Recuerdo cómo la esperaba en el
parque. Siempre ansioso. Siempre puntual. Quedábamos en el último banco del
paseo principal. Para los jubilados estaba demasiado lejos de la entrada y
jamás lo ocupaban. Un majestuoso sauce llorón nos ofrecía sombra e intimidad.
Recuerdo como si fuese ayer verla enfilar el pasillo de la izquierda, el más
largo pero sin duda alguna el más discreto. Cada domingo con un vestido
distinto. Nunca repetía. Se deslizaba por el empedrado liviana, fugaz. El
cabello siempre al viento, reluciente como ninguno. No puedo quitarme de la
cabeza los nervios que me invadían cuando se acercaba. Jamás cesaron, nunca me
acostumbré con el tiempo. Me sudaban las manos y la garganta se me encogía. Con
voz temblorosa acertaba a saludarla como si nos acabásemos de conocer. Sus
risas transformaban mi torpeza habitual en un don con el que ella parecía
disfrutar. Podría escribir de corrido todas y cada una de las historias que le
conté. Podría detallar el momento exacto de cada una de sus carcajadas. De sus
silencios. ¡Recuerdo tantas cosas pese a que dicen que me falla la memoria!
Caminaba
despistado cuando le llamó la atención un anuncio: “Elevamos sueños”. Estaba
decidido a continuar la marcha pero una extraña fuerza se apoderó de él. La
frase no estaba dispuesta sobre una estructura especialmente grande, tampoco su
iluminación era reseñable y su tipografía era perfectamente normal. No había
nada excepcional en el anuncio y sin embargo había conseguido detener su
azarosa actividad. Reparó por un instante en el local donde lucía e igualmente
no encontró nada fuera de lo corriente. Un azulejado más bien discreto, dos
cristaleras tras las que se extendían sendas cortinillas opacas y una
portezuela de acceso en la que solo destacaba un picaporte con forma de montacargas
antiguo. Nuevamente sintió un desconocido embrujo que parecía invitarle a
ingresar en el establecimiento. Llamó tímidamente hasta que una voz interior
respondió: “Pase, solo tiene que empujar la puerta”. Con cierto vértigo siguió
las instrucciones y encaminó sus pasos hacia un mostrador tras el que parecía
ocultarse un dependiente. La escasa luz apenas dejaba ver su aspecto, aunque la
primera impresión es que se trataba de un hombre parapetado tras unas
gigantescas gafas de pasta. No tenía la menor idea de por qué había entrado en
aquel lugar pero cada vez estaba más seguro de haber hecho lo correcto.
-¿Los
ha traído, verdad?- le preguntó como si hubiese estado esperando su visita toda
una eternidad.
Cuando acabé 8º de EGB nos regalaron encuadernados los poemas que habíamos escrito a lo largo del curso. Utilizamos la páginas para incluir dedicatorias que años después hasta ruborizan. Sin embargo, es hoy cuando entiendo la que me puso el conserje: "recuérdame para leerme, no me leas para recordarme".
Ya ha pasado un mes desde que cerré mis redes sociales y prometí hacer balance de la experiencia. Se contaban hasta 187 los amigos que sumaba en Facebook en el momento de la clausura. Momentos antes de pegar carpetazo conté 26 reacciones de diferente índole. Desde un "me gusta", a un "no me gusta", pasando por un "no te vayas" y sin perder de vista un "vete ya, pesado". Con mis parcas matemáticas deduzco que a los 161 amigos restantes les daba exactamente igual mi marcha.
Tal y como indiqué, mi cierre de redes sociales pretendía analizar diferentes cuestiones que me rondaban la cabeza y en el día de hoy considero que estoy en condiciones de afirmar que:
1. Es insultante que Facebook utilice perversamente el término "amigo" para referirse a las personas con las que te vinculas. En este sentido me parece mucho más honesto Twitter, que solo se atreve a hablar de "seguidores".
2. En este mes, con las personas que no son de mi familia o amigos de diario, el contacto que he mantenido ha sido absolutamente nulo. Ni llamadas, ni mensajes, ni correos electrónicos. Los días buenos pienso que las redes sociales sirven precisamente para agilizar el contacto con aquellas personas con las que tuviste algún tipo de relación, de las que te apetece seguir teniendo noticias, y que si no fuese por las redes sociales sería ciertamente complicado. Los días malos entiendo que es absurdo forzar las relaciones. Que lo que fue, fue, y ya nunca será. Que conviene cerrar episodios y no rescatar recuerdos.
3. He sentido una extraña sensación de ansiedad y alivio a un tiempo. En ocasiones como si me faltase algo. Tentaciones incluso de abandonar el experimento y volver a la senda. Otras muchas como que no había que dar cuentas a nadie. Nada que decir. Nada que responder. Comentaba que últimamente me estaban soliviantando especialmente los comentarios de gente a la que aprecio, o de amigos de gente a la que aprecio. Que vivía en un "morderme la lengua" permanente. Que la contención y el saber estar se estaban tornando en autocensura.
4. Vivimos en un deseo permanente de exhibición, de notoriedad y de reconocimiento. Si no subimos a las redes aquello que hacemos, sencillamente no ha ocurrido. Vivir el momento ha pasado a un segundo plano. Lo que importa es inmortalizarlo con una retrato y una frase para la posteridad. Yo no soy ajeno a ese deseo de reconocimiento de los demás, Dios me libre, pero me estoy empezando a dar cuenta de que nunca es suficiente. De que siempre quiero más. De que no me satisfacía que mi comentario superase la treintena de "me gustas". No era suficiente que mi imagen fuese comentada ni por media centena. ¿Dónde está el límite, entonces? ¿Qué es triunfar? Sencillamente no hay límite y el triunfo siempre es el que uno quiera apuntarse.
5. Pensé que no iba a saber gestionar mi anonimato. Que salir de la pasarela iba a ser insoportable. Pero lo cierto es que según pasaban los días iba creciendo en mí una cierta sensación de liberación. Seguía viviendo al día, pero no tenía que publicarme al día. Estoy empezando a asumir que he transitado a una especie de limbo. Que he dejado de existir para muchos. Que muy pocos se acercarán a leer estas líneas (apuesto que no más de veinte llegarán a esta en la que me encuentro, en la que te encuentras).
(Sala de espera. Tras una cristalera se atisba un panel japonés que impide contemplar el interior de un despacho. Un hombre aguarda tranquilo. Otro entra acelerado. Ambos trajeados y con maletín).
(Hablando para sí en voz alta)
-Tranquilo, ocho y veinte, todavía te sobran diez minutos.
(Al tiempo que se sienta, reparando en que hay otra persona)
-Buenos días.
-Buenos días.
(Silencio)
-Fíjese, creí que no llegaba y al final me han sobrado diez minutos.
-En fin, ya sabe lo que dicen.
-Pues no... ¿qué dicen?
-Que a estos sitios conviene personarse al menos con treinta minutos de margen.
No solo para llegar tranquilo sino porque los jefes están muy pendientes de
estos detalles.
(Silencio)
-¿También viene usted por lo de la entrevista?
-En realidad yo simplemente vengo a la confirmación oficial.
-¿Así que ya le han dicho que le contratan?
-Prácticamente.
(Silencio)
-¿Sabrá entonces qué tipo de preguntas hacen?
-Más que preguntar observan y aguardan el error.
-¿Observan...?
-Lo primero el vestuario. Usted, por ejemplo, se ha decantado por un traje gris
con camisa blanca y corbata negra lisa. Es evidente que no quería arriesgar. Ha
jugado sobre seguro. Eso agradará a los directivos más conservadores. La
mayoría, no cabe duda. Pero no ha pensado usted en los más jóvenes: los hijos
del presidente de la compañía. Son chicos educados en París, viajados por todas
las capitales europeas, amantes de las últimas tendencias de moda. Debería
haber incluido algún guiño para estos. Tal vez unos zapatos más atrevidos.
-Vaya, no sabía... ¿y el maletín qué le parece?
-Correcto, aunque se percibe a la legua que lo trae vacío. Si se apura tal vez
le dé tiempo a meterle algún periódico para disimular. En el hall de la entrada
creo haber visto alguno.
-Gracias... pero... ¿y si bajo y justo me llaman?
-No se apure, yo respondo por usted. Les puedo decir que se ha acercado al aseo
un momento.
-Ya... pero… ¿no cree que eso denotaría nerviosismo por mi parte?
-De ninguna manera. Todos necesitamos ir al aseo.
(Silencio tenso)
-¿Ni siquiera una pregunta, solo observan?
-Y aguardan el error, no se olvide. Sobre todo aguardan el error.
-Pero es ridículo. Así no hay manera de determinar cuál es el aspirante idóneo.
-No los subestime, ellos siempre la encuentran.
-¿Usted cree? ¿Simplemente observando sin más?
-Y...
-¡Sí, ya sé, aguardando el error, no me olvido! ¿Pero qué error? ¿De verdad
considera que se puede descartar a un candidato por el color de un traje o el
relleno de un maletín? ¿Usted cree que un empresario en su sano juicio se
arriesgaría a perder un trabajador que podría resultar fantástico simplemente
observando y esperando no se sabe qué error?
Llega un momento en la vida de un hombre en el que decide apuntarse al gimnasio. Suele ser al salir de la ducha. Uno se para frente al espejito espejito y el muy cabrón no le devuelve un "tú eres el más bonito", sino que tira de evidencias. Michelín por aquí, lorza por allá. Todo un acto de contemplación y a la vez de reflexión. Se le pasan a uno por la cabeza los centenares de parrilladas que se ha calzado. Las habituales incursiones a establecimientos de comida basura. El picoteo entre horas. Las visitas nocturnas a la nevera. Las peregrinaciones a la caza y captura de la mejor tapa. Iluso como pocos uno se repite: "eso lo soluciono yo apuntándome al gimnasio".
Lo primero que sorprende el día del estreno es que, pese al supuesto bajo nivel en idiomas que tenemos los españoles, los gimnasios son bilingües: el press, el curl, el body balance, el body pump, el body combat, el running... Lo bueno del inglés es que aunque sea una gilipollez como la copa de un pino australiano lo que se dice, la lengua de Shakespeare siempre le otorga un alto grado de sofisticación al asunto. Pongamos por ejemplo el "spinning", ahora también conocido como el "ciclo indoor". Vamos, la bicicleta estática de toda la vida monda y lironda, solo que aderezada con mariconadas varias. Si le dices a alguien que si se anima a clase de "Rotatorio" o de "Bici de salón" no se apunta ni el Tato. Pero en inglés suena a cosa gorda gordísima.
Ayer mismo tuve mi primera clase de ciclo indoor. No iba yo muy motivado, porque eso de dar pedales a lo cernícalo sin avanzar no lo acabo de ver. La primera en la frente de la mano del monitor: "¿alguien nuevo en la clase de hoy?". Uno se calla para no quedar mal. Fundamentalmente porque en la bici de al lado hay un pibón de categoría al que quieres impresionar. "Vale, perfecto, como no hay nadie nuevo hoy vamos a darle caña extra". Seguidamente veo que tira de mando a distancia y baja unos stores de color negro que dejan la sala en la más absoluta oscuridad. A continuación se iluminan unas bolas de discoteca en las que no había reparado. De verdad que no sabía si ponerme a pedalear o pedirme un gin tonic y cortejar a una fémina. Y finalmente la música. Que se supone que es para motivarte, pero en mi caso yo creo que me produce el efecto contrario. Suelen ser canciones que da exactamente igual dónde las pongas. No se reconoce ni principio ni final. Solo pretenden hacerte entrar en una especie de estado de trance completado a base de arengas que me recuerdan a las películas de marines estadounidenses: "¡Vamos equipo!", "¡Sigue conmigo!", "¡Una vuelta más!" (aquí reconozco que se agradece estar a oscuras, pues te escaqueas con mayor facilidad), "¡Hasta el final!", "¡Hasta la gloria!". Ojo, que también hay monitores con los pies en la tierra que en cuanto te ven adaptan sus consignas: "¡Vamos, que sé que luego te vas a tomar un montado de lomo y una cerveza!", "¡Quémalos antes!", "¡Las gallinas que entran por las que van saliendo!".
Mucho me llaman también la atención la variada fauna de usuarios que se dan cita. Los hay de todo tipo. Últimamente me cautivan los que portan dispositivos y atrezzo de toda índole y condición. Que si un pulsómetro, que si una pulsera de actividad, que si el móvil, que si los cascos para escuchar música, las calas de la bici, la toalla, un bidón de agua megachic, la tabla de ejercicios prescrita... ¡Coño si parecen el Inspector Gadget! Me impresionan también los que sudan a mares. Esta mañana sin ir más lejos en la elíptica un tipo a mi lado con tal charco en el suelo que he buscado con la mirada por si alguna jauría de perros estuviese marcando territorio. ¡Qué manera de sudar, oiga! ¡Me han dado ganas de ponerle una vía con suero! Sin olvidarme de los degollados, esos especímenes que gritan como si los estuvieran torturando cada vez que ejecutan un ejercicio. Es toda una oda al esfuerzo que solidariamente comparten con el resto de los mortales. Hay muchos más, tantos que se podría escribir un serial infinito: el jubilado que no para de hablarte, el que se mira los músculos en cuanto detecta un espejo, el que se atusa el tupé en cuanto detecta un espejo, el que se mira los músculos y se atusa el tupé en cuanto detecta un espejo, la socia de pasarela gimnasio (de peluquería, maquillada, con ropa y complementos último grito y siempre a juego), el gordo al que ves meterse en todas las clases y sigue igual de gordo (balanza de lípidos siempre positiva, como decía Van Gaal), el nudista (permanentemente en pelotas por los vestuarios), el que se marca día sí y día también un botellón de batidos de proteínas, el que tiene querencia a ocupar una taquilla al lado de la tuya (no puede ser casualidad, le gustas), el que te gasea con su penetrante desodorante en spray, los paseantes, los paseantes aguadores (rellenan la botella en la fuente del orden de quince veces cada media hora), los que siempre ves entrenando en la misma máquina (yo los llamo los déjà vu), el multitarea (acaba una clase y sale escopetado hacia otra), el freestyle (hace lo que le sale de los cojones, como le sale de los cojones y cuando le sale de los cojones), el peludo (como te duches detrás de él tendrás que emplear un machete para abrirte paso), el ausente (no aparece ni para darse de baja)... ¡Un zoo en toda regla!
P. D. Al me me robó unas zapatillas nuevas hace algunas semanas mientras me duchaba: solo te deseo cuatro esguinces, media docena de papilomas y sendos juanetes.
Casi siempre que me arranco a escribir es por alguna anécdota. La de hoy me lleva al aula, esa a la que me aferro diariamente apelando a Cicerón: "Si quieres aprender, enseña". El caso es que me encontraba instando a mis alumnos a confeccionar los tradicionales mapas de España física y política cuando me empiezan a llover dardos envenenados. El primero en la frente: "Profe, ¿para qué vale aprenderse los mapas?". "Evidentemente para que me recuerdes cuando en la pregunta final del rosco de Pasapalabra, esa en la que te juegas un bote de 345.000 eurazos, el amigo Christian Gálvez te pregunte por la "B": río cántabro que nace en Fresno del Río, y tú respondas Besaya". El segundo en el bajo vientre, cuando tras darles la relación de comunidades autónomas y provincias observo a uno frotándose las manos y con una amplia sonrisa en la cara. Son esos momentos en los que te preguntas:
a)Se está riendo de mí.
b)Se está riendo de mi padre.
c)Es un adolescente, así que las dos anteriores pueden ser correctas.
Ya empiezo a percibirlos de nuevo. Son los primeros signos que siguen a cualquier recesión. Aquellos que nos juramos esquivar en el futuro para no tropezar nuevamente. Yo los llamo signos de democracia anestésica. No son nada nuevos, pero aparecen y desaparecen con cierta frecuencia cíclica. Fueron muy llamativos los de los años ´20 en EEUU. Se orquestó entonces la democratización del consumo a plazos. Todo el mundo podía acceder en cómodas mensualidades al producto soñado. Era la consumación del gran sueño americano y por extensión del ser humano. El capitalismo se coronó entonces como el único sistema posible y en su versión menos salvaje -o quien sabe si todo lo contrario- pareció disponerse al alcance de todos. Y al fin y al cabo eso es lo único que nos importa. Que nos llegue nuestra porción de la tarta.
Con el tiempo el sistema se ha hecho más sutil, más ladino, la democratización anestésica ha dado un paso más. Presenta una versión mejorada. No solo se trata de poner la miel en los labios al alcance del común de los mortales, sino de inocularle mensajes esperanzadores muy frecuentemente apuntalados en la irrealidad. "Puedes hacerlo", "No te rindas", "Lucha por tus sueños", "Nada es imposible". El adocenamiento tiene la obligación de ser optimista. Además, de manera paralela, se activan los mecanismos para demonizar a todo el que ose poner en duda cualquiera de estas máximas. ¿Cómo que un ciego no puede conducir un autobús de la EMT? ¿Cómo que alguien que se marea cada vez que ve un hilo de sangre no podrá ser neurocirujano? ¿Cómo que el que reunió cuatro versos rimados en su libreta no alcanzará la gloria como poeta? ¿Quién se atreve a ponerlo en duda? ¿Quién se atreve a no luchar? ¿Acaso no ha leído usted el contrato? Hay que luchar aunque no se quiera. Hay que vivir aunque uno prefiera que lo desconecten.
Asistimos a un momento en el que la frustración, la derrota, no se contemplan, no se aceptan. Es algo que les pasa a otros. Como la muerte. Es más, no solo no se puede perder sino que resulta intolerable que te adviertan de que puedes hacerlo. El eterno perdedor -no necesariamente el eterno infeliz- se ha extinguido. La casilla de la calavera desapareció del tablero de la oca. La mamá de Bambi siempre resucita. El bondadoso capitalismo está disponiendo nuevamente las condiciones para que todos soñemos, para que todos ganemos. No voy a ser yo el que lo cuestione.
Escribo ahora, en caliente, porque es como mejor se grita. El frío es para los historiadores y para los que redactan sus memorias. Escribo ahora que prácticamente apenas he leído cuatro titulares y medio y a buen seguro me falte información de casi todo: profesor muerto a manos de un alumno de trece años en el instituto. Tocado con ballesta y rematado a cuchillo al parecer. Las primeras hipótesis apuntan a un "brote psicótico", aunque al mismo tiempo parece que la criatura llevaba tiempo planeando causar daño. Mucho daño. Que me corrijan los leguleyos y/o los loqueros si me equivoco, pero no acabo de entender muy bien cómo casa eso de planear algo y al mismo tiempo apelar a que se ha padecido un brote psicótico. ¿O se planea o se brota, no?
Lo primero y antes de cualquier otra cosa, lo fundamental, lo único fundamental hoy: mi más sentido pésame a la familia del ASESINADO. Así, con todas las letras, con brote psicótico o sin él de por medio. Lo digo sobre todo porque leeremos titulares del tipo "un profesor muerto", "un profesor fallecido"... que le resten premeditación y alevosía al asunto.
Pereza me da solo de pensar ahora en los artículos y los debates televisivos que se avecinan sobre el estado de la educación. Sobre si nuestra tarea podría considerarse o no una profesión de riesgo, sobre las posibles medidas que se deberían tomar para salvaguardarnos: detectores de metales, cámaras, psicotécnicos de todos y cada uno de nuestros alumnos... Oiremos a psicopedagogos -por norma general esos filósofos de la educación que de tanto estudiarla se olvidaron de entrar en el aula-, abogados, líderes sindicales, políticos -especialmente ahora que estamos en capilla electoral y que se pueden arañar votos prometiendo que se invertirá en educación-, defensores del menor y del adulto -que no los hay pero debería haberlos-, profesores, alumnos, representantes de asociaciones de padres, representantes de asociaciones de madres, representantes de asociaciones de padres y madres, periolistos y periolistas, y todo un conjunto de opinadores varios de esos que cada vez que abren la boca sube el pan.
Le daremos vueltas por enésima vez a la ley del menor. En gran medida inútilmente, sin duda, puesto que no hay nada que remedie el asesinato del docente y difícilmente se podrá reeducar un individuo que ha perpetrado semejante ejecución por mucho Freud y mucho Piaget que le echemos. El muerto al hoyo y el vivo al internamiento en unas instalaciones convenientemente equipadas con la correspondiente videoconsola, ordenador y conexión wifi -faltaría más-.
Rescataremos debates sobre enfermedades mentales y meteremos en el mismo saco a todos y cada uno de los trastornos, reavivando sin despeinarnos su estigmatización. Surgirán teorías justificativas y explicativas. Asistiremos a una buena recua de defensores del "es un hecho aislado", así como a algún que otro enarbolador hasta de la pena de muerte para el sujeto en cuestión. Emergerán también futurólogos de toda índole y condición: "se veía venir" -cojones, pues si se veía venir haber avisado-. Pero tranquilos, no durará más de una semana. A lo sumo cerramos con los debates de la Secta y Telahinco del sábado y domingo. Es lo que sobrevive una noticia en la sociedad del siglo XXI. Se dará carpetazo con un estupendo montaje audiovisual y comentarios definitivos de cuatro contertulios de tasca televisiva.
Pasados siete días el asunto es historia y el muerto un finado más para la saca. Todo el mundo dejará de preguntarse si el estado de la educación es el que debería. Si los recortes de los últimos años contribuyen a que la atención de nuestros alumnos sea peor. Si el hecho de haber sumado horas y ratio nos permite conocer realmente el material humano con el que trabajamos. Si en mejores condiciones podríamos anticiparnos, prevenir, reconducir más y mejor, derivar a los profesionales más oportunos en el momento adecuado -hay multitud de jóvenes en servicios de salud mental que en el mejor de los casos tienen consulta una vez al mes-. Si estamos o no convenientemente formados para abordar la multiplicidad de situaciones anormales que se nos presentan a diario -por favor, no tomemos por normal lo que solo es habitual-. Si la sociedad reconoce o no nuestra tarea como merecemos. Y aunque suene frívolo en este momento de dolor insisto en que esta sociedad solo asocia reconocimiento con montante salarial. Olvidaremos también si habría que supervisar más y mejor la responsabilidad de ser padres -los controles a los propietarios de animales son francamente superiores a los que se realizan a un progenitor- y dejaremos de cuestionarnos sobre si el objetivo de la educación es crear buenos competidores o buenas personas.
Está mal que yo lo diga, pero lo cierto es que me considero un buen observador de la realidad. Tal vez por mis genes. Quién sabe si por mi educación. Desconozco si achacarlo a mi pasión por contar historias. A buen seguro que por una buena mezcla de todas ellas o sencillamente por obra y gracia del azar que nos gobierna. El caso es que la semana pasada encaminé mis pasos hacia uno de esos museos extraños en los que se exponen libros y la gente incluso los lee. Bibliotecas creo que los llaman. Suelen ser locales en los que se me despiertan sensaciones amables. La luz, el silencio contenido, el olor a celulosa y un sinfín de seres y estares tremendamente variopinto.
Está, por ejemplo, el opositor. Se le reconoce fácilmente. Bebe agua a sorbitos cada cinco minutos, dispone sus pilas de folios ordenadamente y se vale de cientos de etiquetitas y subrayadores fluorescentes con los que detectar los contenidos más destacados. Los contempla taciturno, seguramente vislumbrando más allá de la tinta china ese trabajo estable de por vida del que tanto le hablan papá y mamá. Unos clásicos son también los devoralibros. Especímenes adictos al papel impreso. Yonkis de historias para los que las bibliotecas de barrio pronto se quedan pequeñas. Necesitan más. Siempre necesitan más.
No pueden faltar tampoco las tontas del bote. Versión pijas o versión poligoneras según se ubique la biblioteca. Dejan su carpeta a primera hora de la tarde. Entran, salen, ríen, consultan el móvil. Consultan el móvil, entran, salen, ríen. Consultan el móvil. Consultan el móvil. Luego les cuentan a sus profesores que no entienden por qué suspenden si pasan tantas horas en la biblioteca. Y no mienten. Simplemente ignoran que pasar no es suficiente. ¡Y qué decir de los papás que deambulan detrás de sus niños! "Devuelve esa película a su estante. Deja ese libro en su sitio. No cojas tantos. Con cuidado que lo tiene que leer otro niño después de ti. De uno en uno, de uno en uno. No, ese no va ahí. Vamos cariño, a los deberes, que mañana la de mates seguro que te los pregunta. Para, para, para, para ya. Te va a regañar el señor como no te estés quieto".
Habituales también son los jubilados. Los menos inquietos se conforman con echar un vistazo al Marca y mirarle las piernas a la bibliotecaria. Los hay también sesudos consumidores de ejemplares que parecen querer recuperar el tiempo perdido. La novela que no leí aquel verano. El libro de poemas que no recité a mi enamorada. El ensayo para el que nunca encontraba el momento a la vuelta del trabajo.
Precisamente el otro día coincidí con dos que parecían discutir en lenguaje de sordos. Me volví a topar con ellos a la salida y pegué la oreja mientras abandonábamos el recinto. Ya sin un silencio que respetar se despachaban a gusto:
-¿Que por qué hizo Dalí lo que hizo? ¡Porque no le hizo ni puto caso ni a su padre ni a sus maestros!
-Claro que sí, hombre, el tutelaje mata la creatividad.
-Verá, la señora me ha dicho que limpie los estantes
superiores de la librería. Siempre se acumula polvo en los estantes superiores.
-Claro, claro, a mí no me interrumpe en absoluto.
Ingresó timorata en el cuarto. Extrañamente al señor no
le gustaba la luz natural. Las persianas estaban completamente bajadas y solo
el albor que despedía la pantalla del ordenador iluminaba la escena.
-Si quiere puede encender la luz. Ya sabe que a mí me
gusta escribir casi a oscuras, pero entiendo que usted la necesite.
-Será solo un instante, se lo prometo. No tardo nada.
Sin embargo, procedió con calma, sorteando con el plumero
los marcos de fotografías hasta alcanzar los libros. Recorrió con la mirada
cada uno de ellos, subiendo y bajando cada ejemplar como si de una montaña rusa
se tratase. Agradecía que no estuviesen ordenados por tamaño. Iba contra
natura. Solo se mostró esquiva con un pequeño ejemplar de tapas blandas que se
escondía en la última balda. Cada vez que acababa de desempolvar una hilera
completa suspiraba discretamente y echaba un vistazo al ordenador. Todo
apuntaba a que el señor había dejado de advertir su presencia. Parecía
cautivado por las diecisiete pulgadas del equipo. De reojo alcanzó a contemplar
un documento prácticamente en blanco. Apenas una frase en mayúsculas. A buen
seguro que un título. El señor no reaccionaba. Sus dedos inmóviles, posados
sobre el teclado. Inertes, contenidos y al mismo tiempo deseosos de echar a
correr. Pasó un paño ligeramente húmedo por la mesa y dio por concluida su
labor.
Cada año me fijo el reto de aprenderme todos y cada uno de los nombres y apellidos de los alumnos del instituto. Al fin y al cabo creo que es parte de mi trabajo. Nunca lo consigo, aunque apostaría a que alcanzo las tres cuartas partes al menos. Se me suelen resistir los alumnos de clase media. Esos que no destacan ni por arriba ni por abajo. Que no sacan dieces ni unos. Que no ganan concursos escolares pero tampoco engrosan las estadísticas de conductas contrarias a la normas de convivencia. Que no visitan mi despacho para nada bueno. Que no visitan mi despacho para nada malo.
A veces me los encuentro por la calle y acostumbran a saludarme calurosamente. Sus miradas parecen decir: "¿Sabes quién soy?". Es entonces cuando me esfuerzo en aprenderme sus nombres, sus apellidos, en preguntar a sus tutores cómo les van las cosas, en poner cara a unos padres que a buen seguro son tan invisibles como ellos. Reconozco que me siento hasta culpable. Por no haber hecho el esfuerzo antes. Por no haberlo hecho mejor. Por permitir que los extremos hayan secuestrado toda mi atención.
Con evidente cansancio dejó apoyado su bastón junto a las escaleras que
daban acceso al desván y tomó aire. Llevaría no menos de veinte años sin subir
allí. Con paso desigual ascendió cada uno de los peldaños hasta llegar a la
trampilla. Dispuso las palmas de las manos sobre esta y la deslizó hacia
arriba. A punto estuvo de caerse cuando una nube de polvo aterrizó en su
rostro. Sin embargo, consiguió cerrar los ojos y resistir el envite. Lentamente accedió a
un habitáculo en el que reinaba la oscuridad. Solo a unos cuatro metros de
distancia se adivinaban una especie de hojas de madera que parecían cobijar un
ventanuco. Casi a tientas llegó hasta ellas y las abrió con dificultad. Fue
entonces un haz de luz el que volvió a incomodar su visión. Liberado de las
tinieblas echó un vistazo general y descubrió multitud de objetos que le traían
grandes recuerdos. Empero, una pequeña maleta de apenas dos cuartas de longitud
cautivó su atención. Se acercó hasta ella titubeante y se arrodilló con
parsimonia hasta que asió con sendas manos sus dos hebillas
oxidadas. Suavemente las liberó de sus correas de cuero ennegrecido y levantó
la tapa. Esbozó una sonrisa inquieta y con sumo cuidado paseó sus manos por el
interior. Su primera parada fue una deshilachada peluca que se llevó hasta
tapar su despoblada cabellera. A continuación reparó en su vieja narizota roja
de látex. Todavía conservaba una casi imperceptible goma que apenas incomodó
sus orejas. Seguidamente tomó el lápiz de labios y el diminuto estuche de maquillaje.
Con asombro descubrió que retenían aquellos vivos colores de las grandes noches.
Por último, cogió su eterno espejo de mano y al tiempo que se incorporaba sintió el enérgico bombeo de su corazón.
Semana fatídica en la
oficina y por fin viernes. Hogar dulce hogar. Mantita suave, cubo de palomitas,
el helado más calórico que había encontrado en el chino y una película de kung
fu en mi pantallón de 42 pulgadas. Porque otra cosa no, pero la tele ande o no
ande siempre grande. Antes se queda uno sin comer.
No llevaba ni quince
minutos de patadas voladoras cuando: “ding, dong”. “¿Quién osa importunarme a
estas horas?”. Insistencia, mucha insistencia. “¡Cuán persevera algún
maldito!”. Me llego hasta la puerta a caballo entre el mal humor y el
desconcierto y procedo a su apertura con cautela. “Hola buenas noches, disculpa
las molestias, pero ¿me podrías prestar un poco de té?”. “¡Vaya por Dios, mira
tú por dónde, no podía ser otro! ¡El Señor Batman!”. “El mismo que viste y
calza”. “¿Tú te crees que estas son horas?”. “Tienes toda la razón del mundo
mundial. Mis sinceras disculpas; pero es que se me ha agotado y tengo un
antojo”. “Claro, claro y la semana pasada un litro de leche, y hace dos un kilo
de azúcar, y el mes pasado media docena de huevos. ¿Tú Batman te has creído que
soy el súper del barrio?”. “Es verdad, lo siento, soy un desastre, pero es que
desde que tengo a Robin de baja no me apaño. Yo es que sin Robin no soy nada”.
Cabizbajo, torciendo el gesto, incluso con algún atisbo de lágrima asomando por
debajo de la máscara. Y yo que me enternezco, y yo que me apiado, aunque me
obligo a resistir. “Ya Batman, pero es que así no se puede ir por el mundo, que
ya tienes una edad, y un traje, y una responsabilidad para con Gotham. A ver si
nos vamos centrando”. Y el hombre murciélago que se me desploma, que abre el
aspersor del llanto, que se abalanza sobre mi pecho como una marioneta. Todo
él, con sus cerca de 90 kilos de héroe caído.