Todos los martes, antes de acostarme, me tomo un vaso de leche con galletas. Podría hacerlo cualquier otro día, pero por alguna extraña razón he decidido que sea los martes. Los martes ocultan algo. No son como los lunes, que no engañan a nadie. Nadie espera que ocurra algo especial un lunes; sin embargo, los martes nunca sabes lo que depararán.
Me vale cualquier leche. La pongo a calentar un minuto exacto en el microondas, pero la ansiedad me puede cuando contemplo la cuenta atrás y nunca aguanto los 60 segundos de espera. 30 segundos suelen ser insuficientes. 45 se acercan a la perfección. Me encantaría saber esperar.
Aunque no le echo azúcar ni ningún otro producto a la leche me gusta darle vueltas con una cucharilla. Me hace sentir como un gigante que manipula a su antojo un torbellino. La velocidad vertiginosa de las ondas es hipnotizante incluso para alguien que no es paciente.
Con las galletas tampoco soy caprichoso. Ser caprichoso implica excesiva dedicación. Ninguna galleta se deshace igual que la anterior o la posterior cuando entra en contacto con la leche. Aunque se hayan hecho en la misma fecha, con los mismos ingredientes, por las mismas máquinas manipuladas por idénticos trabajadores. Yo tampoco soy el mismo cada martes.
Primero llegaron las pantallas y los hombres se olvidaron de mirarse a los ojos. Luego aterrizaron las máscaras y los hombres perdieron también sus facciones. Y sus voces se apagaron. Y los interlocutores preguntaban “¿Qué? ¿Cómo dices? ¿Puedes repetir? No te entiendo”. Y los ojos buscaban ojos aclaradores para hallar respuestas. Y entonces los hombres se dieron cuenta de que si miraban las pantallas los ojos no se encontraban. Y entendieron que para escuchar las voces de los otros necesitaban silencio, pausa, atención. Recordar los contornos de los labios y visualizar su articulación. Evocar gargantas, paladares, lenguas. E imaginar que para que no saliésemos corriendo de miedo y estupefacción entre ojos y boca debería discurrir un tabique nasal aguileño, o romo, o chato, o puntiagudo para que todo cuadrase. Y volviésemos a ver humanos con rostros completos capaces de reconocerse y con la firme intención de contarse cosas.
-¿De qué lado estás? - le preguntó de nuevo mientras oprimía el fusil contra su pecho.
En ese instante se agolparon en su cabeza todos y cada uno de los recuerdos que podían ayudarle a contestar aquella pregunta. Recordó a su padre doblando jornada para llegar a fin de mes. Por la mañana conduciendo aquel autobús infecto de escolares que no le daban ni los buenos días, que ponían los pies en los asientos y devoraban sus snacks crujientes dejando el suelo perdido. Por la tarde como chófer de la estirada Sra. Brown. Miserable, huraña, incapaz de dar una sola propina ni de dejarle de mirar siempre por encima del hombro con sus estúpidos comentarios. “No me gusta esta ruta, le he dicho que me lleve siempre por el anillo central de vuelta de la peluquería”. “Pero Sra. Brown, el anillo central a estas horas está imposible de tráfico, tardaríamos el doble”. “La otra ruta, le he dicho”. Recordó también a su madre, empleada en casa de la hija de la Sra. Brown. Menos estirada que su madre, es cierto, pero al mismo tiempo más peligrosa. Siempre con ese tono de falsa empatía de los que están arriba con los que están abajo. Como si los comprendieran, como si pudieran ponerse en su lugar cuando les limpiaban la mierda de los baños o les lavaban a mano las prendas delicadas. “Hoy puede salir cinco minutos antes si dice que tiene usted la graduación de su hijo”. Cinco minutos para que su madre esprintara escaleras abajo, apurase la zancada para coger aquel metro con el que ganaría dos minutos más, convirtiese sus cansados pasos en carreras y llegase para acompañar a la sangre de su sangre en uno de los momentos más importantes de su vida. No le había resultado nada fácil, bien lo sabía Dios. A los de abajo nunca les vale lo justo, lo suficiente, lo que les vale a los de arriba. Los de abajo tienen que sobresalir, brillar, sudar hasta que duela y apeste, dar el 200 % que les permita acercarse y vislumbrar, aunque sea en la distancia, a los hijos de los de arriba. Encadenó una beca tras otra, una jornada laboral a tiempo partido con la que aliviar la economía familiar y sobre todo un millar de renuncias. A salir muchos fines de semana, a tener dinero en los bolsillos, a apuntarse a todos aquellos planes en los que la ecuación se resolviera con unidades de moneda. Recordó también sus veranos acompañando a su madre para asistir a la familia Brown en sus vacaciones en la costa. Los desayunos en aquella cocina del servicio donde su madre no daba abasto para hacerle las tostadas mientras los de arriba reclamaban lo suyo. “Le he dicho que detesto el café de la mañana en esta taza”. “Lo siento, señora, pero con las prisas me he despistado”. “Mujer, no se apure, de prisas y agobios nada, que estamos de vacaciones”. “Ahora mismo le traigo el café en la otra taza, señora, disculpe”. Las noches en aquellas habitaciones repletas de mosquitos y sábanas con olor a lejía barata, las puertas de atrás para no ser vistos ni oídos, para pasar inadvertidos. Los días buenos llegaba a pensar que tenía el poder de la invisibilidad, los malos sentía que su vida no valía lo mismo que la de los de arriba. Los días malos lloraba, apretaba los puños y resolvía: “Mi lado estará siempre en cualquier lugar diferente al de ellos”.
Madre, no me naciste para contemplarnos detrás de una mascarilla. Así soy incapaz de discernir tu rostro tan luminoso como ajado por la vida. No quiero abrazarte con precaución, con miedo, con distancias de seguridad de metro y medio. Quiero que vuelvan los besos que no destilen videoconferencia. Necesito estrecharte casi tan fuerte como tú me estrechas a mí. Tomarte de la mano, sin guantes, sintiendo el tacto de tu piel cálida. Madre, preciso que me digas qué hacer, cómo desescalar. Uno no se acostumbra a tomar todas las decisiones él solo. Deseo no pensar, que me digas sin titubeos lo que va a pasar. ¡Sería todo mucho más fácil con tu hoja de ruta! Las previsiones de una madre son sentencias que resuenan firmes, inequívocas, calmantes. Ningún gobierno ni parroquia se acerca a menos de mil pasos de la seguridad de una madre. Madre, ¿cuándo volveremos a caminar juntos? ¿Cuándo retornarán a nuestras vidas los desayunos prohibidos con sus excusas complacientes? Necesito reír contigo, llorar contigo, discutir contigo. Que me digas en qué recóndito cajón aguarda aquello que no encuentro. Que abraces a mis hijas diez veces más fuerte de lo que me abrazabas a mí. Madre, ¿estás ahí, verdad? Almasy®
Exhala
el humo de su cigarrillo y en su cabeza golpean los años en que cubría grandes
eventos y estuvo a punto de convertirse en redactor jefe. Pero los tiempos
cambian. Ya nadie compra periódicos. Ya nadie lee crónicas. Ahora solo valen
los 140 caracteres.
15.
Árbitro
El ruso
ya ha tirado tres golpes bajos y no se ha atrevido a amonestarle. El americano
responde con dos cabezazos que también se traga. En plena Guerra Fría hace
falta tener sangre caliente para veladas de este calibre.
16.
Underdog
Uno no
se acostumbra a perder. Ni siquiera aunque nunca haya ganado. En el sexto lanza
un upper poco ortodoxo que alcanza el mentón de su oponente y lo manda a la
lona. El árbitro termina la cuenta y alza su brazo. Parpadea por tres ocasiones
buscando despertar del sueño.
17. La
calle
Stevie
les abre siempre las puertas aunque no vea un penique. Sabe que un muchacho más
en el gimnasio es una pistola menos en la calle.
18.
Million Dollar Baby
Podría
haberle dado por el fútbol, el baloncesto o cualquiera de esos deportes
individuales como el tenis o el golf donde si brillas puedes acabar tu carrera
nadando en dólares. Pero a ella solo le gusta boxear.
19.
Cutman
Nunca
vacila. Ejecuta rápido y en silencio. Como esas hormigas que trabajan
incansables a tus pies sin llamar la atención. Su colega Spencer se coló con el
coagulante en la última pelea por los pesos pesados y se acabó para siempre.
20.
Dieta
Se
obliga a que no haya nada en la despensa fuera de lo previsto para evitar
tentaciones. A fin de cuentas solo es un boxeador.
21.
Uno, dos
No
tiene un gran repertorio de golpes. De hecho sólo maneja con solvencia el uno,
dos. Y eso encima de un cuadrilátero es mucho.
22.
Mayweather
No es
bueno para un boxeador retirarse invicto. Uno nunca sabrá si fue el mejor o le
despejaron el camino.
23. Las
vendas
Siempre
le venda Ángelo sin mutar una sola palabra. Nunca permite que nadie que no sea
él toque sus manos antes de un combate. No recuerda una sola vez en la que
Ángelo no haya encontrado el punto justo. Ni demasiado apretadas como para
perder la sensibilidad ni demasiado flojas como para sentir que uno no tiene el
control.
24.
Tyson
Es un
toro con forma de hombre negro pequeño pero compacto. Casi siempre el combate
resulta innecesario. Apenas mira a su adversario antes de que suene la campana
ya ha ganado.
25.
Rendición
Todos
saben que acostumbra a besar la lona no menos de dos veces por noche. Es
descuidado en defensa. Todos saben que siempre se levanta.
26.
Esquivas
Siempre
me preguntan que cómo lo hago. Me refiero al serpenteo de mi torso, la forma en
la que oscilo con mis hombros, el indómito cabeceo, las piernas veloces.
Siempre contesto que no soy yo. Es mi instinto.
27. La
bolsa
No hay
día en el que no descubra tras la ducha que le faltó por meter algo. Ayer la
ropa interior, hoy el champú y mañana seguramente la toalla. Lo único que jamás
olvida son las ganas que lo condujeron hasta allí.
28.
Sugar Ray Robinson
En
Ailey, Georgia, los niños no juegan a indios y vaqueros, no se persiguen, no se
esconden, no tiran piedras al lago. Sólo juegan a ser Sugar Ray.
29.
Colgar los guantes
El del
sábado será el último. Se lo ha prometido a Susan y a sus padres. No tiene
miedo al sábado. Solo al domingo.
30. Don
King
-Mikey,
tienes que hacer esa pelea en Las Vegas en abril.
-Pero
Donald, no estoy preparado y además esa pelea no me aporta nada
profesionalmente.
-Las
Vegas. Abril.
31.
Entre rounds
Pasea
cada cartel sobre el ring con una sonrisa que esconde a la camarera que salió
de Alabama. A la aspirante a modelo que llegó a Los Ángeles con una mano
delante y otra detrás. En el anuncio del octavo se trastabilla por culpa de
esos tacones eternos y besa la lona. No teme el daño, sino las risas del
público. Nadie repara en lo ocurrido.
32.
Muerte en el ring
Cuando
uno va a la guerra nunca piensa en que puede morir. Tiene miedo, contempla
opciones de posibles daños, piensa en la familia que deja atrás; pero en realidad
la muerte no deja de ser algo que solo le ocurre a los demás. A lo sumo repara
en lo que sentirá cuando mate a alguien. Todo el mundo llora al caído. ¿Pero
qué pasa con el verdugo?
33.
Todo el mundo tiene un plan
-No,
no, no y mil veces no. Teníamos una estrategia clara. Centrarnos en defender
hasta el tercero y a partir de entonces contragolpear aprovechando que
acostumbra a bajar las manos cuando aparece el cansancio. ¿Qué coño ha pasado
ahí arriba?
-Simplemente
que con su primer jab en mi cara también se llevó mi estrategia.
34.
Susan
Por
alguna extraña razón siempre se sintió atraída por los boxeadores valientes. No
era ninguna de esas muñequitas estúpidas que revolotean en torno a las grandes
estrellas en busca de fama ni dinero. Tampoco anhelaba la figura de un macho
alfa protector que ahuyentara los moscones y la hiciese sentir como una
princesa de cuento. Ella simplemente los amaba porque tenían sus mismas
agallas.
35.
Balboa
-Vamos
Balboa, vamos, no pares, respira, lanza el uno-dos mientras avanzas, sube esas
rodillas, ayúdate con los brazos, la zancada, Balboa, la zancada, he visto
ancianas octogenarias con mejor zancada que tú, talonea, las piernas paralelas,
no dejes caer la cadera, la mirada al frente, no bajes la cabeza, vamos Balboa,
vamos, solo restan 72 escalones para la gloria.
36. El
mejor
-El
mejor fue Sugar Ray. No me discutiréis que fue él quien cambió la forma de
moverse.
-Vamos,
chico, vamos, no querrás comparar a Sugar con Ali. En los años ´40 cualquiera
que no fuese un inglés con un palo metido por el culo podría haber
revolucionado el boxeo, pero Alí es otra cosa. Él lo elevó a la categoría de
arte.
-Alí
era un bocazas. Y no tenía la pegada de Tyson. Tyson solo hablaba en el ring.
-No
olvidéis que Marciano se retiró invicto.
-Marvelous
Marvin Hagler. Sí, no me miréis así. Jamás fue noqueado.
36
asaltos
Solo le
restan 3 combates y tocará el cielo con sus puños. Solo 3 más. 36 asaltos. 108
minutos de lucha frente a los escasos 33 para coger aliento. Nada más y nada
menos.
NOTA DEL AUTOR: Empecé a escribir estos microrrelatos en 2016. Nunca los terminé, nunca los compartí ni publiqué. Ahora todo va a cambiar. Cuando salgamos de esta los presentaré en el Madison Square Garden de Nueva York algún 31 de octubre. Foreman y Alí saben de lo que hablo.
1. Orígenes
Barry
Morgan, afroamericano, enfila su camino al ring enfundado en una bata negra.
Michael O´Connor, de ascendencia irlandesa, ha elegido una blanca. La madre
siempre por delante.
2. La
limpiadora
Ingresa
silenciosa al filo de la medianoche. Siempre se cerciora de que los rezagados
hayan abandonado el vestuario. No quiere escenas ni problemas. El sudor palpita
por los suelos cuando ella se dispone con el mocho.
3. Calle
46
No
se habla de otra cosa. Ni un solo vecino ignora la noticia. Los empleados de la
frutería que hace esquina con la quinta avenida han aceptado el desafío de los
recién aterrizados en el chaflán que linda con la sexta.
4. Bullying
-Te
he dicho que me des el bocadillo. Tienes tres segundos antes de que te rompa
los dientes.
Otra
vez el pequeño de los Mathews. Tiene a quién salir. Su padre siempre mira por
encima del hombro al mío. Pero esta vez va a ser diferente. Madre dice que no
empiece nunca una pelea, pero que llegado el caso sea siempre el que dé el
primer golpe. Casi nunca hay tiempo para un segundo. Así que reúne el coraje
necesario. Aprieta los puños, cierra los ojos y lanza un directo que se pierde
en el mentón de su asaltante.
5. La
comba
Un
par de minutos suaves, uno fuerte y rompe a sudar. Veinte segundos intensos
sobre el izquierdo y luego cambia de pie. Alterna dobles con cruzados y siente
cómo el corazón se le encamina hacia la boca.
6. Alí
No
se mueve. Se desliza. No lanza golpes. Los dibuja.
7. Guantes
Paolo
le insiste para que en los entrenos se enfunde los de 14 onzas, 12 a lo sumo.
Que hay que pensar en los sparrings o nadie querrá guantear con él. Pero lo
cierto es que no los soporta. No siente la mano enfundada entre tanto
acolchado. Todo lo que no esté por debajo de las 10 onzas le parece una gran
mentira.
8. La
pelea del año
No
cabe un alfiler. Los sondeos del Times
calculan que se habrían podido llenar no menos de cuatro veces el Madison
Square Garden. En el primer asalto Franklin se trastabilla y el ruso lo manda a
la lona. Se acabó la velada.
9. Tongo
Sabe
que tiene que dejarse caer, pero no recuerda si era en el cuarto o en el
quinto. La cabeza de un boxeador juega a veces malas pasadas. Lo que sí tiene
claro es que como se equivoqué está muerto.
10. La
báscula
Está
rozando el pesado y esa sería su perdición. Tendría que medirse a tipos mucho
más altos y corpulentos que él. Todavía le restan un par de horas antes del
pesaje. Comba, carrera continua y visitas al baño. Sobre todo visitas al baño.
11. Hombre
anuncio
-Ya
sabes que no me gusta estrenar calzones cuando hay un título en juego. Da mala
suerte.
-Lo
sé, pero los patrocinadores insistieron.
-¡A
tomar por culo los patrocinadores! ¡Tráeme los viejos!
-Pero
Louis…
-Ni
peros, ni hostias. Los viejos.
12. Doping
Los
vampiros del comité olímpico deambulan buscando sangre fresca. Son sus quintos
juegos y no le gustaría despedirse con un positivo. Sin embargo, el dolor
apremia. Tanto como sus ganas de colgarse el oro y escuchar el himno.
13. Juez
Tiene
dudas. Vio claro el croché en el quinto asalto. Limpio, directo a la sien del
italiano. La cosa cambió en el sexto. La serie de ganchos épicos castigando el
hígado del cubano ha sido incontestable. No debería estar permitido decidir un
combate a los puntos.
Echo de menos los madrugones mañaneros, los paseos hasta el colegio con mis hijas todavía con las legañas a medio derretir. Cruzarme con desconocidos habituales a los que acabas saludando solo porque se convierten en rostros amigos pese al silencio con el que nos dejamos de hablar.
Echo de menos el calor de febrero, la brisa en el rostro, la escasa lluvia golpeando a los descuidados que como yo nunca saben dónde se dejaron el paraguas. Salir a la calle únicamente para encontrarme con el sol y su tesoro en forma de vitamina D sobre mi piel.
Echo de menos la inquietud de los coches, el traqueteo de los carritos de los bebés, el ladrido de los perros nerviosos, el chillido de los trenes, las imposibles maniobras de los conductores de autobús cuando tienen que doblar la esquina, los gritos de esos niños que discuten si fue o no fue gol simplemente porque en la calle todavía no tenemos VAR.
Echo de menos a mis compañeros, concentrados en la sala de profesores como esos futbolistas en vísperas de una final que ultiman en los vestuarios la estrategia para salir al campo y ganar el partido.
Echo de menos mi segundo café de la mañana, el del trabajo, donde nos despertamos a base de cafeína y conversaciones sobre lo divino y lo humano. Ahora, como tenemos VAR, ya no discutimos de fútbol y eso también lo echo de menos.
Echo de menos el sonido de la sirena que nos pone en modo competición. Los ruidos y correteos enérgicos de los chicos cuando ingresan en el vestíbulo camino de su primera clase del día. Los que llegan pronto, los que llegan tarde, los que vienen conversando y los que acceden en silencio, los que te piden ir al baño, los que van sin pedírtelo, los que merodean en busca de la persona que les gusta, los que siempre te dicen: "profe, ya me marcho para mi clase, te lo prometo".
Echo de menos mi pasión por la enseñanza donde nos podamos mirar a los ojos, las pizarras que me encargo de llenar desordenadamente pese a que siempre prometo a mis alumnos que intentaré cuidar la presentación. Esa misma que les exijo para esos cuadernos en los que me suelen dedicar una portada digna de los mejores museos.
Echo de menos charlar con las personas sin un teclado o una cámara que nos separe, el tercer café de la mañana, casi siempre después del recreo, el sándwich que solo me sabe delicioso si me lo tomo en mi despacho de jefatura mientras tengo hordas de gente esperando en la puerta para pedirme algo. Un consejo, un aula de ensayo, la contraseña de Classroom, una reclamación de ese parte injusto porque el profe me tiene manía... o simplemente porque necesitan descargar una preocupación que les aqueja.
Echo de menos el final de las clases y la hora del teatro. Despojarme de mi traje de jefe de estudios para ser únicamente el director del musical. Las risas, los ejercicios locos, las improvisaciones que afortunadamente nunca sabes cómo acabarán, la simple liturgia de un acto que no es obligado, que hacemos por amor al arte, que nos hace únicos e irrepetibles dentro de un grupo que se cae y se levanta unido.
Echo de menos mis clases de boxeo. El paseo en soledad hasta el gimnasio. Las conversaciones previas con los compañeros donde arreglamos el mundo. La actividad. El sudor. La exclusiva concentración en tareas básicas que nos gobiernan como correr, saltar, moverse hacia adelante o retroceder. La deliciosa sensación de cuando no te has hecho daño pero estás exhausto porque lo has dado todo. La ducha reconfortante de después. Esa cena que sabe gloria bendita y donde las calorías se convierten en un término que simplemente no se inventó para ti.