Justo antes de iniciar mis merecidas
vacaciones caniculares se me ocurre llegarme hasta el Carrefour, otrora
Continente, para comprarme una máquina barbero con la que rebajarme el vello
facial. Primer error. Confiando en que el personal que colocan en cada sección
ha sido convenientemente formado en el uso y disfrute de los productos de los
que está encargado se me ocurre buscar el asesoramiento de un dependiente.
Segundo error. “Buenas tardes, ¿me puede recomendar alguna máquina específica
para arreglar mi díscola barba?”. “Llévese esta que es la repera. Crema,
cremita, crema. Yo tengo una igualita y me va de cine”.
En llegando a casa me
dispongo presto a la tarea a fin de comenzar mi descanso estival más bonito que
un San Luis. Cuando saco el aparato en cuestión de la caja compruebo que no
abulta más que un lapicero a medio uso. Me acuerdo del dependiente y frunzo el
ceño, mas persisto en mi tarea apurando las últimas gotas de confianza en el
género humano que me restan – pocas, créanme, muy pocas –. Sin embargo, mis
sospechas se confirman. El achiperre de marras no es capaz de avanzar frente a
mi tupida barba. Se queda. Miro el tamaño de las cuchillas y efectivamente
resuelvo que el trasto a lo sumo sería capaz de retocar entrecejos, pelos de
napias o ingles brasileñas – por cierto, que siempre me ha llamado la atención
que a estas se les llame ingles cuando en realidad de lo que falamos es simple y llanamente del parrús femenino; pero bueno, ese es otro
tema y estamos en horario infantil –.
Raudo y veloz regreso el cacharro a su
emplazamiento original y me dispongo para ir a cambiarlo. En Atención al Cliente vislumbro a lo lejos
un par de jambas con cara de padecer incontinencia urinaria y de haber dejado
atrás verbos como “sonreír”. “Hola, mire venía a devolver este producto”. “¿Le
pasa algo?”. “Le pasa que no responde a mis expectativas”. “¿Lo ha utilizado
usted?”. “Sí claro, para decidir que no responde a mis expectativas he osado
utilizarlo. Tengo esa fea costumbre”. Tercer error. En Atención al Cliente no se puede ser sincero. Siempre hay que ir con
alguna trola por delante del tipo: “No, es que me la regaló mi abuela y no acaba
de gustarme el color de los botones”, o “es que la compré bajo los efectos de
algún estupefaciente y fíjese, si yo no la necesito, que no tengo barba, de
hecho mi segundo apellido es Barbilampiño”. “No se lo podemos cambiar ni
devolverle el dinero, se trata de un artículo de higiene personal”. Lo que en
cristiano viene a ser un “te jodes y te lo quedas por los siglos de los siglos,
tonto las tres”. Entonces me empiezo a calentar. De menos a más, según
contempla el reglamento. “¿Cómo dice?”. “Que se trata de un artículo de higiene
personal”. Primera noticia que tengo, máxime teniendo en cuenta que en todas
las peluquerías en las que me he rasurado el cráneo nos esquilan a uno detrás
de otro con la misma cortapelos sin desinfectar. “Pero oigan, fueron ustedes
los que me asesoraron en la compra – pensaba entonces en los exigentes cursos
de formación a los que habrían sometido al dependiente que me atendió: “A ver
chaval, ¿tú sabes de algo?”. “Bueno, solo soy ingeniero aeronáutico, tengo un
máster en navegación aérea y hablo 4 idiomas”. “Muy bien, hale, entonces
derechito a la sección de pequeño electrodoméstico, campeón”. – y además, en
ningún momento me advirtieron de las condiciones que usted me plantea ahora”.
“Venían explicitadas en un letrero junto a la cabecera en la que se encontraba
el producto”. “Pero oigan, que soy español. ¿Dónde se ha visto a un español
leyendo un cartel, o unas instrucciones? Eso nunca”. “Lo siento, no podemos
hacer nada. Le repito que la política de la empresa establece que los productos
de higiene personal no se cambian”. Mi calentura entonces alcanzando su punto
álgido. “¿Pero qué política de empresa ni qué infante muerto?”. “¿Acaso cuando
les vienen a devolver unos zapatos le preguntan al cliente si está aquejado por
un papiloma plantar? ¿Y si se trata de un bañador? ¿En ese caso
le cuestionan si porta ladillas o algún herpes vaginal juguetón digno de
mención?”. “Hay más gente esperando”, me increpa entonces una señora de la
cola. “Sí, concretamente son ustedes 9”, respondo. Tensión en el ambiente.
Mucha tensión. La operaria recula unos metros hacia atrás y tira de teléfono.
Me imagino la conversación. “Sr. Ramírez – el encargado, en España siempre hay
un encargado – que tengo aquí a un gilipollas que me está tocando los ovarios.
¿Qué hago?”. “Dile que nones”. “Uy lo que me ha dicho. Ustedes no saben con
quién se juegan los cuartos”. No queda otra: “¡Marchando una de hoja de
reclamaciones!”.
Almasy©
1 comentarios:
Si se han acabado las vacaciones (¡Bien lo sabes!), gusta ir notando que volvemos a donde solíamos.
Gracias por el reencuentro.
Nuestra unidad de tiempo significativa es el curso.
Pues que el curso nos sea propicio. Todo lo posible. Incluso en lo imposible.
Abraço
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