domingo, 25 de febrero de 2018

266. El café Siria


Acudían puntuales a la cita en cuanto se ponía el sol. No importaban las bombas que hubieran caído. No importaban las calles revueltas por el estupor del conflicto. Ni tan siquiera las palabras disuasorias de los que les amaban bien para que no acudieran. La guerra iba a ser guerra mientras durase y el café era lo único que no les recordaba a sangre y a lágrimas.

Los días con suerte alguno hasta había conseguido reunir algo de tabaco para disfrutar durante la lectura. Nunca preguntaban de dónde lo habían sacado. En aquellos instantes, entre aquellas paredes maltrechas por los obuses, nadie hacía preguntas incómodas ni juzgaba otra cosa que no fueran los libros. Como si un conjuro mágico se hubiese apoderado del lugar para convertirlo en una isla entre tanta miseria, conseguían que el tiempo se parase. Que el dolor les pareciese ajeno. Que el hambre y la desesperación les resultase extraños. Que el miedo a morir se convirtiese en algo secundario frente al miedo a no disfrutar de la velada.

Rara vez degustaban algún café decente. La mayor parte de los días apenas unos sorbos de achicoria que enviaban en los paquetes humanitarios mensuales. Pero les sabía a gloria bendita. Lo paladeaban como si fuese el último. Dejaban que les recorriese la garganta saboreando cada sorbo, provocando incluso que la escasa porción de azúcar que podían añadirle se deshiciese tranquila en sus lenguas antes de tragarla. Bebían sin sed. Algunos coincidiendo con cada cambio de página. Casi como una rítmica liturgia milimétricamente orquestada. Otros preferían hacerlo como colofón a cada capítulo, sin importar en exceso si era largo o corto. No había pausa, pero tampoco urgencia. Tenían todo el tiempo del mundo que puede caber en las dos horas que solían pasar cada segundo día.

Hasta el momento de la tertulia reinaba un silencio sepulcral apenas interrumpido por alguno que preguntaba en voz alta el significado de alguna palabra desconocida. Ni siquiera los aquejados por la enfermedad parecían sentir la llamada de las toses y los estornudos que los acompañaban el resto del día.

Entre tanta desesperanza como la que les rodeaba eran capaces de volar, de conquistar territorios, de enamorarse y hasta de emprender quiméricas rutas con destino a ninguna parte.

La rutina era sencilla. Jamás elegían el libro del que hablarían en la tertulia. Aceptaban el que les correspondiera por turno y se encargaban de hacerlo único e irrepetible. A veces incluso con mayor devoción y fe que seguramente el propio autor. Analizaban cada detalle, anotándolo por insignificante que fuese en algún lugar de su cabeza.

En ocasiones el turno se alteraba porque alguno de sus lectores no conseguía llegar a la cita. Entonces los demás apenas musitaban unos versos en memoria del caído y automáticamente retiraban el libro que tenía entre manos. Una estantería venida a menos acogía a todos los abandonados. A cada ejemplar que decidían que se perdiese para siempre con la última alma que lo había acompañado.

Almasy©


THE DOORS: "The End"