Recuerdo que estando en la universidad se adobó a nuestro grupo de amigos durante una temporada una tipa de Erasmus. Era de algún país nórdico -por aquel entonces yo no distinguía demasiado bien Noruega de Suecia y mucho menos de Finlandia- y aunque era más fea que pegarle a un padre yo me la quedaba mirando absorto cuando nos relataba sobre el funcionamiento de su nación. Y es que para un chico de Móstoles a finales de los ´90 una nórdica era algo tan exótico como el Yeti o el monstruo del Lago Ness. Nos hablaba de un régimen llamado socialdemocracia, que resumía diciendo que aunaba lo mejor del comunismo con lo mejor del capitalismo. "No es necesario ser pobre. Bien distribuido hay mucho para todos". Matizaba que el estado se encargaba de dar cobertura a la mayoría de las necesidades de los ciudadanos, dejando claro eso sí que casi el 50 % de los ingresos de estos se destinaba a impuestos que financiasen desde la educación a la sanidad pasando por el transporte. Nos preguntaba si no veíamos eso viable en España y la única vez que le dirigí la palabra fue para brindarle un categórico "no". "¿Por qué?", me preguntó con la inocencia de un crío. No pude sino responderle que sencillamente porque los españoles somos unos defraudadores natos. Todos. Sin excepción. Cada uno en la medida de sus posibilidades. Puede ser no declarando todos los ingresos que tenemos, cobrando en negro, pagando en negro, solicitando facturas sin IVA, descargándose cine, música y/o literatura pirata de internet, contratando personal sin darle de alta en la seguridad social, comprando falsificaciones, adquiriendo objetos de dudosa procedencia, metiendo la mano en la caja, colándose en el metro, saltándose el semáforo de turno simplemente porque no nos veía nadie, alegándole al picoleto de marras que no habíamos visto la señal y que nos deje continuar la marcha sin receta, no devolviendo a la cajera el excedente de vueltas que nos ha dejado caer en las manos...
Tanto es así que cuando nos hacemos cruces con los políticos corruptos que pueblan la escena a veces me pregunto si denunciamos su corrupción o lamentamos no haber estado nosotros en su lugar. A tiro de subvención, de concurso, de adjudicación que nos permitiera engordar la faltriquera.
Lo mejor de todo, además, es que cuando nosotros lo practicamos tenemos la escopeta de las excusas bien cargada: "Es que el cine es carísimo, un robo", "Sí hombre, con lo que vale un libro, si la cultura debería ser gratis", "Si yo defraudo a Hacienda es porque se llevan mucho y no hay derecho", "Yo a la chica de la limpieza no le doy de alta porque a ella no le interesa. Y que conste que no es una postura clasista, que encima estoy creando empleo"... No hay por dónde pillarnos, la verdad, pues cualquiera de nuestras prácticas es absolutamente lícita y la de los demás fraudulenta.
Recuerdo también cómo la chica nórdica se sorprendía al encontrar barreras y tornos en el transporte público -no entendía que alguien pudiese pretender ingresar sin haber abonado el billete-, al escuchar por la megafonía del teatro que el público tenía que apagar sus dispositivos electrónicos, al observar impunemente tirar envases de cualquier signo y condición al primer contenedor que nos encontrásemos -en el mejor de los casos- o directamente a la vía pública, al toparse con fumadores en los ascensores, en los restaurantes, en los baños, que no le preguntaron jamás si le incomodaba el humo. Se sorprendía por tantas cosas la chica nórdica.
Almasy©
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VETUSTA MORLA: "Copenhague"
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