Corría un viernes cualquiera, de un mes que no viene al caso, de un año que recordar no hubiese querido. Diego se acababa de despertar de la siesta vespertina, todavía absorto en sus sueños adolescentes. Reaccionó con un buen chorro de agua fría y se dispuso a realizar los preparativos correspondientes para salir de fiesta con la cuadrilla. Se atavió con sus mejores galas y atusó su pelo con un enorme puñado de gomina barata. Todo estaba casi listo para marcharse cuando sonó el teléfono. Maldita la hora. Rápidamente reconoció la voz de su tía Carmen, no hicieron falta presentaciones inútiles:
-Oye mira, que he ido a hacerle una visita a tu madre y me la he encontrado muerta. Avisa a tu padre cuando vuelva del trabajo – le espetó sin más la que era hermana de la ya cadáver y tía de Diego.
Colgó el teléfono con suavidad y no reaccionó a la noticia con prontitud. Al cabo de 5 minutos se obligó a evocar la figura de su madre. La verdad, pensó, que no le tenía demasiada simpatía. Para ser sinceros confirmó que sus sentimientos hacia ella siempre estuvieron cercanos a la indiferencia, algo más terrible que el odio, según dicen las malas lenguas. Recordó sus excesos alcohólicos, el abandono permanente al que le había sometido, las mentiras, las continuas infidelidades a su padre, los golpes que con asiduidad le propinaba tras sus excursiones nocturnas; no obstante, ni siquiera por todas esas traiciones maternas sentía una especial antipatía hacia su figura.
Sus encuentros tras la retirada de la tutela habían sido siempre fugaces, unos días en verano y algunos fines de semana en el centro de desintoxicación en el que había estado ingresada. Además, todos ellos forzados por su padre, quien se empeñaba en recordarle el tan manido “hijo, sea como fuere, es tu madre y no puedes obviar ese detalle”. Sin embargo, para Diego esas visitas no hacían sino confirmar que su progenitora era simplemente un lastre consanguíneo.
Mientras dilucidaba mentalmente la mejor forma de dar la buena nueva a su padre repasó un pequeño álbum de fotos en el que apenas conservaba media docena de fotos de ella. Desenterró los momentos más importantes de su vida y confirmó que esa que se decía su madre había faltado en todos ellos. Vino por ejemplo a su memoria el día de su primera comunión. Por supuesto ella no acudió, pero cuando se reencontraron y se lo hizo saber le dio la despreciable cantidad de 50 pesetas como propina. “A diez miserables duros el sacramento”, pensó Diego, y eso a una edad en la que evalúas a tus parientes por las gratificaciones que te dan lo consideró imperdonable. “Buena mierda me das”, llegó a decirle sin rubor al tiempo que confirmando que un niño de nueve años, amén de inocente, ingenuo, indefenso, imberbe y todo lo que ustedes quieran es, ante todo, un pedacito de capitalismo viviente e insultantemente atrevido.
Después de rememorar brevemente su infeliz trato con ella se puso en la tesitura de si salir de fiesta o guardar el luto que no sentía e intentar sumirse en un llanto que sabía que no iba a fluir por mucho que lo intentara. Estaba exactamente igual que antes de que sonara el teléfono, solo tenía un fragmento de información más que no acababa de procesar; pero sus esquemas anímicos seguían intactos. Decidió finalmente que no se iba a estropear el viernes ni tan siquiera porque su madre se hubiera ido para siempre. Se hizo con lápiz y papel y dejó constancia de la noticia a su padre con una nota. Fue escueto, directo y frío, como el frigorífico en el que la colocó: “Ha llamado tía Carmen para decir que ha encontrado muerta a tu exmujer”. Cogió algo de dinero y se fue sin remordimiento alguno a disfrutar del comienzo de su ansiado fin de semana.
La verdad es que no fue una noche memorable, una más en la que practicó los dos deportes favoritos del adolescente tipo: malemborracharse e intentar flirtear sin éxito. Durante el tiempo que pasó en los bares no pensó demasiado en lo ocurrido, simplemente se le dispararon algunos flashes que le recordaban que no volvería a verla. Lo peor llegó cuando regresó a casa y empezó a sentirse como una especie de cabrón insensible que no solo no se apenaba por el fallecimiento de su madre, sino que parecía haber estado celebrándolo saliendo de copas.
Tenía la cabeza un poco aturdida por el alcohol, pero no quería irse a la cama todavía, así que se sentó en el sofá y puso un rato la televisión para acabar de atontarse del todo. Meditó entonces nuevamente sobre su relación con ella. Mejor dicho, sobre su no relación. Lo cierto es que notó cómo le recorría el cuerpo y el alma una especie de envidia asquerosamente intensa hacia todos los parientes o amigos que conocía y que sabía que se llevaban bien con sus madres. Sus pensamientos volvieron a remontarse hasta los albores de su existencia y continuó sin aflorar en su mente imagen alguna en la que compartieran algo juntos. Supo entonces que conocía mejor a Pepa, la mujer a la que le compraba el pan los días lectivos, que a su propia madre. Ciertamente tampoco él había hecho mucho por conocerla, ni siquiera aquella temporada en que parecía rehabilitada; pero seguramente ella debió haber dado el primer paso. Su conciencia estaba tranquila en ese sentido. “Tengo 16 años joder, no soy yo el adulto”. Se consoló.
Poco antes de acostarse derramó un par de lágrimas. Era un llanto de dolor. Dolor porque no había sentido dolor. Y lo que era aún peor, seguía sin sentirlo. “Descanse en paz madre”. Fue su última consigna antes de caer derrotado por el sueño y la embriaguez.
JOAQUÍN SABINA: "Princesa"
-Oye mira, que he ido a hacerle una visita a tu madre y me la he encontrado muerta. Avisa a tu padre cuando vuelva del trabajo – le espetó sin más la que era hermana de la ya cadáver y tía de Diego.
Colgó el teléfono con suavidad y no reaccionó a la noticia con prontitud. Al cabo de 5 minutos se obligó a evocar la figura de su madre. La verdad, pensó, que no le tenía demasiada simpatía. Para ser sinceros confirmó que sus sentimientos hacia ella siempre estuvieron cercanos a la indiferencia, algo más terrible que el odio, según dicen las malas lenguas. Recordó sus excesos alcohólicos, el abandono permanente al que le había sometido, las mentiras, las continuas infidelidades a su padre, los golpes que con asiduidad le propinaba tras sus excursiones nocturnas; no obstante, ni siquiera por todas esas traiciones maternas sentía una especial antipatía hacia su figura.
Sus encuentros tras la retirada de la tutela habían sido siempre fugaces, unos días en verano y algunos fines de semana en el centro de desintoxicación en el que había estado ingresada. Además, todos ellos forzados por su padre, quien se empeñaba en recordarle el tan manido “hijo, sea como fuere, es tu madre y no puedes obviar ese detalle”. Sin embargo, para Diego esas visitas no hacían sino confirmar que su progenitora era simplemente un lastre consanguíneo.
Mientras dilucidaba mentalmente la mejor forma de dar la buena nueva a su padre repasó un pequeño álbum de fotos en el que apenas conservaba media docena de fotos de ella. Desenterró los momentos más importantes de su vida y confirmó que esa que se decía su madre había faltado en todos ellos. Vino por ejemplo a su memoria el día de su primera comunión. Por supuesto ella no acudió, pero cuando se reencontraron y se lo hizo saber le dio la despreciable cantidad de 50 pesetas como propina. “A diez miserables duros el sacramento”, pensó Diego, y eso a una edad en la que evalúas a tus parientes por las gratificaciones que te dan lo consideró imperdonable. “Buena mierda me das”, llegó a decirle sin rubor al tiempo que confirmando que un niño de nueve años, amén de inocente, ingenuo, indefenso, imberbe y todo lo que ustedes quieran es, ante todo, un pedacito de capitalismo viviente e insultantemente atrevido.
Después de rememorar brevemente su infeliz trato con ella se puso en la tesitura de si salir de fiesta o guardar el luto que no sentía e intentar sumirse en un llanto que sabía que no iba a fluir por mucho que lo intentara. Estaba exactamente igual que antes de que sonara el teléfono, solo tenía un fragmento de información más que no acababa de procesar; pero sus esquemas anímicos seguían intactos. Decidió finalmente que no se iba a estropear el viernes ni tan siquiera porque su madre se hubiera ido para siempre. Se hizo con lápiz y papel y dejó constancia de la noticia a su padre con una nota. Fue escueto, directo y frío, como el frigorífico en el que la colocó: “Ha llamado tía Carmen para decir que ha encontrado muerta a tu exmujer”. Cogió algo de dinero y se fue sin remordimiento alguno a disfrutar del comienzo de su ansiado fin de semana.
La verdad es que no fue una noche memorable, una más en la que practicó los dos deportes favoritos del adolescente tipo: malemborracharse e intentar flirtear sin éxito. Durante el tiempo que pasó en los bares no pensó demasiado en lo ocurrido, simplemente se le dispararon algunos flashes que le recordaban que no volvería a verla. Lo peor llegó cuando regresó a casa y empezó a sentirse como una especie de cabrón insensible que no solo no se apenaba por el fallecimiento de su madre, sino que parecía haber estado celebrándolo saliendo de copas.
Tenía la cabeza un poco aturdida por el alcohol, pero no quería irse a la cama todavía, así que se sentó en el sofá y puso un rato la televisión para acabar de atontarse del todo. Meditó entonces nuevamente sobre su relación con ella. Mejor dicho, sobre su no relación. Lo cierto es que notó cómo le recorría el cuerpo y el alma una especie de envidia asquerosamente intensa hacia todos los parientes o amigos que conocía y que sabía que se llevaban bien con sus madres. Sus pensamientos volvieron a remontarse hasta los albores de su existencia y continuó sin aflorar en su mente imagen alguna en la que compartieran algo juntos. Supo entonces que conocía mejor a Pepa, la mujer a la que le compraba el pan los días lectivos, que a su propia madre. Ciertamente tampoco él había hecho mucho por conocerla, ni siquiera aquella temporada en que parecía rehabilitada; pero seguramente ella debió haber dado el primer paso. Su conciencia estaba tranquila en ese sentido. “Tengo 16 años joder, no soy yo el adulto”. Se consoló.
Poco antes de acostarse derramó un par de lágrimas. Era un llanto de dolor. Dolor porque no había sentido dolor. Y lo que era aún peor, seguía sin sentirlo. “Descanse en paz madre”. Fue su última consigna antes de caer derrotado por el sueño y la embriaguez.
JOAQUÍN SABINA: "Princesa"