martes, 7 de agosto de 2018

269. El viejo y el mar


Le gustaba llegarse hasta el paseo marítimo pese a que hacía cerca de un lustro que había colgado los aparejos. Justo a la altura del puerto se paraba a contemplar las embarcaciones. Nada que ver con aquella barca maltrecha con la que se había ganado el jornal durante casi medio siglo. Podía haber seguido unos años más, pero lo cierto es que un día se sintió cansado. Supo entonces que había llegado el momento y sencillamente lo dejó. Tampoco necesitaba una gran pensión para vivir, era un hombre de gustos sencillos. Habiendo pasado tantos años en la mar uno se acostumbra a pasar los días con lo justo. El almuerzo que le preparaba su Amparo y la frasca de vino habían sido casi su único alimento junto con el café bien cargado de la mañana y algún pescado cocinado con sencillez a la noche. Cuando ella murió le encargaba el bocadillo a los de la cafetería del puerto. No ponían el mismo cariño, pero a fin de cuentas cumplía su cometido. En realidad más que el almuerzo disfrutaba el descanso que lo acompañaba. La mirada escrutadora del horizonte sin preocuparse por nada, el casi omnipresente levante soplando sobre su rostro y las manos curtidas llevándose a la boca con ceremonial parsimonia cada bocado. Siempre un buen trago de vino antes y después. Nunca alteraba un solo paso. Era su liturgia y como buen marinero le acompañaba su pertinente dosis de superstición. Cualquier cambio podía alterar la jornada y esto era lo último que deseaba.

No había vuelto a hacerse a la mar desde que lo dejó. Ni siquiera para uno de sus paseos turísticos que siempre le habían llamado la atención. Ahora los únicos paseos los daba a pie y sin hoja de ruta. Sin embargo su recorrido era casi siempre el mismo. Le gustaba caminar solo ocasionalmente se detuviese a charlar del pasado con algún viejo conocido. Cada vez quedaban menos. Los marineros de toda la vida escaseaban. Las multinacionales habían aterrizado llevándose por delante cualquier iniciativa familiar y las nuevas generaciones iban y venían sin acabar de asentarse. Ahora de un año para otros las caras del puerto eran distintas. En la mayoría de las ocasiones rostros jóvenes de muchachos negros como el betún. Pocos autóctonos habían continuado en la profesión, pero los nuevos restaurantes seguían pidiendo el mejor pescado para sus clientes y la rueda debía continuar a cualquier precio. Con aspecto local ya solo quedaban los jefes. Muchachos también insultantemente jóvenes que parecían dirigir todas las operaciones desde sus teléfonos móviles. Musculados, con un bronceado ajeno a las inclemencias del sol castigador que lo había acompañado a él durante años, con el cabello perfectamente engominado y el dobladillo justo en la manga de la camiseta para lucir sus tatuajes de diseño. Solían bajar de coches de alta gama, daban instrucciones y se iban. Siempre el tiempo justo y necesario. Ni un minuto más.

Por el paseo se cruzaba sobre todo con familias con el equipamiento al completo: los hijos, el perro de raza con andares atrofiados, las bermudas de temporada, las incomprensibles chancletas de dedo y el helado a la boca. Había visto con sus propios ojos la precocidad de los hijos blandiendo telefónos móviles. Siempre con el flequillo mirando al suelo, deambulando con torpeza y colisionando con frecuencia contra otros viandantes mientras los padres permanecían ajenos a sus evoluciones. Regularmente, sobre todo las muchachas, se paraban y se hacían unos cuantos autorretratos con sonrisas forzadas y posiciones irrisorias. Intentaba comprenderlos. Huía de la tendencia de otros viejos a criticar la juventud como una etapa inmersa en la más absoluta estupidez. Se negaba a aceptar que nada de lo que él había vivido cinco décadas atrás pudiese ser mejor que lo que sus cansados ojos contemplaban ahora y se repetía: “ahora es así, ni mejor ni peor, simplemente diferente”.

Almasy©️
Fito & Fitipaldis: “Soldadito marinero”

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