
La semana pasada falleció inesperadamente una persona cercana. Reniego a inventarme ahora lazos inexistentes como la familia o la amistad para quedar de puta madre y tirarme el pisto de sentido y mártir sujeto ante mis queridos bitacoreros. Vamos, que no es necesario que me den el pésame. Simplemente era un tipo con el que tenía un trato cordial basado en conversaciones deportivas de esas que tanto nos gustan a los tíos. En definitiva, nos unía lo que actualmente se denomina buen rollito. Era un tipo sanote, afable, de los que te cae bien casi a primera vista. Se quedó seco de un infarto mientras corría por el parque con poco más de 40 tacos. Deja dos hijas y una mujer en puerto, menuda gran putada.
Siempre que alguien se va repentinamente de este mundo se le tambalean a uno los esquemas vitales. Piensas en lo que te llevas preocupando los últimos días y te sientes ridículamente mal por osar a devanarte el cerebelo con semejantes nimiedades. Tu escala de valores y prioridades se desestabiliza un breve espacio de tiempo. Asimismo, sobrevienen abigarradamente a la cabeza los trenes que dejaste pasar y no volverán, por mucho que esta sociedad cruel se empeñe en lanzar ficticiamente mensajes esperanzadores cargados de edulcorante e irrealidad. “Nunca es tarde si la dicha es buena”, defiende el refrán; pero es que a veces es tan tarde que la dicha no puede ser ni buena ni mala, simplemente no es. Si encima se trata de un ser querido el que se ha ido te invaden el dolor, la tristeza y la ira, que atrofian tu ser y estar como si fuesen colesterol del alma. En cambio, si es simplemente un conocido próximo te suelen visitar mayormente la estupefacción y los futuribles más pesimistas: “¿Y si me toca a mí?”. Recapacitas seguidamente en todo lo que te falta por hacer y agonizas por segundos cuando evocas una imagen de los tuyos sin ti. Creyente o no te cuestionas también asuntos tan trascendentales como “¿qué Dios puede permitir una muerte tan súbita e injusta?” o “¿por qué pareciera que siempre ganaran los malos?” Me lo expliquen porque no lo entiendo. Te propones entonces no volver a desvelarte un ápice por fatuos asuntos y saldar cuentas pendientes con tu vida y tus planes. Todo mentira, menos mal, pues en cuanto se te pasa el calentón de la noticia afortunadamente vuelves a dejarte llevar por la maravillosa rutina. ¡Qué sería de nosotros sin ella!
La muerte es algo casi prohibido en el mundo occidental actual. Lejano, tabú, incómodo y sobre todo un asunto que les ocurre a otros. Decía Facundo Cabral que somos entes curiosos. No pedimos nacer, frecuentemente no sabemos vivir, pero no nos queremos morir, ni siquiera los que creen en un más allá en plan residencial de lujo. Ergo tan residencial de lujo no será, digo yo. En los pueblos han tenido tradicionalmente mucha más familiaridad con la Señora de la Guadaña, aunque solo sea porque muy tempranamente asistían a la matanza del gocho, liquidaban gorriones a tirachinas y enterraban los muertos casi con sus manitas. En la urbe, en cambio, los tanatorios los ubicamos en las afueras, bien escondiditos, para que no distraigan el paisaje ni incomoden al consumidor. También nos tiemblan las piernas si tenemos que ver a un difunto de cuerpo presente, yo personalmente no he visto ninguno, y lo máximo que hemos aprendido para cuando se nos presenta alguna situación como la que les cuento es a tirar de la libreta de las coletillas en plan “te acompaño en el sentimiento”, “no somos nada” o “la vida sigue”. Pues eso, que siga por muchos años. Descansa en paz GBB.
Almasy©
JOAN MANUEL SERRAT: “Elegía”