jueves, 22 de septiembre de 2011

169. Despertar

Acudía cada tarde al muelle para verla. Desde allí había una panorámica inigualable del paseo marítimo, al que ella acudía puntualmente para contonearse al son de las olas. Observaba cada uno de sus pasos con precisión topográfica, alcanzando a contar los que daba de ida y de vuelta. No podía apartar la vista de su cabello lacio, bamboleado por la brisa, suelto la mayor parte del tiempo, encoletado en ocasiones. A menudo ella se paraba en el puesto de golosinas y compraba una nube de algodón. Le gustaba ver cómo la devoraba con los labios carnosos y relucientes de carmín robado. En ocasiones el espectáculo se hacía mucho más interesante cuando su tío Alfredo le prestaba sus viejos prismáticos. Él le decía que eran para avistar pesqueros y tenía que prometerle tres o cuatro veces que los defendería con su vida para devolvérselos intactos cuando la tarde se apagara. Esos días él se centraba en contemplar cada rincón de su piel, poblado de pecas alimentadas por el sol.

A veces ella correteaba con las amigas que solían acompañarla, lo que hacía más difícil la cuenta de pasos; pero igualmente ninguna zancada se le escapaba. Cuando llegaba el verano su ropa se hacía más ligera, más corta, más vaporosa. Entonces afloraban las camisas sin mangas, con escotes vertiginosos en los que perderse una y otra vez, y las faldas por encima de la rodilla. Cuando el viento soplaba con firmeza aguzaba especialmente la vista buscando algún descuido que alimentase su imaginación.

Jamás había hablado con ella, nunca se había acercado a menos de 101 pasos; pero sabía que se llamaba Andrea porque un día ella se había puesto a gritarle su nombre al horizonte. Tal vez jugando a buscar un eco imposible, tal vez con la azarosa intención de regalarle a él algo más que su presencia.

Las pocas tardes en que ella no comparecía, él pasaba igualmente la tarde en el muelle. Comía pipas de calabaza y lanzaba las cáscaras al vuelo para deleitarse contemplando cómo las gaviotas les daban caza. Casi siempre atinaban; pero cuando fallaban soltaba una risotada estúpida y les echaba en cara su torpeza.

Para el otoño dejó de personarse con amigas y empezó a frecuentarla un tipo alto, elegante, a buen seguro una decena de años mayor que ella que no paraba de hablar todo el paseo mientras ella lo escuchaba embobada. Entonces él se ponía muy celoso, maldecía, se mordía las uñas y malfumaba cigarrillos baratos que le producían una tos insoportable. Una tarde el tipo la agarró del brazo y la zarandeó unos instantes. Quiso correr hacia ellos para borrarlo de la faz de la tierra, pero no alcanzó a reunir el arrojo suficiente. Sintió que sus piernas se atenazaban y su corazón se encogía. Quería gritar y la voz se ahogaba en los adentros. Finalmente tuvo que conformarse con mirar torvo y maldecir más y peor.

A veces la miraba sentado en un banco de madera y cuando ella ya se había marchado, él se dedicaba a escribir su nombre cientos de veces con una navajita pequeña pero efectiva. Lo perfilaba con cuidado, tatuando cada trazo como si lo que tuviese entre manos fuese su piel y resultase indispensable sortear con esmero cada una de sus pecas.

En una ocasión en la que ella caminaba sola sus miradas se cruzaron y él no pudo sino turbarse. Súbitamente, ella comenzó a caminar acelerada hacia él. Quería esconderse y no tenía dónde, mientras ella apretaba el paso a su encuentro con el gesto torcido. Un sudor frío recorrió su frente al tiempo que en su garganta pareció concentrarse todo el salitre del mar que tanto conocía. Por primera vez perdió la cuenta de sus pasos. “¿Qué andas mirando mocoso?”, lo interpeló. “Te miro a ti”, alcanzó a pronunciar antes de desmayarse.

Almasy©

HÉROES DEL SILENCIO: "Despertar"


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