Los viernes a media tarde acostumbro a llegarme hasta la
estación de trenes. Es un buen rato caminando. Casi siete manzanas. Las últimas
dos abarrotadas de comercios. Me gusta pararme delante de los escaparates y
soñar con todo lo que poseeré algún día. No soy como el resto de muchachos
pobres que conozco. La mayoría ni siquiera levantan la vista. No solo no tienen
dinero sino que carecen de sueños. Yo en cambio me detengo ante cada objeto que
me llama la atención y lo hago mío. En el fondo los compadezco. Renunciar a
soñar no debe ser fácil.
Siempre elijo la misma hora porque es cuando llegan decenas
de trenes procedentes de todos los rincones del país. Aunque jamás busco a
nadie en concreto me suelo parar junto a las puertas automáticas por las que
tienen que salir todos los pasajeros. Dos enormes hojas de metacrilato que
nunca dejan de moverse. Lo cierto es que el que las diseñó merece estar
pudriéndose de placer en alguna playa paradisiaca, porque no recuerdo haberlas
visto averiarse en todo el tiempo que las conozco. Sin duda un trabajo de una
vez, como diría mi padre.
Me coloco perfectamente centrado y observo. El señor Andersen
siempre me dice que si quiero ser un buen escritor tengo que aprender a
observar. Así que es lo que hago. Me fijo sobre todo en los reencuentros e
imagino las historias que llevarán detrás. El universitario al que aguardan
unos padres tan orgullosos como arruinados. La enfermera que recibe a su novio
militar con un beso de película. Los chiquillos repletos de mocos que abrazan
al padre que regresa de algún trabajo lejano. La mochilera que vuelve de no se
sabe qué selva amazónica para asistir únicamente a la boda de su prima del
alma.
A todos se les ve exhaustos pero felices. Tanto que me
pregunto por qué se fueron. Si yo saliese alguna vez de esta ciudad estoy
seguro de que no retornaría jamás.
También hay pasajeros a los que no espera nadie. A lo sumo un
conductor ojeroso que los recibe con un letrero en el que suele figurar algún
nombre que parece inventado, como Westbay, Rumbold o Prenatt. No conozco a
nadie que se apellide así. Son encuentros fríos. Apenas un saludo formal y el
conductor le toma la maleta al viajero. Me llama la atención que nunca le piden
que se identifique. Simplemente confían en que sea quien dice ser.
Pero con los que verdaderamente me identifico es con los
viajeros a los que no espera ni siquiera un triste conductor. Llegan silenciosos,
casi invisibles. Conozco esa sensación. A mí nunca me ha esperado nadie. Me
sabe tan mal que me dan ganas de abalanzarme sobre ellos y fundirme en un
sentido abrazo. No me importaría que me tomaran por loco. Todo el mundo merece
que alguien lo aguarde. Al menos una vez en la vida.
Almasy©
THE POLICE: "Message in a bottle"
1 comentarios:
Me gusta. Te superas en esto de la escritura día a día.
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