
Actualmente los padres se desmarcan de sus hijos comprándoles un ordenador o una videoconsola, pero en mi más tierna infancia y en mi temprana adolescencia, el único recurso disponible lo constituían las actividades extraescolares. Por tanto, era común que, tras las clases, acudiéramos los niños a fútbol, defensa personal o guitarra y las niñas a ballet, sevillanas o piano, por poner simplemente algunos ejemplos palmarios al tiempo que sexistas. Pues bien, en mi caso la primera actividad fue el judo, elección que ciertamente me resultó sencilla, pues de pequeño me había atiborrado de películas de kung-fu alquiladas en el videoclub de mis colegas David y Sergio, en cuyo hogar nos flipábamos visionándolas hasta 3 veces en el mismo día. Así, era frecuente que, fruto de la emoción, nos diésemos patadas voladoras entre nosotros que no solían llegar a buen término: o patada sin querer en los huevos del otro o rotura de muebles eran los destinos más corrientes de estos golpes provocados por nuestro anhelo de emular al samurai de turno que siempre se vengaba de un malo malísimo que había matado a su hermano. A mí me gustaba sobre todo la postura de la cobra, que consistía básicamente en colocar la mano a la altura de la cara, en orientación convexa, simulando la cabeza zigzagueante de la supuesta cobra, animal letal; pero obviamente mis movimientos distaban mucho del de la peli, y más que una cobra a punto de aniquilar al enemigo parecía una lagartija borracha. Por este motivo me decidí a emprender mi peregrinaje por las artes marciales, deseoso de mejorar mi estilo y repartir tortas a dolor cual Bruce Lee. El kung-fu apenas había llegado a España y lo que más a mano me quedaba entonces era el judo en el colegio que habían introducido los de la Asociación de Padres y Alumnos, la APA, como se la conocía popularmente. Pues bien, la APA en cuestión contrató para impartir las clases a un profesor entradito en años, más bien cincuentón si no sesentón, donante de pelo, prominente monoabdominal a la altura de la barriga, narigudo, con cejas Citroën a lo ZP y… vamos feo, muy feo, más que de belleza escondida, jeroglífica. Yo creo que era el hermano bastardo del señor Miyagui de Karate Kid en versión hispana. Si aquello era una “máquina de matar”, como todos esperábamos, entonces yo era la fallera mayor del año.
Solo un aspecto de su físico daba auténtico pavor, sus manos, auténticas salchichas alemanas en lugar de dedos, poderosas como ningunas, tal y como pudimos comprobar en la clase de presentación cuando nos saludó uno por uno estrechándonos la mano y devolviéndonoslas con olor a jabón lagarto y prácticamente lisas. ¡Joder cómo apretaba el tío!
No obstante, su carácter violento y sanguinario se quedó ahí, ya que, como pudimos apreciar, de hostias como panes poco, la verdad. Todos esperábamos ansiosos que nos enseñara cómo patearle el culo al primer payaso vacilón de turno, vengarnos del listillo que nos había bajado los pantalones en clase dejándonos en ridículo, acabar de una vez con los repetidores que nos robaban los bollos en los recreos y/o romperle las manos al gafotas que siempre nos ganaba a las chapas (y eso que yo también era un gafotas). Aprender una llave mágica, una patada mortal o un puño definitivo era nuestro deseo más ferviente. Queríamos acción, adrenalina al 100 %; pero el Sensei Ramón, nombre ridículo donde los haya para un profesor de artes marciales, únicamente nos decía que lo importante era estar en forma, alcanzar el equilibrio, estar saludable, empaparse de un karma positivo... ¡Bobadas, para eso ya estaban los crispis, los yogures y el calcio 20 (¿saben ya lo que es el calcio 20?)! Yo iba a cada clase con el objetivo de convertirme en el primer Rambo made in Móstoles y solo salía de allí haciendo el pino, el puente y la voltereta para atrás sobre colchoneta de goma-espuma verde, mucho más en la línea de Joaquín Blume, famoso gimnasta español de los ´50 según el Trivial, que en la de un superviviente nato combatiente del mal y hacedor del bien.
¡Qué decepción! Al menos, si no nos enseñaba llaves, todos queríamos que nos mandase pintar una valla, o encerar un coche, o lijar un porche de madera, como el mencionado Señor Miyagui a Daniel Sanz en la citada Karate Kid, artimañas a través de las cuales el sabio profesor se ahorraba una pasta en reformas del hogar y su disciplinado alumno aprendía sin darse cuenta los movimientos básicos del arte marcial en cuestión. A mí el Sensei Ramón solo me mandó secar el sudor del suelo en un par de ocasiones y no prestó atención a si yo pasaba la bayeta en círculos concéntricos o a la que te jodió, con lo que concluí que su orden no llevaba implícita ninguna técnica judoca imprescindible para la adquisición de mi ansiada postura de la cobra. Por este motivo, después de un par de meses, acabé resignándome a ser, por los siglos de los siglos amén Jesús, una simple lagartija borracha.
Almasy©
Solo un aspecto de su físico daba auténtico pavor, sus manos, auténticas salchichas alemanas en lugar de dedos, poderosas como ningunas, tal y como pudimos comprobar en la clase de presentación cuando nos saludó uno por uno estrechándonos la mano y devolviéndonoslas con olor a jabón lagarto y prácticamente lisas. ¡Joder cómo apretaba el tío!
No obstante, su carácter violento y sanguinario se quedó ahí, ya que, como pudimos apreciar, de hostias como panes poco, la verdad. Todos esperábamos ansiosos que nos enseñara cómo patearle el culo al primer payaso vacilón de turno, vengarnos del listillo que nos había bajado los pantalones en clase dejándonos en ridículo, acabar de una vez con los repetidores que nos robaban los bollos en los recreos y/o romperle las manos al gafotas que siempre nos ganaba a las chapas (y eso que yo también era un gafotas). Aprender una llave mágica, una patada mortal o un puño definitivo era nuestro deseo más ferviente. Queríamos acción, adrenalina al 100 %; pero el Sensei Ramón, nombre ridículo donde los haya para un profesor de artes marciales, únicamente nos decía que lo importante era estar en forma, alcanzar el equilibrio, estar saludable, empaparse de un karma positivo... ¡Bobadas, para eso ya estaban los crispis, los yogures y el calcio 20 (¿saben ya lo que es el calcio 20?)! Yo iba a cada clase con el objetivo de convertirme en el primer Rambo made in Móstoles y solo salía de allí haciendo el pino, el puente y la voltereta para atrás sobre colchoneta de goma-espuma verde, mucho más en la línea de Joaquín Blume, famoso gimnasta español de los ´50 según el Trivial, que en la de un superviviente nato combatiente del mal y hacedor del bien.
¡Qué decepción! Al menos, si no nos enseñaba llaves, todos queríamos que nos mandase pintar una valla, o encerar un coche, o lijar un porche de madera, como el mencionado Señor Miyagui a Daniel Sanz en la citada Karate Kid, artimañas a través de las cuales el sabio profesor se ahorraba una pasta en reformas del hogar y su disciplinado alumno aprendía sin darse cuenta los movimientos básicos del arte marcial en cuestión. A mí el Sensei Ramón solo me mandó secar el sudor del suelo en un par de ocasiones y no prestó atención a si yo pasaba la bayeta en círculos concéntricos o a la que te jodió, con lo que concluí que su orden no llevaba implícita ninguna técnica judoca imprescindible para la adquisición de mi ansiada postura de la cobra. Por este motivo, después de un par de meses, acabé resignándome a ser, por los siglos de los siglos amén Jesús, una simple lagartija borracha.
Almasy©
LA QUINTA ESTACIÓN: "Me muero"