domingo, 24 de junio de 2012

197. Memoria fin de curso


No me gusta especialmente escribir sobre temas de actualidad porque entiendo que están tan manidos por otros medios que pudiesen saturar a los lectores de esta bitácora. Sin embargo, en esta ocasión, y aunque solo sea por simple y llana deformación profesional, me veo en la obligación de poner por escrito algunas reflexiones en esta entrega que bien pudiera considerarse una memoria fin de curso.

Supongo que sabrán que está tocando a su fin un año complicado para todos los que habitamos el universo educativo. Y no solo porque a los docentes nos hayan empeorado significativamente nuestras condiciones laborales, tanto a nivel de horas de dedicación como de salario, sino porque la mayor parte de las piezas que componen el puzle escolar se han visto afectadas negativamente por el paquete de medidas adoptadas por nuestros gobernantes. Efecto dominó, creo que se llama.

Lo peor sin duda no han sido el aumento de dichas horas de trabajo ni la más que anunciada reducción de salario –una más–, sino el encabronamiento generalizado que estos ajustes han provocado entre el personal. Así, puedo afirmar haber visto a docentes altamente enojados acudir a su puesto de trabajo. Con cara de pocos amigos un día sí y otro también, sin ánimo para intercambiar alguna chanza o comentario jocoso que animasen nuestra existencia diaria. Poco predispuestos para tomarse un café con el que aliviar tensiones y fomentar el buen ambiente –en algunos casos, todo hay que decirlo, porque ya no disponen de hueco alguno para hacerlo, en otros, sencillamente porque no se lo pide el cuerpo–. Y un trabajador malhostiado, llámese docente, médico, empleado de banca o charcutero, rinde peor, se coordina peor con aquellos que debe entenderse para hacer buena esa utopía llamada “trabajo en equipo”, corrige peor, propone actividades extraescolares menos sugerentes. Incluso no propone ninguna. Porque carece del tiempo del que antes disponía o simplemente porque está más cabreado que un mono y aunque pudiese estirar su tiempo para seguir haciendo lo que antes hacía, le frenan mensajes interiores del tipo: “sí hombre, con la que está cayendo encima voy yo a organizar una excursión”, “para lo que me lo van a agradecer”, “claro, encima de puta a poner la cama”. En definitiva cumple con la pertinente parte educativa que le corresponde –la grande, no nos engañemos, es tarea de los padres, o al menos debería– en peores circunstancias de las que podría si sus condiciones laborales no se hubiesen visto afectadas y eso, lo creamos o no, se traduce en una peor atención a nuestra materia prima: el alumnado, y por extensión a sus familias.

Lo peor ha sido también el volver a asociar al profesorado con vocablos que nada tienen que ver con nuestra práctica cotidiana: huelga, vacaciones, pereza. Al menos con la de una inmensa mayoría, porque aquí tampoco podemos ni debemos ponernos medallas corporativas y negarnos a la evidencia: hay docentes que se merecen estas medidas y peores aún, puesto que son profesores como podrían haber sido mamporreros. Sin embargo, como toda medida democrática que se precie la hostia se ha repartido cristianamente tanto entre los que cumplen –esos que aman su profesión, que le dan vueltas a qué actividad proponer el curso siguiente, que se empecinan en reciclarse con un curso sí y otro también que mejore su práctica docente, que les cuesta un triunfo poner una calificación porque saben lo que esta implica, que se presentan cada día sabiendo que su horario de trabajo ocupa, grosso modo, las mañanas de lunes a viernes, que no se quitan el traje de profesor cuando acaba la jornada laboral, sino que entienden que somos docentes 24 horas al día, 7 días a la semana– como entre los que NO –esos que aterrizan desde primera hora con el cronómetro puesto, no sea que se pasen un segundo de su horario, que si tienen clase un viernes a 6ª ponen mala jeta al jefe de estudios porque tradicionalmente ese día a esa hora lo dedicaban a hacer la compra en el Mercadona, que en los huecos aprovechan para acercarse al mercadillo del barrio en busca de alguna ganga, que solo les falta poner las calificaciones de igual modo que Franco firmaba las sentencias de muerte: comiendo picatostes, que lo más parecido a un curso de formación que han hecho ha sido una mierda muy gorda online que les sirva para el cobro del sexenio, que constituyen la prueba fehaciente de que el proceso de oposiciones tiene sus taras, que no solo no se oponen a las medidas adoptadas sino que les parecen cojonudas porque ejercen de fabulosa coartada para justificar su leitmotiv: “si antes hacía poco, a partir de ahora menos”.

Nada agradable ha sido tampoco padecer la proliferación de activistas de postal que se pasean por el mundo dando lecciones a los demás. Muchos de ellos enfundados permanentemente en su elástica de marea verde –que a más de uno y más de dos le ha ahorrado sin duda disquisiciones ante el armario a la hora de decidir qué ponerse cada mañana– y alardeando de su defensa a ultranza de lo público; aunque luego lleven a sus hijos a la escuela privada porque “en el instituto público de al lado de casa hay mucho inmigrante” o prefieran Adeslas a la Seguridad Social en materia médica “porque la lista de espera es menor”. ¡Nos ha jodido Mayo! ¡Tú como todos, que diría Mourinho a Guardiola! Y también la de algunos para los que las protestas no son únicamente una forma de conciencia político-social, sino de vida y hasta de ocio. Así, igual que a mí me gusta en mi tiempo libre bajarme al parque con mis hijas, ir al teatro con mis hijas, pasearme por el centro comercial con mis hijas o entregarme a una noche de sexo desenfrenado si la parienta está por la labor y las hijas dormidas –esto último poco o nada frecuente–, a otros les pone lo de irse de mani o de asamblea. Cosa que me parece estupenda, pero no andemos tocando las gónadas al personal gratuitamente. A mí no me cabe duda alguna: entre la revolución y mis hijas, siempre estarán mis hijas. Para tanto no tengo tiempo.

Poco seductor se me antoja por otra parte el clima de resignación creado por todos y por ninguno. Así como de considerar estas medidas como una suerte de paréntesis en la historia educativa del país. Craso error. Como lo fue considerar el nazismo como un paréntesis en la historia de Alemania, el estalinismo en la de Rusia o el franquismo en la de España. Son tan reales como las de cualquier otro período y así debemos asumirlas y vivirlas, porque de lo contrario sería negar la existencia de todos aquellos que las padecemos. Y es que nos gusten o no son las que la mayoría de la población ha respaldado con sus votos, y no me vale ahora el “si lo hubiese sabido”. Ahora nos las comemos con papas. Por gilipollas. Por anormales. Así de sencillo. La próxima ocasión que la gente se lo piense mejor y si resulta que sigue una y otra vez apoyando a los gobiernos que las despliegan simplemente podremos alegar un “tenemos lo que nos merecemos”. Porque nos agrade o no en esto consiste este deficiente sistema conocido como democracia: en aplaudir lo que me gusta y en apechugar con lo que no. No valen medias tintas. El paquete es completo e indivisible.

Escasamente sugerente se presenta también la consideración de la profesión de docente para la opinión pública. Así, en la cola de la pescadería, cuando antes solo se oía eso de “¡menudas vacaciones!”, ahora se le han sumado matices: “¡con las vacaciones que tienen encima se quejan!”. Y que nadie se haga pajas mentales con eso de que tenemos el apoyo mayoritario de alumnos y padres y otras mierdas similares propias de la factoría Disney. De hecho, yo he ido percibiendo cómo el inicial “estamos con vosotros en la lucha” ha ido mutando por un “joder, que mi hijo está perdiendo muchas clases con vuestras huelgas y este año tiene la selectividad; joder, que yo quiero que os llevéis al niño a visitar Segovia, que al final me va a tocar a mí, y ahora me venís con que no hacéis extraescolares, joder…”. Lejos pues de entender que los docentes, ante todo y sobre todo somos trabajadores con derecho a movilizarnos cuando nuestras condiciones laborales, sean las que sean, se ven perjudicadas. De igual modo que lo tendría un tipo que gana 500.000 euros anuales y goza de 5 meses de vacaciones si pasase a ganar 450.000 y a disfrutar únicamente de 4 meses y medio. Yo personalmente no pienso pedir perdón siempre que esto ocurra y seguiré enarbolando algunas de las banderas ya expresadas en anteriores entregas de esta misma bitácora. Inicialmente las más políticamente correctas y educadas: “no es que los profesores tengamos muchas vacaciones, es que tú tal vez tengas pocas”, o bien,  “no exijas que empeoren las condiciones de los demás, reivindica que las tuyas mejoren”, para seguidamente, y si estas no funcionan, pasar a las más ácidas: “las universidades están abiertas y las oposiciones al alcance de todos los que quieran partirse la crisma, dejarse la juventud y acumular un saco de dioptrías”, “cuando tú conducías un coche con 18 años el único volante que estaba a mi alcance era el del conductor del autobús que me llevaba a la universidad”, e incluso tirar de gallardía torera si la ocasión lo requiere: “¿Cómo dices? ¿Que los profesores vivimos bien? Cuatro que podemos”. O mejor dicho, “que podíamos”.

Almasy©


BARBRA STREISAND: "Memory"



2 comentarios:

Clara dijo...

He secundado las huelgas convocadas. Por responsabilidad. Así lo siento y así lo considero.
No está pasando nada en la educación pública, que no se viese venir. Una crisis económica (cierta) está sirviendo de buena coartada a la intención política que quienes gobiernan con una mayoría bien asentada por los votos.Sí, también el tuyo y el tuyo y el tuyo. El de much@s de quienes protestan ahora y el de muchísimos a quienes no he oído en todo el curso decir ni mu al respecto.
El uno de agosto hara 33 años que me dedico a la educación pública. Forma parte de mi vida, como ya muchas otras cosas. He visto cómo, arañando, íbamos consiguiendo logros. Para quien los quisiera. Desde ahora será más difícil para much@s.
Felices vacaciones

SILVIA dijo...

Las situaciones que la mala gestión hicieron insostenibles caen por su propio peso. Esto nos hará reflexionar acerca del despilfarro y el mal hacer de la mayoría de las Administraciones publicas.

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