jueves, 5 de diciembre de 2013

210. Medidas de racionalización irracionales


Soy un fan de los comentarios de texto. Yo lo sé y mis alumnos lo saben. Cada uno disfruta con lo que puede, qué le vamos a hacer, y he decir que a mí los comentarios de texto me ponen. Me seduce tremendamente analizar lo que se dice, y también lo que no se dice. Lo que se insinúa, lo que se advierte, lo que se oculta. Las verdades y sobre todo las mentiras que encierran. De hecho, mi historiador fetiche, Marc Bloch, venía a decir precisamente que la mentira informa de muchos más asuntos que la verdad. Y razón no le faltaba. El abordar un comentario de texto es lo más parecido a meterse en la piel de un investigador privado que desgrana un hecho de principio a fin. Desde el autor que lo protagoniza, pasando por el contexto en que se sitúa hasta desenmascarar la finalidad que persigue. El abordar un comentario de texto es lo más parecido a tener una opinión propia de lo que se tiene entre manos. A no decir amén por sistema.
En el día de hoy, a caballo entre la técnica de comentario de texto y la literatura que suele hacer acto de presencia en mis escritos –poca y mala, dirán algunos, pero haberla hayla– me acerco a un texto jurídico de esos que a uno lo dejan frío y más específicamente al Real Decreto-ley 14/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes de racionalización del gasto público en el ámbito educativo, o lo que viene a ser lo mismo y mucho más comprensible para los terrícolas: lo que yo he resuelto llamar “las medidas de racionalización irracionales”.
Tal vez algunos piensen que este decreto no es de su interés. Que no le afecta en la medida en que ni es profesor ni padre de colegiales. Se equivoca. Tarde o temprano le va a afectar. Ese joven colegial al que ahora le están recortando puede acabar siendo su cliente –difícilmente su jefe a este paso, no nos vamos a engañar, pero también pudiera ser– y deseará que le pague religiosamente en lugar de salir por patas con la mercancía o de que le aborde enfundado con una media en la cabeza y una recortada en las manos; o tal vez el chico que le acerque la pizza un día a casa montado en su ciclomotor, ese mismo del que espera que no la traiga fría, le dé las buenas tardes y le devuelva correctamente el cambio. Puede ser, vaya usted a saber, la joven que un buen día le ceda el asiento en el autobús –circunstancia mucho más probable si ha recibido una educación en valores, la cual, créanme, no depende exclusivamente de lo que venga de sus progenitores, por mucho que algunos se empeñen en afirmar que los profesores enseñamos materias pero no educamos–.
Pues bien, nuestros mandatarios, esos mismos a los que otorgamos el poder a través de las elecciones, han decidido que esto de la educación no es tan importante como parece. O como mínimo que se puede recortar indiscriminadamente sin que la “eficiencia y la calidad” se vean alterados un ápice. Y para muestra unos botones que, si me lo permiten –y si no me lo permiten les va a dar igual porque esta es mi bitácora y aquí mando yo– procedo a comentarles. Dicen así estos ingenieros educativos:

En la actual coyuntura económica se hace necesario mejorar la eficiencia de las Administraciones Públicas en el uso de los recursos públicos, con objeto de contribuir a la consecución del inexcusable objetivo de estabilidad presupuestaria derivado del marco constitucional y de la Unión Europea.

A esto en mi pueblo se le llama echar balones fuera. Es una especie de “si no es culpa nuestra, que es la Constitución y la Unión Europea las que lo dicen”. ¿Y quiénes somos nosotros para decirles que no a estas dos señoras, verdad? Total, únicamente somos un presunto pueblo soberano que debería tener la capacidad de escribir su historia inmerso en una gran mentira llamada Europa –no es vano Europa jamás estuvo ni quiso estar unida– en la que el ciudadano de a pie –pongamos un camionero– la única medida práctica que ha experimentado desde la llegada de la UE ha sido la de constatar que en los puticlubs de Francia se paga con la misma moneda que en los de España.

En materia de educación, el objetivo común perseguido es proporcionar a las Administraciones educativas un conjunto de instrumentos que permitan conjugar los irrenunciables objetivos de calidad y eficiencia del sistema educativo con el cumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria y su ineludible reflejo en la contención del gasto público y en la oferta de empleo público.

Sinceramente les diré que cada día que oigo el vocablo “calidad” siento como si mis gónadas hubieran sido atravesadas por el aguijón de una avispa y comenzaran raudas a inflamarse. Bueno y ya lo de “eficiencia” tiene tela, pues plantear que un sector como el educativo debe perseguir la eficiencia como meta me produce sarpullido –también en las gónadas, si me apuran–. Yo quiero que mis alumnos aprendan cosas –la mayor parte del tiempo simple y llanamente por el mero placer de aprender, sin perseguir mayores objetivos– y a poder ser que no se conviertan en unos auténticos hijos de puta el día de mañana. De hecho, si tuviese que elegir entre que aprendan cosas y que no se conviertan en unos auténticos hijos de puta me decantaría por lo segundo.

Cuando, por razones de limitación del gasto público, la Ley de Presupuestos Generales del Estado no autorice la incorporación de personal de nuevo ingreso mediante Oferta de Empleo Público o establezca, con carácter básico, una tasa de reposición de efectivos inferior al 50 por 100, las Administraciones educativas podrán ampliar hasta un 20 por 100 el número máximo de alumnos establecido en el artículo 157.1.a) de la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación, para la educación primaria y secundaria obligatoria.

Esto me recuerda a mi madre y su famoso “donde comen 4 comen 5”. El problema es que mi madre no se conformaba con partir las mismas raciones si se personaba un comensal más, sino que tiraba de congelador y sacaba otro chuletón para el nuevo invitado. Estos hacedores de leyes, en cambio, expertos en convertir lo ilegal de ayer en lo legal de hoy y viceversa como por arte de birlibirloque –de hecho, la fina barrera que supera legalidad de ilegalidad se resume en un Real Decreto– quieren que comamos más gente las mismas tajadas.

La parte lectiva de la jornada semanal del personal docente que imparte las enseñanzas reguladas en la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación, en centros públicos y privados sostenidos con fondos públicos será, como mínimo, de 25 horas en educación infantil y primaria y de 20 horas en las restantes enseñanzas, sin perjuicio de las situaciones de reducción de jornada contempladas en la normativa vigente.

Coño, pero si además de comer más gente recortamos camareros. Así, con los que ya estaban nos apañamos para sacar adelante el convite –los aspirantes a mamarla–, solo que en vez de una jornada que hagan dos por el mismo sueldo, si total ahora con esto de la crisis siempre nos quedará el “y no te quejes que tienes trabajo y has de dar gracias a Dios”. Ni a las horas de estudio, ni a las noches en vela, ni a las renuncias que hiciste, ni al trago de la oposición que pasaste. Ni más ni menos que al mismísimo Dios. O en su defecto a Nuestro Señor Jesucristo o al Espíritu Santo, que para el caso vienen a ser lo mismo.

En los centros docentes públicos, el nombramiento de funcionarios interinos por sustitución transitoria de los profesores titulares se producirá únicamente cuando hayan transcurrido diez días lectivos desde la situación que da origen a dicho nombramiento. El período de diez días lectivos previo al nombramiento del funcionario interino deberá ser atendido con los recursos del propio centro docente.

En cristiano viejo que pase lo que pase no se sustituye un profesor hasta pasados diez días lectivos, que así dicho queda medio mal, pero que con sus fines de semana de por medio vienen a ser quince, lo cual queda atroz. Eso sí, que nadie se ponga nervioso, toda vez que un profesor se cubre con los recursos del propio centro docente. ¿Qué recursos?, me pregunto yo. Me da en la nariz que llaman recurso a un profesor de guardia que se limita a llevar una hojita con ejercicios para cubrir el expediente –en el mejor de los casos– a fin de que los alumnos pasen el rato, o mejor dicho, los ratos que les esperan por delante en esos quince días. Dos semanas en las que, pongamos, el ausente puede ser el profesor de inglés. Ese que enseña esa lengua tan fundamental. Más incluso que la propia de esta nación –total, si apenas cuenta la pobrecita mía con 500.000.000 de hablantes–. La del bilingüismo, ¿les suena? Sí hombre y mujer, esa que nos duele la boca de decir que es de vital importancia, aunque parece que no lo suficiente como para que se considere oportuno cubrir cual centella la ausencia de un profesor con otro. Claro que con esto de la fe todo se arregla, porque a buen seguro que nuestras autoridades deben confiar en que la inspiración divina aterrice sobre los discentes para grabarles a fuego la lengua de Shakespeare. De hecho, bien pareciera a tenor de la medida que se defendiera la tesis de que los alumnos aprenden incluso a pesar de los profesores. Y por extensión, no nos engañemos, de echarnos a los pies de los caballos. Tanto como que los usuarios comienzan peligrosamente a malpensar que la culpa y responsabilidad final de la gaita en cuestión es de todos aquellos profesores débiles y quebradizos que se ponen enfermos, ingresan en quirófanos y/o les da por preñarse, casarse, parir, asistir a entierros de familiares o cualquier barbaridad similar. ¡Si fueran hombres y mujeres hechos y derechos verdaderos amantes de su profesión y su alumnado jamás faltarían a su puesto de trabajo! Ahora bien, ironías a la cuneta, se lo puedo decir más alto pero no más claro: dejar quince días a un cerro de alumnos sin profesor tal vez contribuya a racionalizar el gasto, pero sin lugar a dudas es antipedagógico, involutivo, inmoral, inhumano y atenta contra la seguridad del alumnado. Lo dicho, irracional. Más claro el agua.

Almasy©


DEPECHE MODE: "Wrong"

1 comentarios:

Gea dijo...

Hoy he vuelto a leer la entrada y me sigue pareciendo una de las mejores de esta bitácora. El autor consigue provocar lo que pretende. No sólo informa, describe, analiza, constata..., sino que sus opiniones plasman lo que contienen: rechazo a tanta irracionalidad, a tanta involución y despropósito. Y utiliza el lenguaje como vehículo de información con intención Socrática de espolear nuestro conocimiento y lo que es mejor:nuestras conciencias.Y punto.

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