domingo, 5 de junio de 2016

251. Personajes


NOTA ACLARATORIA: los nombres de los personajes 1, 2 y 3 me fueron dados en una propuesta de ejercicio literario. Se trataba de darles una historia. En el caso de los personajes 4 y 5, tanto los nombres como la historia son de autoría propia.

1. Anahí Tempestad

Anahí Tempestad aprendió a amartillar el cuerno de chivo de su padre antes que a leer. Y aprendió a leer porque su padre insistió en que ser sicarios no debía estar reñido con ser cultos. En condiciones normales Anahí Tempestad estaba predestinada a desposarse con algún segundón del cartel, pero ella no era una mujer normal. Y no había otra cosa que le gustase más que apretar un gatillo.

2. Lulú des Charnes Blondes

Fue Eusebio el que les obligó a adoptar nombres franceses. Decía que no importaba que los clientes fuesen mayoritariamente camioneros medio analfabetos con ganas de aliviarse. Los nombres franceses sonaban elegantes y sofisticados. Incluso permitían subir ligeramente las tarifas. Paquita había tomado el suyo al terminar un servicio. El cliente se había dejado sobre la cómoda un catálogo de productos de peluquería que parecía estar escrito en francés. Dispuso sobre un papel las primeras veinte palabras que encontró e intentó pronunciarlas recurriendo a diferentes combinaciones.

3. Varguitas

Le decían Varguitas por su tío Vargas, pero lo cierto es que no se parecían en nada. Mi padre me contaba que Vargas siempre había sido un tipo exigente pero justo. Llegaba el primero a la fábrica y salía el último a diario. Les pedía el máximo a sus trabajadores pero luego era flexible con las vacaciones y las bajas. Varguitas en cambio era un cabrón redomado. Nunca te miraba a los ojos y era inflexible con los permisos. Todavía recuerdo cuando la mujer de Pacheco se puso de parto. Era su primer retoño. No faltaban ni treinta minutos para la hora de salida. Pacheco le preguntó si podía salir un rato antes y Vargas le contestó: “recuerde que su pequeño va a seguir estando ahí llegue usted media hora antes o media hora después. Su trabajo a lo mejor no”.

4. Aldo y Susana

A las 9:55 horas, en el preciso instante en el que Aldo San Martín se dispone a abrir su escuela de baile en la calle Barquillo, Susana Cifuentes, la dependienta de la frutería situada en la acera de enfrente, sale a echar un pitillo. No le quita ojo. Lo recorre en cada movimiento saboreando todos y cada uno de los músculos que le asoman en la operación. Apenas presta atención a su cigarrillo. Bien pareciera que resulta una mera excusa para recrearse contemplando aquella maravilla de la naturaleza. Solo reacciona ante el rebuzno de Hernán, su malencarado jefe. Tan taimado él, apuntando con sus finas manos el reloj en clara señal de que se ha consumido el tiempo de descanso. Recupera la sonrisa cuando, a eso del mediodía, Aldo para media hora y se acerca a por media docena de piezas para reponer fuerzas. Resulta tan evidente que está perdidamente enamorada de él que el resto de clientes se detienen a observar la escena sin tapujos.

5. El señor Menchov

Conocimos al señor Menchov al comenzar el verano de 1944. Los internos huérfanos nos quedábamos en el reformatorio y recibíamos clases extraescolares de repaso. Desde comienzos de la guerra no habíamos conocido a nadie salvo al señor Davenport. La noticia nos pilló de sorpresa. Davenport se había lastimado las dos piernas en uno de los ejercicios militares que todavía exigían a los reservistas. Sin duda todos lamentamos que no se hubiera partido la jodida cabeza en siete mitades.
Desde nuestro ingreso en aquel lugar nos habían hecho sentir como bestias, así que no esperábamos otra cosa que un nuevo domador que nos moliese a palos hasta que entrásemos en razón.
Fue el director Collins el que nos trajo la buena nueva en el primer desayuno de junio. Se presentó con su traje apolillado y su cabello aceitoso. Se mesó el ridículo bigote que apenas le crecía bajo su prominente nariz y nos advirtió: “Este verano tendréis un nuevo mentor. Empieza mañana. No me hagáis recordaros lo que puede pasaros en caso de que me haga llegar un solo informe negativo de cualquiera de vosotros. ¿Verdad que nadie quiere que se lo recuerde? ¿Verdad? Disfrutad del desayuno muchachos. Tenéis un largo verano por delante”.
El señor Menchov ya estaba en el aula cuando ingresamos. A diferencia de cualquier profesor nuevo no parecía nervioso. Era un tipo fornido, de tez caucásica. Vestía el traje reglamentario de la escuela, pero no le ajustaba bien. Sobresalían sus enormes manos, curtidas seguramente en el arte de azotar alumnos. En su rostro un bigotón de una vez, no como el de Collins, y unas gafotas negras de pasta tras la que se ocultaban ojos claros. El cabello rubio, lacio, increíblemente largo comparado con la cocorota afeitada de Davenport. Sobre su mesa había desplegado una buena cantidad de botellas de diferentes tamaños. Nos saludó con la mirada. Hacía tanto tiempo que alguien no nos gritaba que nos hizo sentir incómodos. Nuevamente nos invitó a tomar asiento con la mirada. La perplejidad se apoderó de la escena. “Señor Menchov, para servirles”. Jamás habíamos escuchado a un profesor presentarse formalmente. Y mucho menos acompañar la presentación con algún tipo de ofrecimiento amable. Ninguno recordábamos a Davenport pronunciando su nombre. Este únicamente nos exigía que nos dirigiésemos a él empleando el “señor” delante y después de cada frase. Suponíamos que no estaba orgulloso de su trabajo y prefería permanecer en el anonimato. Tal vez nos tuviese miedo y temiera que si alguna vez salíamos de aquellos muros buscásemos su apellido en algún listín telefónico con la firme intención de localizarlo y rebanarle el cuello. Al fin y al cabo era lo que se merecía aquel hijo de mil zorras.
Estábamos convencidos de que si Collins hubiese estado en la sala cuando Menchov se presentó no habría parado de rascarse detrás de la oreja. Lo hacía siempre que algo le inquietaba y no podía sacar a pasear su ira por algún tipo de convención. Llegaba a hacerse heridas cuando el alcalde venía a visitarnos por Navidad. Sabía que alguno meteríamos la mata y el alcalde podría pedirle explicaciones, aunque no estábamos muy convencidos de que lo hiciese, porque aquel lugar infesto seguía estando abierto un año tras otro. Muchos pensábamos que en aquel lugar se había detenido el tiempo para siempre. Que cada hora era una réplica de la anterior y de la que estaba por venir. Nunca vimos un reloj entre aquellos muros.
No fuimos capaces de articular palabra cuando Menchov se presentó. Simplemente dejamos que aquellas palabras pronunciadas con un marcado acento ruso retumbasen en nuestras cabezas. Al cabo de unos instantes alguien hizo algún tipo de broma con su nombre. Quiero recordar que alguna simpleza en la que se venía a ciscar en los muertos de los rusos. A fin de cuentas a la mayoría de los presentes una hostia más o menos nos importaba poco. Menchov se dirigió hacia él. Firme, decidido, pero sin estridencias. Todos pensábamos que el primer bofetón iba a caer más pronto que tarde. Sin embargo, para nuestra sorpresa, Menchov se paró delante de aquel pobre diablo y le espetó sonriente: “¡Caballero, he dicho que para servirles!”.
No traía ningún libro consigo. Ni un mapa de Gran Bretaña. Ni siquiera un periódico. Todos esperábamos pasarnos el verano hablando del final de la guerra y recordando las gestas de Churchill. “¿Saben lo que tengo sobre mi mesa? ¿No? Vamos, no sean tímidos, me han advertido que todos saben leer y escribir con corrección y si mis dioptrías no me traicionan tienen piernas y ojos. Por favor, acérquense. Vengan hasta mi mesa y contemplen estas botellas”.
Era vodka. Botellas de todos los tamaños, colores y formas repletas de vodka. “¿Lo han visto, sí, de qué estamos hablando? ¡Vodka! ¿Lo ven? Todo en esta vida se reduce al vodka. La solución siempre está en el vodka. Pueden encontrarlo en recipientes grandes como este, aunque les diré que en la ciudad donde nací se manejan barriles de más de treinta y cinco galones. Los envases de estas dimensiones son para los días verdaderamente fríos. Sería más recomendable la calefacción, pero el vodka resulta más barato. Son las preferidas de los vagabundos y cuando por Navidades a la gente se le ablanda el corazón suele comprar una de estas para regalárselas al mendigo de su calle. También tenemos botellas de un cuarto como esta azul de aquí. Son las botellas diplomáticas. Cuando lo invitan a cenar a casa de alguien, cuando se examina y quiere agasajar a su tribunal, cuando conoce a los padres de su novia. Estas de aquí son las de una pinta. Se ven en los bares. Son las reinas del alterne y podrían escribir relatos extravagantes que narrasen todo lo que han visto. A veces los novios las beben en los parques mientras cortejan. Las llaman también las botellas del amor. Finalmente tienen estas de onza. Son para consumo rápido y personal. Se esconden con facilidad y puedes meterlas en cualquier sitio. Uno nunca sabe cuándo va a necesitar un trago. Entiendo por sus rostros que esto del vodka les puede resultar forzado. Estamos en Inglaterra, es cierto, así que pueden pensar en el whisky. Cada país tiene la solución en alguna bebida. Los franceses en el coñac, los españoles en el vino, los cubanos en el ron, los japoneses en el sake. Distintas bebidas, un mismo fin: solucionar”.
A la mañana siguiente nos condujeron directamente al patio deportivo. No había ni rastro del señor Menchov. Collins no dio ninguna explicación al respecto. Simplemente nos vació un saco con pelotas pinchadas y nos pidió que no nos partiésemos la cabeza. El ujier pasaba cada hora para comprobar que todas las cabezas seguían en su sitio. Ninguno comentamos nada. A fin de cuentas aquel ruso esperpéntico solo había pasado una mañana con nosotros hablándonos de vodka.
Fue al cabo del mes cuando el señor Menchov regresó a nuestras vidas. Nos encontrábamos haciendo la limpieza general de las celdas cuando fortuitamente uno de nosotros descubrió que en el larguero metálico de nuestros catres había algo. Solíamos utilizar aquel larguero para esconder los escasos cigarrillos que aterrizaban en nuestras manos. La mayoría simples colillas arrojadas por alguno de los repartidores que ingresaban en la escuela los martes. Pero en esta ocasión, en todos y cada uno de nuestros largueros había alojada una botellita de vodka de las de onza. En el etiquetado ni rastro de marca ni de graduación alcohólica. Solo una frase: “Siempre hay solución”.

Almasy©



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