las llamadas white lies por los anglosajones, que podría traducirse, dejando a un lado la literalidad –con la que no se va a ningún sitio– por mentirijillas. Pongamos, verbigracia, las comerciales, entre las que destacan clásicos como: “no se fíe, esta camiseta cede”, cuando el vendedor te quiere colocar la prenda pese a que esta se te ajuste cual maillot amarillo y perturbe tu respiración abdominal; o bien a la inversa: “no se fíe, esta camiseta encoge”, en caso de que la cosa más que una camiseta parezca la sábana bajera de una cama de matrimonio. De igual manera que las que ofrece el potencial comprador –este tampoco se libra–, como “simplemente estaba echando un vistazo”, requiebro que en realidad esconde un “solo por cansino no te voy a comprar nada”.

5.) Y muchísimo peor que las pequeñas mentiras son las pequeñas verdades –que en este caso y curiosamente no responden a verdadijillas–, pues como les vengo insistiendo desde hace tiempo la sinceridad es una virtud tremendamente sobrevalorada. Tanto que se aproxima a la condición de defecto. Por ejemplo, hace un par de semanas, se me acerca un pariente de cuyo nombre no es que no me acuerde sino que no quiero acordarme, y me viene con un “estás más gordo”. Lo cual es cierto, pero ¿qué aporta esa verdad a este mundo? Nada. Simplemente refiere una realidad, en este caso la mía, que llega a herirlo a uno. Y es que soy consciente de que me sobran unos kilitos –si les soy sincero ya he superado la barrera de las unidades sobrantes y me muevo cómodamente en las decenas–; pero no me gusta que me lo recuerden. A buen seguro que a él ­–o a ella, mantengo la ambigüedad sexual para que no detonar una crisis familiar– no le hubiese agradado que yo devolviese un “y tú más viej@, y más fe@, y más pellejud@, y en este preciso instante ordenaría a un sicario inmisericorde que te arrancase todos los dientes y te mantendría de por vida alimentándote a base de quicos, ea”.

Almasy©

Los Nikis: "No vuelvo a ir a Benidorm"


jueves, 20 de octubre de 2011

173. La Abuela

Era la primera vez que la abuela viajaba a la gran ciudad. Afortunadamente no había hecho falta que se muriese nadie para consumar la visita. Simplemente, a punto de alcanzar sus cerca 85 primaveras, había considerado que ya era hora de encontrarse con su prole en la urbe. Ella hubiese preferido ir en autobús, pero sus hijos habían insistido en que cogiese el que también sería su primer avión. “Es más rápido, mamá, y más seguro”. Como de costumbre había embarcado tarde y el aterrizaje se produjo un par de horas después de lo previsto. No importaba, ella no tenía prisa. No sabía cuánto tiempo iba a pasar fuera de casa, pero apenas llevaba una bolsa de mano con lo justo y necesario. Mientras atravesaba puertas y escaleras mecánicas de salida observaba los maletones del personal y se preguntaba por qué la gente portaba su casa a cuestas. “Con lo bien que está la casa en su sitio quietecita”. Finalmente, tras unas puertas automáticas avistó a su hijo menor. Iba acompañado por su nuera y sus dos nietos. Estos últimos apenas levantaban la vista de una maquinitas del diablo que parecían tenerlos hipnotizados. No la habían visto y decidió pararse unos segundos a contemplar la estampa. Su hijo estaba pegado a un teléfono móvil y no paraba de hacer aspavientos mientras su nuera sí hacía ademán de buscar con la mirada entre el gentío. La abuela avanzó finalmente hacia ellos y extendió sus brazos. Los manoseó como corresponde, comprobando si todos tenían los kilos oportunos. “Estáis cada vez más flacos, no sé qué mierdas coméis por aquí”. “Esa boca, mamá, que están los niños”. De camino al coche su hijo no consiguió arrebatarle el bolso de mano pese a los intentos porque ella no llevara peso. “No insistas que no te lo voy a dar”, le espetó en una de las tentativas. “Si ya sé que estás estupenda mamá, pero es para llegar más rápido al parking, que nos va a costar un ojo de la cara”. El matrimonio acometió el pago del ticket vaciando sus respectivos monederos. Mientras, los niños, que habían dejado las maquinitas, sacaban ahora otros aparatitos diminutos y se colocaban una especie de orejeras en la cabeza. “Niños, no os pongáis a escuchar música ahora, que está la abuela y es de mala educación”. Cuando alcanzaron el auto vio como su hijo torcía el gesto. “Me cago en la puta, ya me han robado la antena”. “Están los niños delante”, apenas susurró la abuela. Antes de abandonar el recinto tuvieron una fuerte discusión con el guarda de seguridad de la entrada. Su hijo le recriminaba el asunto de la antena mientras el operario no dejaba de señalarle un cartel que rezaba: “La empresa no se hace responsable de ningún posible deterioro y/o robo de los vehículos”. “Me jodéis 20 euros por media hora de aparcamiento pero no os hacéis responsables de nada, ¿verdad? ¡Sinvergüenzas!”, acabó retartaleando su hijo.

Apenas vieron la luz un estruendo ensordecedor se apoderó del ambiente. La vía estaba en obras y tuvieron que tomar un desvío alternativo. El problema consistía en que todo el mundo tenía que tomar el desvío de marras, así que apenas pasaron 5 minutos el vehículo se detuvo y comenzaron a sonar multitud de cláxones. “Tranquila mamá, es un atasco, tardaremos un ratito”. “Yo estoy tranquila hijo”. Durante el trayecto los niños no pararon de echarse fotos con el teléfono. “¡Vaya careto, esta va directa al Facebook!”, comentó la niña. “Ni se te ocurra”. La abuela se acurrucó en el asiento trasero y dejó que un plácido sueño se apoderara de ella. El tedioso paisaje ayudaba a conciliar. Poca vegetación y mucho asfalto.

Finalmente llegaron a casa. La abuela fue directa a la cocina y se colocó el mandil. Su nuera sabía que no había nada que decir. Simplemente le indicó donde estaban las patatas. “A cualquier cosa lo llaman patatas”, pensaba mientras las pelaba. Nadie recordaba haber tomado una tortilla tan deliciosa desde… la última que les preparó la abuela en el pueblo. Apenas concluyeron, los niños se fueron raudos para sus habitaciones, de donde salían sendos halos de luz que debían corresponder a ordenadores. Su hijo acababa en el comedor unos balances que tenía que presentar al día siguiente y su nuera aprovechaba para planchar. La abuela se colocó el camisón y se ubicó en un desvencijado butacón que pedía a gritos un tapizado nuevo. La televisión hacía las veces de ruido de fondo. “¿Estáis viendo algo?”, preguntó la abuela. “No mamá, pon lo que quieras”. Pasados unos veinte minutos la abuela interrumpió a su hijo. “Cariño, ¿puedo hacerte una pregunta?”. “Claro mamá, dime”. “¿Por qué te viniste para la ciudad?”. “¡Vaya pregunta mamá! Ya sabes, trabajo, dinero, mejores servicios, más variedad de ocio, mejores oportunidades para nuestros hijos”. “Ya, ya, entiendo”.

Almasy©

MUSE: "Knights of Cydonia" (Live at Wembley)


jueves, 13 de octubre de 2011

172. Trío de pseudopoemas



EL ENGAÑO


Cuando niño,

no contaría más

de diez años,

me engañaron.

Fue un cura.

En mundana charla

o en oficial confesión.

No acierto a recordar.

Me dijo que

cuando adulto

comprendería el sentido

de la vida,

los entresijos

de la muerte.

Que entendería

por qué el hierro

no es madera,

por qué el agua

no sabe a vino

y por qué

emprender la ruta

hacia el norte,

necesariamente implicaba

no hacerlo

hacia el sur.

Así como

por qué el camino llano

a veces torna abrupto.

¡Qué digo a veces!

Muchas veces.

Que vería razón

en el devenir

de cada día,

y lógica donde

solo parecieran

darse cita

azar y caos.

Me dijo que

cesara de pensar

cosas de mayores

y me conformase

con pensar

cosas de críos.

Que no tenía sentido

empeñarse

en comprender ahora

lo que por sí solo

se comprendería mañana.

En resumidas cuentas,

que mis incertidumbres

se disiparían,

que mis penas,

mutarían en luminosas alegrías,

que mis misterios sin resolver

pasarían a convertirse

en misterios resueltos.

Así de sencillo,

así de fácil.

Bastaba con esperar

unos años.

Esos que separaban

la infancia,

de la edad adulta.

Sin embargo,

hoy,

un cuarto de siglo

después de aquella charla,

tal vez confesión,

sigo sin entender

nada.


Almasy©


POESÍA CONTEMPORÁNEA


“¿Qué es la inmensa mayoría

de la poesía contemporánea?”,

dices mientras clavas

en mi pupila

tu pupila azul.

“¿Y tú me lo preguntas?”.

La inmensa mayoría

de la poesía contemporánea

es prosa tabulada.


Almasy©


VER MUNDO


No fue

sino en la Coruña,

donde nació

y creció presto,

mi buen amigo

Ernesto;

mas,

con dieciocho aniversarios cumplidos,

decidió ver mundo,

salir del cascarón,

cambiar de rumbo.

Marchó entonces

a estudiar a Lugo,

casó en Orense

y residió

en Pontevedra

hasta el fin

de sus días.

Vamos,

que vio mundo.


Almasy©

NACH: "Poesía difusa"

viernes, 7 de octubre de 2011

171. A mis 34 años

(Circunstancias: algo falla cuando hace un par de semanas mi retoño de dos años y medio llega a casa entonando esta canción: “Ser amigos, ser amigos, es mejor, que pelearse sin razón. Si algún día, si algún día, vas a pelear, vas a pelear, manos al bolsillo que hay que hablar, nunca pelear”–prueba evidente de que los profesores educan en valores– y a mí, cerca de los treinta y cuatro años y medio, me sobrevienen mensajes mucho más oscuros).

A mis 34 años estoy descubriendo que no soy muy listo; pero que tampoco soy idiota. Que no se puede dar gusto a todo el mundo. Incluso que a veces no se puede dar gusto a nadie. Que los amigos se cuentan con los dedos de la mano de un manco y que conviene tener enemigos para estar siempre ojo avizor y colmillo en ristre. Que cuando la senda se torna abrupta, incluso los que considerabas amigos, te dejaron solo ante el peligro. Estoy aprendiendo a pararle los pies al personal, a no devolver siempre sonrisas, sino también exabruptos, silencios incómodos y hasta alguna que otra hostia. A mirar torvo, a responder que ni respeto la opinión de mi interlocutor ni tan siquiera lo respeto a él. A espetarle que a lo máximo a lo que podemos aspirar es a que él siga su camino y yo el mío. ¡Y mucho ojito con cruzarse! A devolver gritos si es que los he recibido, incluso a devolverlos sin haberlos recibido previamente. A reunir el arrojo necesario para que cuando un mierda me cuenta su mierda responderle con un “me importa una mierda tu mierda”. A pensar en cómo quiero ser yo y no en cómo quieren los demás que sea. A estar de vuelta de unas cuantas cosas y permitirme el lujo de acercarme solo a aquello que me seduce. A convencerme de que aquí cada uno va a lo suyo y tal vez ya sea hora de que yo vaya a lo mío. A mofarme de dioses, banderas e himnos. A rogar lo justo y necesario. A dejar de contenerme diplomáticamente siempre que alguien me suelta lo que se le pasa por la cabeza y empezar a largar también lo que pasa por la mía. A creerme el amo y señor de mi vida y milagros. A pensar más y mejor en mí y en los míos y en asegurar las condiciones que garanticen su bienestar. A estar preparado para llevarme a alguien por delante si osa amenazar mi integridad o la de mi prole. A comprender en toda su extensión el significado del verbo “odiar” (Tener odio: Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea) y no sentir remordimiento de conciencia ninguno por ello. A pedir menos disculpas de las que solía tras dilucidar que tres cojones me importan aquellos a los que se las demandaba. A saber vivir sin el saludo de muchos. A relativizar tanto las cosas que ríome yo de Einstein y su teoría. A cagarme cien veces en la puta madre de alguno por si acaso él solo alcanzó a cagarse en la mía noventa y nueve. A mis 34 años.

Almasy©




Gnarls Barkley: "Crazy"