jueves, 4 de marzo de 2010

106. Los olvidados

Uno de los grandes méritos de la Escuela de Annales fue rescatar del anonimato a los sin nombre allá por los felices años ´20. Liderada por Marc Bloch y Lucien Febvre, esta corriente historiográfica con epicentro en Francia consiguió poner en circulación la vida y milagros de los olvidados. Hasta la fecha, y con las correspondientes excepciones confirmando la regla, había primado una historia puramente evenemencial centrada únicamente en fechas señaladas y grandes nombres. En resumidas cuentas, de concursante de Trivial Pursuit. Así, parecía que para formar parte de cualquier referencia histórica, se precisaba un currículo digno de un Rey, un Papa o un Generalísimo. Y de ahí para abajo morralla de tercera división. Sin embargo, los idolatrados historiadores que les mentaba más arriba, propusieron desmarcarse de esta tendencia y ampliar la nómina de protagonistas. Fruto de este empecinamiento surgieron serias y pioneras obras como la de E. Le Roy Ladurie (1975): Montaillou, una aldea occitana de 1294 a 1324 (en torno a la herejía cátara) o la de C. Ginzburg (1976): El queso y los gusanos: el cosmos de un molinero del siglo XVI (el título lo dice todo). No obstante, y como suele ser uso y costumbre del ser humano, hemos tomado propuestas como las de Annales tan al pie de la letra que en determinados estadios nos hemos posicionado en el extremo contrario. Tanto que ahora este ímpetu diferenciador ha arrumbado a un rincón a todo aquello que no sea un ejemplo particular y único. Gran parte de culpa han tenido en este asunto los localismos, regionalismos, nacionalismos o como testículos queramos llamarlos, quienes han abanderado la cruzada de la microhistoria por el interés que te quiero Andrés. Ahora resulta, por ejemplo, que el Tajo es un río Don Nadie frente al Alberche, cuyo recorrido, caudal y composición química deben conocer los alumnos madrileños de pe a pa. O que es mucho más útil y recomendable saberse el nombre del alcalde de Tarrasa antes que el del ministro del interior. O que dónde va a parar el discreto “Museo Guggenheim” de Bilbao al lado de las excelencias del “Museo Etnográfico del Caserío y la Chapela” de Guernica.

Estos localismos, además, han jugado zorrunamente sus cartas para presentarse en sociedad como una suerte de mártires sometidos durante años a los que no se puede arrostrar, so pena de ser tachado de fascista, miembro de la caverna, ultraderechista de pro y algún que otro epíteto más. Ellos, en cambio, alardean de progresismo, talante revolucionario y hasta de marxismo-leninismo si me apuran. Y mucho ojito con poner en entredicho la menor de las reivindicaciones de cualquiera de estas minorías históricamente oprimidas que ahora han decidido convertirse en opresoras. Para compensar, digo yo.

Siempre he pensado, y alguna vez he escrito en esta bitácora, que cualquier anhelo localista-regionalista-nacionalista, llámese central o periférico, está plagado de miedo escénico a lo diferente y de sectarismo acomplejado. “Yo soy yo porque soy distinto a ti”, podría resumirse el asunto. Y se pinte la cosa con butifarra y sardanas (versión folclórica) o con cócteles Molotov (versión violenta), la esencia viene a ser la misma. Otra pepla bien distinta y legítima es amar el suelo que ocupas y a la gente que te rodea. Desear que tu círculo prospere es, amén de natural e innato a la condición humana, hasta saludable mentalmente; pero en cuanto le colocas barreras físicas, o peor, mentales, este torna en fortaleza, en prisión o en las dos a un tiempo. Es entonces cuando nos perdemos la grandeza de la diversidad, de la mezcolanza, cuando basculamos para defender lo Nuestro por oposición a lo Vuestro, empecinándonos en hacerlos incompatibles, excluyendo, negando, restando, dividiendo, ignorando, fracturando, obviando procazmente el significado de palabras tan bellas como “ENCRUCIJADA”, “COSMOPOLITA” o “HETEROGÉNEO”. Atrévanse a pronunciarlas, verán qué llenazo les recorre los labios.

Y ya si pasamos del fango político para meternos en arenas religiosas, la legión de exclusiones al amparo de ortodoxia y heterodoxia alcanza dimensiones mastodónticas. Así, yo soy cristiano porque no soy musulmán y musulmán porque no soy judío, por ejemplo. Incluso dentro de cada fe las luchas intestinas y los recintos herméticos se me antojan infinitos, rayando casi siempre el politeísmo encubierto y partidista. ¡Arriba mi Jesús del Gran Poder, abajo tu Virgen de la Macarena! ¡Aplausos para los sunnitas, abucheos para los chiitas! ¡Vivan los halcones, mueran las palomas! ¿Qué fue de otra no menos linda palabra como “SINCRETISMO”?

Algún visionario con aires de curandero ha apuntado que cualquier tipo de fanatismo sectario se supera leyendo y viajando, pero también les he matizado en alguna ocasión que todo depende de qué leas y a dónde viajes. No obstante, si preparamos, o mejor, nos preparan, una abigarrada nómina de lecturas y destinos turísticos, normalmente la afección suele curarse. Mano de santo, oigan. Bálsamo de Fierabrás. Panacea al cubo.

Almasy©



The Cure: "Burn" (BSO El Cuervo)


1 comentarios:

Isabel Martínez dijo...

Hola Jaime:
Casi de acuerdo contigo. El problema de los sectarismos y nacionalismos no es definirse por oposición, creo que no es malo. Creo que es en realidad como funciona el pensamiento y el lenguaje: mi límite -en el sentido físico, no en un sentido restrictivo- es el otro, y la visión completa de cada cosa particular la da su situación en el conjunto: el contexto. Por eso mismo, reducir el contexto a la nada es precisamente suprimir nuestra propia esencia y desvirtuar la percepción. El problema está en negar la posibilidad de que exista la diferencia, para existir yo.
En cuanto a lo de las lecturas y los viajes, está claro que, sobre todo respecto de las primeras, no todas son igual de provechosas, pero ahí está la labor educativa, que debería ser competencia y preocupación fundamental de la sociedad en su conjunto, ocuparse de estimular la capacidad de crítica de todos, para que cada uno sea capaz de encontrar en cada una de sus vivencias un provecho para su vida y el de su sociedad. Creo que, a pesar de la pretendida "solidaridad" que tanto se pregona, vivimos en una sociedad egoísta que prima el placer y el beneficio individual sobre una responsable colaboración para el crecimiento mutuo. El resaltar los mínimos logros particulares sólo produce un sentimiento absurdo de orgullo y autocomplacencia que nubla cualquier interés por mejorar y mella el esfuerzo.
Gracias por el descubrimiento de estos historiadores y de esa perspectiva.
Un saludo muy cordial

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